El poder de tu figura

 - {author}
Si tu rostro está encendido,
color fuego en tu sonrisa,
y si sientes que la prisa
te ha insegura convertido,
suelta el aire, afianza el paso
y del miedo no hagas caso.
Si tu ser desprotegido
se halla al fin de una cornisa
y en el fondo se divisa
un futuro confundido,
medio lleno mira el vaso
que tu luz vence al ocaso.
Si tu mundo se revela
solitario o sin apoyo
como si el más firme escoyo
quisiese apagar tu vela,
en agua tu alma convierte
que no habrá nada más fuerte.
Si has perdido al centinela
que libraba todo embrollo
y cayendo tras un hoyo
sientes tu inestable estela,
ignora a quien detenerte
intenta trabar tu suerte.
Haya incertidumbre o miedo
o incluso vías de fuego,
nada habrá que a tu dulzura
pueda hacerle figura.

Iraultza Askerria

Pacto con el diablo

Demonio - {author}
Háblame de la historia del pecado
que en tu cara creó gracia y lindeza,
pues no habrá ningún sino más preciado
que aquel que dio un comienzo a tu belleza.
Por eso me pregunto atormentado
si con Satán pactaste la proeza
de que fuera tu faz mundo estrellado
otorgándole a cambio tu pureza.
¡Admítelo! ¡Admítelo mortal!
Astuta dama, fémina perfecta
cuya belleza el corazón me afecta,
que eres la primogénita del mal,
sirena, vampiresa sin amor
para este niño entrado en el terror.

Iraultza Askerria

Azucena

Fragancia de Azucena - Aysha Bibiana Balboa

¡Ay!, hermosa azucena en este valle,
blanca miel en boca de serafín;
del ladrón codicioso su botín.
Ojalá entre mis brazos al fin te halle.

Como la vagabunda de la calle
que se expande de aquel a éste confín,
en mi corazón te extiendes afín,
por mi cuerpo con lujoso detalle.

Azucena estival, ¿dónde estarás?;
tu aroma en este valle y nada más,
y tus caricias solo en mi recuerdo.

Azucena querida, mi azucena,
inabarcables pétalos de pena,
convirtiendo en demente a un hombre cuerdo.

Iraultza Askerria

A la musa

 - Paula Aparicio
Yo creo que mereces que te escriba
un soneto que alabe tu mirada,
tu sonrisa, tu cara inmaculada,
todo tu cuerpo, desde abajo arriba.
Pues me encanta también que seas viva,
como un cielo de azul o llamarada
que nunca está brumoso o apagada,
siempre abierta, melosa y efusiva.
Así que niña de la antigua Bética
aquí te cedo mi ronco cariño
para que feliz hagas a este niño,
y te conviertas en su vida y ética,
en su diosa presente aunque distante,
en Margarita, Lo o Bea de Dante.

Iraultza Askerria

Cenicienta

Cristal. - Marcos de MadariagaCenicienta. Zapatitos de cristal. La corona que relumbra en tu frente. Los ojos… abiertos, pétalos, tesoros, estrellas, mansos ríos y agitadores vientos. Carmín derretido en la curva de tu sonrisa. Las mejillas frágiles…, pedazos de pan, caliente y húmedo de mi saliva, de mi ansia. Cuerpito de dócil fuego, ardiente arena, morena luz… ¡todo eso eres tú! Cenicienta por una noche, que al amanecer desapareces tras un sueño de cenizas y dolorosas nostalgias.

Iraultza Askerria

La princesa de Gades

Home - Juan Diego JiménezSara abrió entonces los ojos, y con ello, la costa gaditana se llenó de claridad. El sol fulguraba sobre aquella princesa, encamarada a lo alto del faro que alumbraba las caprichosas ondas del Atlántico. Su mirada de niña mimosa rivalizaba con la propia estrella solar. Eran unos ojos de noche estelífera, mucho más nítidos y profundos que la monumentalidad violenta del astro rey. Vida llena de vida.

La brisa marina le retozaba por la cara, creando tibios molinos en su cabello de ébano y agitando cada hebra en una profusión de destellos. El amanecer sonrosado simulando el pudor de sus mejillas virginales. ¿Había algo más bonito que aquel rostro asomado al fin del mundo? ¿Había algo más pleno e íntegro? ¿Más completo? ¿Más perfecto?

