Música para violines

Photo - {author}Abres la ventana al amanecer. Respiras el aire puro de las montañas, la brisa cálida del mar y el abrazo exquisito de la naturaleza. Te sientes arropada por las cosas buenas del mundo y por la paz del universo. Ante ti sopla el sonido de los monumentos construídos por las personas: los pozos húmedos, los cultivos ricos, las bibliotecas ilustradoras, las cumbres inalcanzables y las sonrisas en forma de caminos. Todo lo que el hombre y la mujer han erigido por el bien de su propio mundo.

Abres la ventana al amanecer. Ves el sol radiante dedicándote una sonrisa, los árboles crecer al amparo del altruismo, la gente camina cogida de la mano entre risas y bailes tribales. Tus ojos se llenan de alegría ante la plenitud de un mundo en paz.

Abres la ventana al amanecer. Y oyes el sonido más bonito del cosmos: risas humanas acompañadas de música para violines. Al escucharlo, te sientes parte de un mundo al que amas, del que te has enamorado y al que defiendes como lo más bello, ecuánime y bondadoso.

Al escuchar esos violines, te sientes una nota más de su melodía.

Iraultza Askerria

El mundo nos pertenece

Besos / Kisses - Macnolete—El mundo nos pertenece —susurré.

Luego me incliné sobre su cuerpo y la besé tiernamente. Mis labios se derritieron sobre los suyos, fundiéndose en una única boca. Bebimos a sorbos nuestras voces anhelosas mientras caminábamos por las arenas de nuestras carnes, donde nos hundimos en un abrazo cómplice para luego ahogarnos entre los dedos del otro. No sé cuánto tiempo se prolongó aquel arrebato de pasión y delirio, pero recuerdo que cuando mis labios estaban ya secos por la sal de su boca, los suyos dejaron de besarme, como si el bravo oleaje de un desafiante mar cesase en su pugna de conquistar la tierra.

En la cenicienta penumbra del pequeño salón, nos perfilamos, ella y yo, sobre el mullido sofá. Sus ojos, tiernos como una sonrisa, y su sonrisa, resplandeciente como unos ojos, se me aparecieron en la oscuridad de la noche como un regalo de Dios, como un fruto del Edén, como una luz celeste. Su presencia era divina; esencia de ninfa y benevolencia de serafín.

Nos mantuvimos largos minutos, quizás horas, no lo sé, con la mirada perdida en los ojos del otro y la sonrisa reflejándose, como un sueño de primavera, en los dientes ajenos. El tiempo parecía lejano, como parte de una realidad paralela que no podía penetrar en el estrecho y dichoso universo de dos enamorados; tal éramos ella y yo.

Contemplando directamente los soles de sus ojos, me embriagué de su beldad. La penumbra los maquillaba con un aura prodigiosa, donde los destellos del iris sobresalían como una luna ardiente en una noche cerrada. Abrió los labios para decir que me amaba. Su posterior sonrisa me mostró el deseo que crepitaba dentro de su alma y que se percibía en el sudor de su piel, cuyo aroma tan finamente intenso me hacía desfallecer. Me besó con arrebato. Sus labios sabían a lujuria.

La miré un instante y luego se abalanzó sobre mí.

Me arañó la espalda y me arrancó con furia la camisa que cubría mi torso. No pude más que rendirme a su dominio de mujer. Sabía de antemano, y lo había aprendido con el devenir del amor y del sexo, que no se podía vencer a una mujer en celo. Me limité a saborear el dolor provocado por sus uñas y sus dientes, que pintaban sobre mi cuerpo un húmedo cuadro, entintándome además, de su rica saliva. Besó mi piel y devoró mi alma. Después de eso, lo único que quedaba de mí era un corazón débil y apocado.

