El gato

Benito jr - {author}Firme, impasible, el gato se asoma al borde del pozo. A su alrededor, nada más que soledad. Cierra los ojos un instante y las reminiscencias acuden a su mente:

El patio cordobés, con sus blancas fachadas engalanadas de floridas macetas, parece un vergel sobre la nieve.

Una anciana se desliza en el espacio abierto mientras humedece con una regadera el suelo empedrado y las flores altivas. Claveles, geranios, rosales y jazmines destilan frescura.

El gato abre los ojos, se gira, agilérrimo, y se descubre solo. Cierra los párpados de nuevo.

Una niña juega en el patio, próxima al pozo. Ríe, inocente, risueña, feliz. “No te acerques o te atrapará La Maldita”, amonesta la anciana agitando suavemente la regadera. La niña, curiosa y traviesa, se asoma al interior. Susurra algo. Hunde la cabeza en el umbroso fondo. Vuelve a gritar… silencio. La Maldita no quiere responder.

El gato abre los párpados, otra vez. Contempla en derredor, apesadumbrado. Vacío y soledad. Levanta la cabeza hacia el cielo, invocando a Dios en una última plegaria. Una lágrima cae de sus ojos felinos. Está solo, y lo sabe. Con sus siete vidas ha trascendido a todos los demás, a todos los que caminaron por aquel patio cordobés.

Ahora, sólo queda él.

Iraultza Askerria

La última noche

Estábamos sentados en el coche. En los asientos de atrás. Ni yo era Danny Zuko ni mi vehículo un descapotable. Tú podrías haber sido cualquier mujer hermosa, desde Cleopatra hasta Marilyn Monroe. En la radio se escuchaba un agradable y añejo rock’n’roll de los años setenta. Tampoco era yo un Elvis, pero podría cantarte al oído todas sus canciones…, despacio, mientras te mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Eso te gustaba. Lo sé.

Coche

Tus piernas se abrieron ante mí. La desnudez les sentaba mejor que una minifalda roja. Y a tus pechos, pálidos como estrellas, nada se ajustaba tan bien como mis manos desnudas.

Escuché un gemido y luego otro. Ni el más virtuoso solo de guitarra habría podido sobrepasar los decibelios de tu voz. Las vertiginosas notas sabían a aire sazonado de miel. Así me lo constataron tus besos.

El sudor femenino de tu cuerpo se derramó sobre los asientos tapizados. Tu perfume de rosas aún los impregna. En tus ojos, cerrados por el agónico orgasmo, los míos se anclaban derribándote entre besos. Noté un fuerte latido en mi mano. Tu corazón se aceleró. El placer te desbordaba, te sobrepasaba. A mí me ocurría lo mismo. Me faltaban pocos segundos para llegar al apogeo. Tú ya lo habías alcanzado un par de veces. Lo notaba a raíz de la humedad de tus muslos.

Mi inconsciencia lanzó un gruñido, y toda mi energía se esfumó. Te abracé y respiré desde el canal de tus pechos, intentando robarte el aliento.

—Te quiero —me dijiste.

Y yo te respondí lo mismo.

Aquella fue la última vez que hicimos el amor. Si lo hubiera sabido, te habría robado un mísero cabello o, incluso, la ropa interior. Pero lo único que me quedaron fueron los recuerdos… y estas estúpidas palabras.

Iraultza Askerria

¡Contenido extra!

Las escenas sexuales ambientadas en un coche son un tema recurrente en mi prosa, tal y como el lector puede comprobar en la novela Sexo, drogas y violencia. Como apunte a esto, recuerdo episodios magníficos de estas características en las novelas de otros autores, como Las edades de Lulú, de Almudena Grandes.

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A una mariposa

Mariposa Pavo Real - Gustavo Durán

Mariposa de seda voladora
entre los recovecos de tu piel,
cual gotita que del rocío aflora
dejando una estela de sabor a miel.
Mariposa en tu cuerpo moradora,
fina llama del hogar, igual que aquel
marinero que desde la eslora,
protege por el bien de su bajel.
La mariposa cubre tu regazo,
alzada está en tu vientre como un muro.
Nada la rompe, ni el más fuerte mazo
Sediento yo al mirarla sin futuro,
esclavo del deseo, al cuello un lazo
que oprime mientras miro un cuerpo puro.

