Al poco de enterrar mi corazón en el fondo del río, me sentí más relajado y ligero. Me quité un peso de encima, doscientos ochenta gramos de inútil músculo y una responsabilidad un tanto tediosa.
El lecho del río abrigaba ahora mi corazón moribundo, y yo abrigaba un sentimiento de pura libertad.
Aún recordaba el momento del apuñalamiento. Tuve que introducir el cuchillo por el costado izquierdo del busto, con cuidado de no quebrar las costillas o herir el pulmón, y luego extraer el corazón con un sutil movimiento de ventosa. Fue doloroso, sin embargo, no difícil.
En virtud de la higiene he de admitir que brotó poca sangre. Tampoco me quedaba mucha. La mayoría de mis humores habían sido consumidos por una arpía llamada Patricia. Preciosa ella, pero mala como un tumor en el pecho. Por ello, resolví quitarme el corazón.
Ahora el cáncer rojo se ahogaba en la corriente de agua, mientras yo sobrevivía con una frescura intransigente.
No, no perdí la vida. Por mucho que se afanen los médicos en afirmar lo contrario, el corazón sólo trae dolor y sufrimiento. Más vale desprenderse de él.
Sólo hay un pequeño inconveniente. Tras arrancarme el corazón me convertí en un asesino, en un violador, en un corrupto y en un usurpador sin escrúpulos.
Aunque supongo que es el precio que tiene que pagar la sociedad cuando uno de sus miembros ha perdido lo más precioso en la vida: el amor.
Iraultza Askerria