Al trasluz de las estrellas, su rostro parecía un seductor misterio. Mi cuerpo, ansioso del suyo, no podía más que abandonarse a la pasión. La besé con ternura y suavidad, combatiendo la fiereza con la que me había domeñado hasta aquel momento. Ella, quizá por el cansancio de su ira celosa o por la apetencia de que la llevara al cielo, se rindió ante mí. Cerró los ojos y se mordió el labio, mientras los míos descendían por su cuello hasta alcanzar los botones de una chaqueta plateada. Los desaté con la torpeza promovida por la penumbra y el desvarío de la lascivia, mientras ella lanzaba la cabeza hacia atrás, mostrando tímidamente el sujetador carmín que abrigaba sus senos. El sostén formaba dibujos de flores sobre sus pezones almendrados. Muy pronto, su torso estuvo desnudo. Ayudándome de las manos, acaricié y besé el contorno de sus pechos y trepé poco después por ellos con miedo, como quien escala la ladera de un volcán a punto de erupcionar.

Levanté el rostro y vi el suyo descompuesto por el placer del momento, con los labios abiertos, las mejillas encendidas y los ojos entornados para contagiarse del excitado ambiente.

Oí un suspiro quebrado acercarse a mi oído, y como la voz, tan cristalina y pura, me rogaba como un moribundo, que le hiciera el amor. Recordé aquella lejana vez en la que ambos nos fundimos, temerosos de que sus padres nos descubrieran repentinamente, en un rincón de su habitación bajo la luz del atardecer estival.

Ahora, empero, nos encontrábamos solos y en intimidad, señores de nuestro pequeño imperio secreto y dueños de una inmensa felicidad. De ahí, que hiciera caso omiso de su agónica súplica por empezar ya y terminar cuanto antes el preciado actor carnal. Me reduje a rodearla con los brazos y a besar lentamente su fino vientre, desde donde podía escuchar nítidamente los latidos de su corazón desbocado.

Noté sus dedos encerrándose entre mis cabellos, y sus uñas, dementes, clavarse en mis sienes. Me arrastró la cabeza como si quisiera guiarme por los recónditos secretos de su cuerpo. Sabía conscientemente qué era lo que tanto anhelaba; pero no iba a rendirme tan dócilmente a sus impulsos.

La cogí de los brazos y le eché los mismos hacia atrás, por debajo de la nuca. Me quité el cinturón y até sus manos. Ella se rió de mis intenciones y dio permiso para rendirse ante mí, para que hiciera con ella todo cuanto quisiera, o todo cuanto quisiera ella.

Volví a empezar desde principio. Descendí por su tierno cuerpo, mordiendo y besando su fogosa carne, apeándome en su garganta, en sus montañas y en su acantilado, y me detuve ante el ceñido obstáculo de unos pantalones vaqueros. Mordí el botón de la prenda con suma sensualidad mientras desabrochaba la cremallera. Ella, con los ojos cerrados y el cuerpo transpirando de placer y delirio, levantó levemente la cadera, al tiempo que sus muslos se abrían a orden de mis brazos. Los pantalones desaparecieron de la escena en pocos minutos, acosados por la ropa interior. Un instante después la tímida pradera de ébano asomó ante mí respirando con libertad.

Como un zorro sigiloso me introduje a golpe de beso en sus húmedos secretos. La banda sonora de sus gemidos me guiaba como un ángel guía a su profeta hacia la Meca. No dudé en atravesar los límites del pudor, tan seguro que estaba de alcanzar mi objetivo: su corazón y su éxtasis. Mis labios jugaban con los suyos y mis dedos hacían a su vez de veteranos jugadores de billar. Me sentía ebrio bajo su influjo carnal, ido, loco, demente, atormentado por una felicidad contagiosa. Con los ojos cubiertos por las sombras, mi tacto me devolvía el sabor del amor y mis oídos las muestras de agradecimiento de mi amada. Año tras año, la misma dulzura exquisita de su cariño me había arropado, y década tras década iba a ser así. Siempre un inicio, siempre como una primera vez.

Varios minutos después, erguí la cabeza y la miré a los ojos. Los tenía cerrados, los labios ligeramente abiertos y las mejillas ardiendo como un volcán. Parecía fatigada, cerca de la agonía, ese sentimiento tan próximo en intensidad al éxtasis.

—Princesa… te quiero —le susurré, muy cerca de sus pechos.