Iraultza Askerria

El hombre, la montaña y el tesoro

From the cliff - Explore! - Mariano MantelVoy a relatar un breve cuento sobre un hombre honrado, una montaña infranqueable y el más sublime de los tesoros. Situaos mil años atrás y en un lugar tan cercano como el epicentro de vuestra localidad. En esa misma ubicación, pero hace ya diez siglos, se erguía una descomunal montaña donde comienza nuestra historia:

El hombre caminaba ladera arriba con un mapa bajo el brazo y una enorme pala a la espalda. Un sol sepulcral y un clima árido hacían insufrible su andar. El viento le estriaba la cara y los labios se le secaban al contacto con el aire. Aún era la primera hora de la mañana y ya el sol se mostraba lleno de poder y rabia, irradiando un calor demoledor que hubiese derretido el mismo desierto.

Por ello, y no queriendo morir abrasado, el hombre tenía que alcanzar la cima antes del mediodía y encontrar el emplazamiento exacto del tesoro y cogerlo y descender, raudo y veloz, la peligrosa montaña. Si lograba el cometido, se convertiría en uno de los hombres más poderosos de la Ínsula y Sancho, el rey, le nombraría conde o, incluso, marqués. Pero primero debía hallar el viejo tesoro.

Hizo un alto en el camino. El sudor le empapaba el rostro y le recorría todo el cuerpo. Se desvistió la camisa para colocársela en la cabeza y se refrescó racionalmente con el agua tibia de la cantimplora. No podía agotar sus provisiones de agua. Los manantiales y ríos que nacían en aquellas abrasadoras montañas expulsaban agua hirviendo.

Continuó avanzando por la montaña, sumido en el más completo bochorno, y una hora después llegó a la desolada cima. Una sonrisa se esbozó, codiciosa, en su rostro. Calculó la posición exacta del tesoro según el mapa y clavó la pala en la tierra. Empezó a excavar en las entrañas de aquel enorme monstruo terráqueo.

Pero a pesar de su entusiasmo, los minutos transcurrieron y el tesoro seguía sin aparecer. Continuó cavando hondo y profundo mientras el terrífico sol se acercaba a su punto culminante.

El hombre, ensimismado en su quehacer, se ató una cuerda alrededor de la cintura y amarró el otro extremo alrededor de una roca cercana. Asegurándose de esta forma que podría salir sin problemas del agujero, prosiguió excavando un metro tras otro.

Entonces, luego de haber abierto un túnel de seis metros de profundidad, la pala chocó contra algo metálico.

Lo había encontrado.

Era una caja de acero.

No le costó mucho abrirla. Las bisagras estaban oxidadas. Lo que vio le iluminó el rostro. Oro y más oro. Cientos de kilos de oro. Millones quizás. Lanzó un grito de triunfo. Era rico. Lo había conseguido.

Con el tesoro bajo el brazo, trepó por la cuerda. Pero cuando su mano alcanzó la superficie exterior, profirió un fuerte alarido. El fuego del sol le había calcinado los dedos. Se desplomó en el fondo del agujero con la mano abrasada. Mientras tanto, el tesoro y su contenido cayeron sobre él.

Lo que luego le sucedió al hombre honrado ya lo sabéis.

Iraultza Askerria

Cuando a una joven ves bailar

Bien entrada la madrugada, la música aún sonaba en el interior del club, cuya estancia subterránea parecía ajena a lo que sucedía en las afueras. En el exterior, el frío hería los sentimientos del ser humano y cuajaba su piel frágil y macilenta, mientras la lluvia amortiguaba los gritos del cielo sobre sus cabellos de polvo. Nada hacía apetecible salir a la penumbra de la noche.

Pero en el interior del club, todo era más agradable, ameno y acogedor. Las luces de colores iluminaban los corazones joviales. La pista de baile estaba inundada por los cuerpos de mis amigos, y algún que otro bailarín espontaneo más. Era tarde, y la mayoría de la gente había abandonado ya el local, por lo que se podría decir que sólo quedábamos nosotros.

La música sonaba vespertina por los altavoces ubicados en las alturas. Descendían los sonidos agudos al ritmo de los timbales sintetizados, marcando el paso, el giro y el movimiento de cintura; ese movimiento tan enloquecedor en la pelvis de las muchachas de veinte añitos. Había en la pista varias jóvenes que se abrazaban a la melodía y se dejaban arrastrar por la misma, mientras sus cuerpos se contoneaban como un rayo de luna envuelto en el fuego del sol.

