Un grito en pos del viento

yell - {author}Gritó. Fuerte. Tanto que el último latido de su corazón se le escapó por la garganta. Cayó al suelo, de rodillas y apoyado en sus débiles brazos. La arena del desierto se introdujo bajo sus uñas y el sol derritió las gotas de su frente ardorosa. Las lágrimas fluyeron por sus ojos y la última exhalación de su ruego se agotó tras el viento. Habían arrasado sus campos, incendiado su casa, violado a su mujer y matado a sus hijos. Y lo única que podía hacer, gritar, no le servía de nada.

Iraultza Askerria

El asesinato

Su rostro estaba totalmente destrozado. Más que a un ser humano, sus facciones se asemejaban a las de una serpiente de coral, con su cuerpo ribeteado con los matices níveos del polvo y rematado con la áspera sensación coagulada de la sangre. Carecía de nariz, puesto que la prominencia carnosa había sido reducida a un insignificante segmento agudo de cartílago y piel. Además, su lengua tenía la forma de un músculo bífido debido a que el ingente dolor le había obligado a mordérsela en varias ocasiones. Por suerte para él, y gracias a que había perdido varias piezas dentales durante la tortura, aún le quedaba lengua suficiente para gritar de dolor.

Su asesino, implacable y cruel, se detuvo frente al moribundo. Le oprimió la muñeca con la suela del calzado, y con la guitarra, le golpeó delicadamente la mejilla para que volviera el rostro hacia él.

Contempló su mirada, o al menos, intentó contemplarla entre la infernal oscuridad de las horas nocturnas. Los párpados estaban todavía abiertos, pero el brillo de las pupilas se hundía en aquel abismo rojo. Las gotas de sangre y las gotas saladas de las lágrimas anegaban los dos globos oculares como los infinitos nubarrones del ocaso que, en tardes tormentosas, colmaban cada espacio azul del firmamento.

En definitiva, toda la vida que podía brillar en sus ojos, estaba oculta por el dolor de la sangre y el pesar del llanto. Sus segundos estaban contados, deslizándose ante aquella atormentada mente con una lentitud agónica. Ni siquiera sus débiles gemidos podían empujar el tiempo hacia la deseada muerte.

El único que gozaba de tal don o acaso maldición de matar era el asesino, quien se deleitaba perversamente de la angustia de la víctima. Al final, exhausto de una película monótona que sólo contenía los mismos ríos de sangre y las mismas lástimas lacrimosas, alzó la guitarra por el mástil y le partió el cuello con un golpe súbito.

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria