Cuando a una joven ves bailar

Bien entrada la madrugada, la música aún sonaba en el interior del club, cuya estancia subterránea parecía ajena a lo que sucedía en las afueras. En el exterior, el frío hería los sentimientos del ser humano y cuajaba su piel frágil y macilenta, mientras la lluvia amortiguaba los gritos del cielo sobre sus cabellos de polvo. Nada hacía apetecible salir a la penumbra de la noche.

Pero en el interior del club, todo era más agradable, ameno y acogedor. Las luces de colores iluminaban los corazones joviales. La pista de baile estaba inundada por los cuerpos de mis amigos, y algún que otro bailarín espontaneo más. Era tarde, y la mayoría de la gente había abandonado ya el local, por lo que se podría decir que sólo quedábamos nosotros.

La música sonaba vespertina por los altavoces ubicados en las alturas. Descendían los sonidos agudos al ritmo de los timbales sintetizados, marcando el paso, el giro y el movimiento de cintura; ese movimiento tan enloquecedor en la pelvis de las muchachas de veinte añitos. Había en la pista varias jóvenes que se abrazaban a la melodía y se dejaban arrastrar por la misma, mientras sus cuerpos se contoneaban como un rayo de luna envuelto en el fuego del sol.

Me sentía igualmente sofocado por la popular canción, tantas veces escuchada en radios y emisoras, que en aquel instante resonaba por toda la estancia. La voz masculina invitaba al movimiento más lujurioso y el teclado solista marcaba los intervalos entre las bruscas vueltas y los pasos acompasados y firmes. Incluso yo, tan poco dado a la expresión corporal del arte, podía desquiciarme en la locura de la música festiva, haciendo que mis extremidades se meneasen como un apéndice del cadencioso tambor.

Pero la madrugada se acercaba ya al irremediable despertar y el club nocturno estaba prácticamente vacío. Solo los soñolientos camareros, mi cuadrilla de amigos y algún que otro espíritu danzarín paseaban al ritmo de la moribunda música.

Cuando la canción terminó, los focos que habían permanecido apagados cobraron vida en forma de blancos rayos, y las luces de colores quedaron muertas en la oscuridad más aburrida. La luminosidad nos cegó unos breves instantes para despertar poco después ante una realidad poco excitante: era momento de volver a casa.

La gente comenzó a recoger sus chaquetas y abrigos, mientras algún rezagado corría hacia el aseo a liberar la vejiga. Entre tanto, los camareros habían abandonado la barra del bar para recoger los recipientes desperdigados a lo largo y ancho del local. Los altavoces entonaban suavemente canciones tranquilas, a un volumen casi inapreciable.

A los pocos minutos, estábamos a punto de abandonar el local y varios compañeros empezaban a subir las escaleras que conducían hacia la salida. Pero justamente entonces, una canción comenzó a sonar en el ambiente, rasgada y melancólica. Me quedé clavado junto a la pista de baile, escuchando una sevillana de pura tradición; una sevillana que guardaba el ritmo más nostálgico del flamenco.

Sangre Flamenca

Entonces me volví hacia la pista de baile, parecido a un desierto, a un vacío. Pero en el centro, un oasis lozano y vigoroso se movía; único, inalcanzable y solitario. Se trataba de una muchacha, una muchacha de veinte primaveras.

Pelirroja, de ojos dulces, carita pálida y generosas caderas; todo ello ataviado con una chaqueta verde y unas sencillas zapatillas negras. Me pareció el último ángel del mundo, tan sola como estaba en el centro de la pista, danzando bajo la inspiración de aquella sevillana nocturna.

Alzaba un brazo y bajaba otro; doblaba las muñecas y extendía los dedos. La guitarra flamenca le marcaba un paso hacia adelante y otros hacia atrás; mientras las palmas y las castañuelas recogían su cintura en un sensual abrazo.

Un silencio en la canción y la muchacha se detuvo. Cerró los ojos, espléndida, y retomó la marcha un segundo después, meneándose como una cálida brisa, como una ola espumosa de energía; mientras la melodía flamenca la aplaudía y la engalanaba con sus sones, con sus requiebros, que aunque tristes, enamoraban.

Me apoyé contra una pared del local, perturbado por la máxima manifestación de arte y belleza que podía soportar mi mente. Casi habría muerto de osadía por querer contemplar lo que debía estar prohibido para los mortales. Pero resistí como un héroe empedernido, mientras la sevillana seguía lloviendo por los altavoces, y la muchacha se mojaba bajo la cadenciosa música.

No te vayas todavía,
no te vayas por favor.
No te vayas todavía
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.