Me sentía igualmente sofocado por la popular canción, tantas veces escuchada en radios y emisoras, que en aquel instante resonaba por toda la estancia. La voz masculina invitaba al movimiento más lujurioso y el teclado solista marcaba los intervalos entre las bruscas vueltas y los pasos acompasados y firmes. Incluso yo, tan poco dado a la expresión corporal del arte, podía desquiciarme en la locura de la música festiva, haciendo que mis extremidades se meneasen como un apéndice del cadencioso tambor.

Pero la madrugada se acercaba ya al irremediable despertar y el club nocturno estaba prácticamente vacío. Solo los soñolientos camareros, mi cuadrilla de amigos y algún que otro espíritu danzarín paseaban al ritmo de la moribunda música.

Cuando la canción terminó, los focos que habían permanecido apagados cobraron vida en forma de blancos rayos, y las luces de colores quedaron muertas en la oscuridad más aburrida. La luminosidad nos cegó unos breves instantes para despertar poco después ante una realidad poco excitante: era momento de volver a casa.

La gente comenzó a recoger sus chaquetas y abrigos, mientras algún rezagado corría hacia el aseo a liberar la vejiga. Entre tanto, los camareros habían abandonado la barra del bar para recoger los recipientes desperdigados a lo largo y ancho del local. Los altavoces entonaban suavemente canciones tranquilas, a un volumen casi inapreciable.

A los pocos minutos, estábamos a punto de abandonar el local y varios compañeros empezaban a subir las escaleras que conducían hacia la salida. Pero justamente entonces, una canción comenzó a sonar en el ambiente, rasgada y melancólica. Me quedé clavado junto a la pista de baile, escuchando una sevillana de pura tradición; una sevillana que guardaba el ritmo más nostálgico del flamenco.

Sangre Flamenca

Entonces me volví hacia la pista de baile, parecido a un desierto, a un vacío. Pero en el centro, un oasis lozano y vigoroso se movía; único, inalcanzable y solitario. Se trataba de una muchacha, una muchacha de veinte primaveras.

Pelirroja, de ojos dulces, carita pálida y generosas caderas; todo ello ataviado con una chaqueta verde y unas sencillas zapatillas negras. Me pareció el último ángel del mundo, tan sola como estaba en el centro de la pista, danzando bajo la inspiración de aquella sevillana nocturna.

Alzaba un brazo y bajaba otro; doblaba las muñecas y extendía los dedos. La guitarra flamenca le marcaba un paso hacia adelante y otros hacia atrás; mientras las palmas y las castañuelas recogían su cintura en un sensual abrazo.

Un silencio en la canción y la muchacha se detuvo. Cerró los ojos, espléndida, y retomó la marcha un segundo después, meneándose como una cálida brisa, como una ola espumosa de energía; mientras la melodía flamenca la aplaudía y la engalanaba con sus sones, con sus requiebros, que aunque tristes, enamoraban.

Me apoyé contra una pared del local, perturbado por la máxima manifestación de arte y belleza que podía soportar mi mente. Casi habría muerto de osadía por querer contemplar lo que debía estar prohibido para los mortales. Pero resistí como un héroe empedernido, mientras la sevillana seguía lloviendo por los altavoces, y la muchacha se mojaba bajo la cadenciosa música.

No te vayas todavía,
no te vayas por favor.
No te vayas todavía
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.

Olé. Su cuerpo se deslizaba como un suspiro y su aroma de niña se dilataba junto a una música de ensueño. Echó la cabeza hacía atrás y se puso de puntillas, aguantando en el pecho el silencio oportuno de la canción; para luego caer sobre sus livianos tobillos y proseguir aquella marcha de ensueño.

Rompía con sus brazos el aire y con las manos extendía esplendor. Se agarraba el borde inferior de la chaqueta y lo alzaba simulando un vestido de volantes. Vertiginosa e intensa como esa estrella fugaz que se escapaba de las emociones mundanas. Paso, atrás, arriba, niña quieta que vuelve y se revuelve en su propio aplauso.

Entonces derramé una lágrima. Luego esbocé una sonrisa. Lágrima por el dolor de la canción y sonrisa por la hermosura de aquella danzarina y serafín, de aquel sueño real en una noche tormentosa, perdido en la plena casualidad del destino. No hay mayor arte que aquel que aúna sentimientos.

Algo revivió en mi alma cuando a aquella niña vi bailar.

Salí apresurado del club con la imagen de aquel cabello rojo agitándose entre luces de nieve; corrí lejos de mis amigos, lejos de mi propia sombra y muy cerca de la musa que agonizaba sin una pluma con la que saciarse.

De este modo llegué a casa, abrí el tintero y escribí estas líneas.

Iraultza Askerria