Por las mañanas, cuando llegaba a la oficina, acostumbraba a tomarme un café con mucho azúcar. Disponíamos de una máquina en recepción, que ofrecía varios tipos de infusiones y bebidas de chocolate. Siempre había pensado que el electrodoméstico despachaba en realidad veneno de matarratas, porque el sabor agrio e insípido de la bebida tenía poco que ver con el café. Pero, visto de otro punto, no teníamos otra cosa en la oficina; y por las mañanas, siempre apetecía una bebida caliente.
En esto estaba: apoyado contra la máquina de recepción mientras mantenía una conversación insustancial con la secretaría. Llevábamos hablando casi cinco minutos, lo cual era todo un récord teniendo en cuenta que el diálogo aún no había sido interrumpido por el teléfono o por el timbre de la entrada.En aquel instante, Olga apareció en recepción. Me saludó con la cabeza y se encaminó directa a la impresora, ese engendro tan amigo de los escritores y enemigo de la naturaleza. Olga era una chica que no llegaba a los veinticinco años. Tenía una piernas largas y un culo de vértigo, siempre ataviado con un vaquero ceñido que hacía refulgir sus curvas de mujer. Se paseaba por la oficina como una modelo, siempre con la cabeza alta, la mirada orgullosa y el ego resguardado en sugerentes escotes. Resultaba excitante verla tan segura de su cuerpo perfecto, tan atractiva. Resultaba excitante respirar su aroma de seguridad y prepotencia. Resultaba excitante imaginar cuál sería el perfume de su húmedo sexo. Pero, desgraciadamente, resultaba patético saber que no tendría nada de excitante dentro de diez años, cuando las arrugas, las ojeras y la grasa localizada comenzasen a mellar su esbelta figura.
Aparté mi mirada de la joven mientras ésta manipulaba un cúmulo de papeles, y volví a centrarme en la conversación que mantenía con la secretaría. Pero el diálogo finalizó un instante después, cuando el teléfono comenzó a llamar la atención de la recepcionista.
Justo entonces, alguien entró en la oficina, abriendo la puerta con su tarjeta electrónica. Se trataba de Eva, otra joven de físico extraordinario, pero caracterizada por un genio fuerte, simpático y suspicaz.
—Buenos días —saludó Eva, con amabilidad.
—Hola —devolví el saludo, escrutándola con mis ojos de cuervo.
Había venido sorprendentemente arreglada. El caballo le caía como una cascada de rizos por los hombros, y resplandecía gracias al uso de alguna laca de fijación. Los ojos estaban adornados por una combinación de sombras azules y negras, y el rímel alargaba sus pestañas y las mantenía húmedas y brillantes. Sus pómulos estaban tersos y coloreados levemente. Vestía una chaqueta negra que se estrechaba en la cintura y una falda vaquera que dejaba entrever sus piernas desnudas. Todo esto se completaba con unas botas altas de cuero. Sinceramente, estaba buenísima.
Entonces, Olga volvía de la impresora con varios folios imprimidos, siempre con su caminar divino y egolátrico. Se detuvo de súbito al ver a Eva.
—Vaya, ¡qué guapa has venido hoy! —lisonjeó Olga, examinando a su compañera de arriba abajo mientras yo las analizaba a las dos.
—Gracias —respondió Eva con una sonrisa, y en sus ojos maquillados pude ver el verdadero significado de aquel agradecimiento.
Posteriormente, las dos jóvenes desaparecieron en el interior de la oficina, charlando entre ellas.
Yo seguía apoyado en la máquina de café, con un pequeño vaso en la mano. Ya estaba frío, tan frío como mi corazón al ver aquel numerito de alabanzas y agradecimientos.
Ni Olga ni Eva habían sido sinceras en sus palabras. Pero en sus ojos, profundos pozos de sinceridad, pude discernir el verdadero significado de sus frases:
“Esa perra está más buena que yo”, había pensado Olga.
“Esa zorra quiere algo”, había pronosticado Eva.
Ninguna de las dos se equivocaba.
Iraultza Askerria