Cualquier hombre habría respondido con un no. Sara era la verdadera sirena de Gades, la gran perla de la Bética, la sensual bailarina que desafiaba a la mismísima Teletusa.

De hombros esbeltos y finísimo cuello. Estaba ataviada con un peplo escotado de albino color, y un cinturón que abrazaba su vientre de bizcocho dorado, como la cebada. Bajo los brazos desnudos, el vino fluctuaba trasportando dulzura y en las dársenas de sus dedos se cobijaba en tímidas palpitaciones.

¿Y en sus pechos? Allí brillaba una canción en aleluya, en la mayor, mástil inconmensurable de poesía. Ciertamente, aunque nadie en Gades lo supiera, Sara había recibido el don de Apolo. La décima musa. Sara era poetisa.

Había trascrito sus amores mirando al mar, a veces desde el Templo de Saturno, otras desde el foro, pero siempre con un pergamino y un cálamo, dejando a la imaginación desbordarse desde sus cuencas negras hasta la vastedad del cielo.

Frecuentemente, se despertaba en mitad de la oscuridad, recorría las calles adormecidas de Gades y trepaba por el faro del muelle. Desde la cima podía contemplar el crepúsculo en su máximo apogeo y escribir la belleza de las emociones. Tal y como había intentado hacer aquella mañana.

Pero en esta ocasión, no la habían conducido a lo alto de la torre marina ni sus ilusiones literarias ni su afán por contemplar la hermosura del universo. En vez de ello, gemebunda y llorosa, se había encamarado a la cresta del faro con la única intención de plañir. Desconsolada, perla de concha cerrada, henchida de heridas en el caparazón, cubierta de sal y desabrigada en una playa inhóspita.

La princesa moría de amor.

Aquel joven apuesto y franco, de cabellos rubios y acento íbero, había sido mandado a luchar a las Galias, bajo las órdenes de un general conocido por su temeridad. Cuando la noche anterior se habían despedido con un beso de fuego y nada más, Sara supo que nunca más volvería a verlo.

Ahora, con el joven exiliado a mil kilómetros, su corazón le llamaba a voces y la poesía de su alma brotaba a raudales por los poros de la piel, quemando e irritando las emociones. ¿Valía la pena escribir palabras de dolor, versos atribulados, lírica atormentada? ¿Valía algo la pena cuando el amor se perdía? ¿Y la vida, que era la vida sin un amante, sin una mano suave, sin un abrazo férreo más que pena?

La vida no era nada; y la poesía menos aún.

La princesa de Gades, carcomida por el tormento, no podía ver más allá su romance; y por eso, mientras miraba la luz del amanecer rojo y dejaba que su cuerpo cayera al vacío, no cesó de pensar en él.

Iraultza Askerria

Verte dormir

Photo - {author}Cuando duermes y te miro, me pareces el cuenco de misterios y el eco de las supernovas que llaman al otro lado del universo. Tu boca entreabierta, suspirando pecados y promesas ciertas, y las pestañas largas bien cerradas sobre tus ojos de arco iris. Las mejillas blancas, los pómulos enrojecidos por la almohada, la frente serena e inmaculada. Tu rostro suspendido en el sueño como el más beato de los inmortales.

Verte dormir es un espectáculo en la oscuridad de la noche; una nueva disciplina artística; una oportunidad de brindar por la naturaleza contemplando tu belleza. Y en ello quiero pasar mis horas nocturnas, diurnas, muertas, ciegas, vivas, eternas, acechándote mientras descansas, sabiéndote mía bajo el amparo de las sábanas como el loco hambriento que soy, enloquecido por tu hermosura.

Iraultza Askerria

Desnudándose

Me dio la espalda.

Luego, se desprendió de la camiseta naranja.