Olé. Su cuerpo se deslizaba como un suspiro y su aroma de niña se dilataba junto a una música de ensueño. Echó la cabeza hacía atrás y se puso de puntillas, aguantando en el pecho el silencio oportuno de la canción; para luego caer sobre sus livianos tobillos y proseguir aquella marcha de ensueño.

Rompía con sus brazos el aire y con las manos extendía esplendor. Se agarraba el borde inferior de la chaqueta y lo alzaba simulando un vestido de volantes. Vertiginosa e intensa como esa estrella fugaz que se escapaba de las emociones mundanas. Paso, atrás, arriba, niña quieta que vuelve y se revuelve en su propio aplauso.

Entonces derramé una lágrima. Luego esbocé una sonrisa. Lágrima por el dolor de la canción y sonrisa por la hermosura de aquella danzarina y serafín, de aquel sueño real en una noche tormentosa, perdido en la plena casualidad del destino. No hay mayor arte que aquel que aúna sentimientos.

Algo revivió en mi alma cuando a aquella niña vi bailar.

Salí apresurado del club con la imagen de aquel cabello rojo agitándose entre luces de nieve; corrí lejos de mis amigos, lejos de mi propia sombra y muy cerca de la musa que agonizaba sin una pluma con la que saciarse.

De este modo llegué a casa, abrí el tintero y escribí estas líneas.

Iraultza Askerria

Las musas ardientes

Foc de Sant Joan - . SantiMB .
Era todo tan sensual que muy pronto me dejé avasallar por la confianza que me ofrecía aquel placer.

En el techo, las luces caían heterogéneamente sin seguir un curso definido, iluminando aquella o esta esquina, pero nunca todas. El salón, aterciopelado en tapices y frondosas alfombras, recibía los luminosos besos entre sus hilos rojizos como bocas de seda que todo lo tragan.
Seguí desorientado en el gozo interior, con la voluntad extasiada. Me deslizaba bajo la luz del salón y sobre las alfombras rojas como un deportista de patinaje artístico. Medalla de oro.

A mi alrededor, ardientes bailarinas rodeaban mis ebrios paseos, ciñéndome con sus extremidades abiertas. Sentía su húmedo aliento pegado a mi rostro encantado, y labios femeninos fundirse en el aire de mis latidos aquí y allá. Ellas danzaban a mi alrededor como musas insaciables, buscando en mi alma los resquicios por donde excitar mi inspiración.

La temperatura aumentaba por momentos y los gemidos femeninos pronto se transformaron en cálido vapor. El vaho fundía mis sudorosas ropas con el descaro, y pronto, muy pronto, me vi desnudo ante aquellas musas ardientes.

Alrededor de mis sentidos embrujados, todo el salón era de un rojo volcán donde hembras de arena zarandeaban su tibia hermosura. No había más color que el del fuego en aquellos cuerpitos infernales que quemaban por dentro. Y cuánto me gustaba, ¡ay, cuánto me gustaba!

El olor almizclado de sus senos comenzaba a enloquecerme. Las magdalenas se abatían sobre mis labios como frutos tropicales. Era demasiada exquisitez para un mortal como yo. Pero invocar a Apolo tenía sus consecuencias, y es que las musas no cesarían hasta dejarme seco.

Me tumbaron sobre las alfombras rojas. Mientras una tañía el vello de mi cuerpo exhalando canciones, otra se acuclillaba muy cerca de mi labio para narrarme amores. A un lado, otra musa me comentaba la historia de cómo había perdido la virginidad. Una cuarta bronceaba mi piel mientras pronunciaba un salmo caritativo y otra lloraba sobre mi pecho por el placer de verme tan feliz. Mientras la sexta aún persistía en sus eróticos bailes sobre mi mirada, otra musa me hacía reír con sus sugerencias. La penúltima se había arrodillado detrás de mí y exhibía ante mis ojos la universalidad de los pendientes astrales. Y la última, la última de las musas me estaba demostrando que era la flautista más encomiable de las nueve.

La inspiración adquiría esbozos de agonía, con aquellas nueve musas disputándose el trofeo de mi virilidad. Los tapices y las alfombras parecían lava sólida. La luz había tomado los impulsos de una llamarada. La temperatura aumentaba y aumentaba, al igual que el sudor de diez cuerpos desnudos vibrando entre gemidos de placer.

Solo cuando llegué a la culminación, pude sentir el dolor. Mis nueve musas se deslizaron como ceniza entre mis manos, cayendo como cera sobre mi piel. Se habían calcinado a merced de la inspiración ardiente, al igual que la seda roja del salón, ahora transformada en una ingente llamarada, aniquiladora de las eróticas musas de mi imaginación.

Ahora, me tocaba a mí rendir homenaje a la condena.

Pronto las llamas me consumieron.

Iraultza Askerria