No escuché su respuesta si la hubo. Los dos estábamos demasiado abrumados por nuestros cuerpos. Acaricié su rostro con los dedos mientras desataba sus muñecas apresadas. Cuando al fin se sintió libre, enlazó las manos alrededor de mi cuello y me miró jadeante, suplicante, ansiosa. Junté mis muslos a los suyos y sentí como de su boca se exhalaba un intenso suspiro. Me uní a ella con la suavidad del rocío matutino.

Ella se abrazó con fuerza a mi espalda. A cada impulso, más se ceñía a mí, con cada penetración más intenso se volvía cada contacto. Estábamos fusionando físicamente nuestros cuerpos. Luego, al compás de nuestros suspiros quejumbrosos y con la combinación de sus gemidos y mis gruñidos, aunamos nuestras mentes. Y nuestros espíritus se enlazaron poco después, a medida que más cerca sentíamos el orgasmo final.

Vi, alrededor de sus ojos de miel, los colores de nuestros cuerpos fundidos en un solo matiz, los aromas de nuestra fogosa piel diluidos en un único olor y nuestro aliento licuado en la misma atmósfera. Y por si fuera poco, contemplé sobre su corazón el universo en el que vivíamos con sus millones de galaxias. Todo dentro de ella, todo dentro de nosotros. Dueños del cosmos.

—Cariño… —exclamó ella, rota por dentro.

Y yo del mismo modo, gritaba en mi interior.

Así alcanzamos el apogeo, acariciando por un instante la infinidad del universo.

Yo me derrumbé sobre ella, y ella disminuyó la presión sobre mi espalda.

Callados, silenciosos… Así estuvimos varios minutos. El uno abrazado al otro.

—Tenías razón —me dijo, aún con las punzadas del orgasmo palpitando en sus labios rojos.

—¿Sobre…? —pregunté, mirándola a los ojos.

—El mundo nos pertenece —respondió, silenciosa—. El mundo pertenece a los enamorados.

Iraultza Askerria

Pañuelos

Handkerchief - {author}Vamos a comernos las amarguras que nos mantienen lejos. A salar las penas con sudor carnal y endulzar los kilómetros de besos y caricias. Vistamos el remoto horizonte de sujetadores y calzoncillos, de muchos y diferentes colores, y después, pongamos lámparas y genios en las hebras del sol, para que cumplan e iluminen nuestros deseos. Hagamos una isla en este continente y erijamos monumentos con las barreras que nos rodean. Coloquemos en el aire los cimientos de las montañas y colmemos los ríos de puentes y más puentes. Obremos de tal forma que este gigantesco mundo se convierta en un pañuelo y así, cuando tiremos cada uno de su lado, sentir la fuerza del otro vibrar a través de las células del universo.

Iraultza Askerria

Y mientras tanto…

Y mientras el mundo prosigue envuelto en las brumas de la guerra; mientras un octubre rojo se decanta al amanecer y se recoge al ocaso; mientras las estrellas persiguen la luz de la luna allí donde ésta huye; mientras la humanidad se disemina bajo el manantial de la muerte; mientras los misterios atacan y desamparan; mientras la injusticia se arropa bajo el velo de la democracia; mientras la Nada devora y el Todo palidece, ¡mientras ocurre todo esto!, yo sigo igual: mirándome en el espejo, atormentándome el corazón, llorando enamorado y envejeciendo.

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria

El lago camposanto

Eres un lago eterno de frescura.
Sin ahogarme en ti puedo naufragar.
Me llenas, me rodeas como un mar
templado; inmensa y plácida figura.

Me reflejo en tu líquida hermosura,
bálsamo rico, tú puedes curar
del monótono sentido de estar
buscando en esta vida la cordura.

Pero así es suficiente: loco, amante
de un lago sin final, lleno de vida
y que llena la mía con talante.

Lago eterno infinito que en ti quiero
morir, que no me importa si me olvida
el mundo mientras dentro tuyo muero.

Iraultza Askerria

La vida

Érase una vez un mundo, una historia y un futuro. El primero se había engendrado bajo el peso del segundo, siendo el tercero una unión entre los otros dos. Juntos formaban un triángulo cíclico que avanzaba en una misma dirección, siempre a la misma velocidad y siempre en el mismo sentido. Aquel ciclo era comúnmente llamado vida.

Iraultza Askerria