Yo ni siquiera aparté los ojos…

Se desnudó… despacio, con soltura pero despacio, dejando la prenda sobre el escritorio y manteniendo el cuerpo erguido en toda su altura, señorial. Tenía el cabello recogido en una serie de bucles que descendían por detrás de sus hombros. Pude ver la espalda en toda su magnificencia. Se me reveló la piel de seda un deseo inextinguible que me arrancaba la respiración; el corazón ya había sido arrancado tiempo atrás. Era tan hermosa, tan perfecta… Su piel morena, sus hombros menudos, su cintura estrecha…

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria

Lo que esconden las palabras

Por las mañanas, cuando llegaba a la oficina, acostumbraba a tomarme un café con mucho azúcar. Disponíamos de una máquina en recepción, que ofrecía varios tipos de infusiones y bebidas de chocolate. Siempre había pensado que el electrodoméstico despachaba en realidad veneno de matarratas, porque el sabor agrio e insípido de la bebida tenía poco que ver con el café. Pero, visto de otro punto, no teníamos otra cosa en la oficina; y por las mañanas, siempre apetecía una bebida caliente.

En esto estaba: apoyado contra la máquina de recepción mientras mantenía una conversación insustancial con la secretaría. Llevábamos hablando casi cinco minutos, lo cual era todo un récord teniendo en cuenta que el diálogo aún no había sido interrumpido por el teléfono o por el timbre de la entrada.En aquel instante, Olga apareció en recepción. Me saludó con la cabeza y se encaminó directa a la impresora, ese engendro tan amigo de los escritores y enemigo de la naturaleza. Olga era una chica que no llegaba a los veinticinco años. Tenía una piernas largas y un culo de vértigo, siempre ataviado con un vaquero ceñido que hacía refulgir sus curvas de mujer. Se paseaba por la oficina como una modelo, siempre con la cabeza alta, la mirada orgullosa y el ego resguardado en sugerentes escotes. Resultaba excitante verla tan segura de su cuerpo perfecto, tan atractiva. Resultaba excitante respirar su aroma de seguridad y prepotencia. Resultaba excitante imaginar cuál sería el perfume de su húmedo sexo. Pero, desgraciadamente, resultaba patético saber que no tendría nada de excitante dentro de diez años, cuando las arrugas, las ojeras y la grasa localizada comenzasen a mellar su esbelta figura.

Aparté mi mirada de la joven mientras ésta manipulaba un cúmulo de papeles, y volví a centrarme en la conversación que mantenía con la secretaría. Pero el diálogo finalizó un instante después, cuando el teléfono comenzó a llamar la atención de la recepcionista.

Justo entonces, alguien entró en la oficina, abriendo la puerta con su tarjeta electrónica. Se trataba de Eva, otra joven de físico extraordinario, pero caracterizada por un genio fuerte, simpático y suspicaz.

—Buenos días —saludó Eva, con amabilidad.

—Hola —devolví el saludo, escrutándola con mis ojos de cuervo.

Había venido sorprendentemente arreglada. El caballo le caía como una cascada de rizos por los hombros, y resplandecía gracias al uso de alguna laca de fijación. Los ojos estaban adornados por una combinación de sombras azules y negras, y el rímel alargaba sus pestañas y las mantenía húmedas y brillantes. Sus pómulos estaban tersos y coloreados levemente. Vestía una chaqueta negra que se estrechaba en la cintura y una falda vaquera que dejaba entrever sus piernas desnudas. Todo esto se completaba con unas botas altas de cuero. Sinceramente, estaba buenísima.

Entonces, Olga volvía de la impresora con varios folios imprimidos, siempre con su caminar divino y egolátrico. Se detuvo de súbito al ver a Eva.

—Vaya, ¡qué guapa has venido hoy! —lisonjeó Olga, examinando a su compañera de arriba abajo mientras yo las analizaba a las dos.

—Gracias —respondió Eva con una sonrisa, y en sus ojos maquillados pude ver el verdadero significado de aquel agradecimiento.

Posteriormente, las dos jóvenes desaparecieron en el interior de la oficina, charlando entre ellas.

Yo seguía apoyado en la máquina de café, con un pequeño vaso en la mano. Ya estaba frío, tan frío como mi corazón al ver aquel numerito de alabanzas y agradecimientos.

Ni Olga ni Eva habían sido sinceras en sus palabras. Pero en sus ojos, profundos pozos de sinceridad, pude discernir el verdadero significado de sus frases:

“Esa perra está más buena que yo”, había pensado Olga.

“Esa zorra quiere algo”, había pronosticado Eva.

Ninguna de las dos se equivocaba.

Iraultza Askerria