La huella solitaria

Cuando el día se acaba - José Luis Mieza

En la blanca arena encontré una huella solitaria. Estaba en el centro de la playa, resguardada entre dos piedras que la habían protegido del impetuoso oleaje. Pura como una luna desamparada del firmamento, ausente como un latido de amor no correspondido.

Me sentí tentado ante esa huella solitaria, única. Parecía inamovible en medio de la playa, como si siempre hubiera estado allí. Las hermanas que debieron haber seguido sus pasos habían desaparecido de la arena tiempo atrás. Sólo quedaba ella: la huella solitaria.

Salvé las dos rocas y me arrodillé frente al pálido vestigio. Tenía forma de pie femenino, un treinta seis extendido perfectamente, con los dedos esbeltos y delgados y el talón enhiesto y orgulloso.

Me pregunté cómo serían las piernas de aquella desconocida, cómo sus nalgas, cómo su vientre, cómo sus pechos y cómo su cuello, cómo el rostro alzado sobre unos pies tan perfectos.

Concebí su figura en mi mente, ilusoria, imaginaria, una mentira que falsificaba la representación de la realidad. Tenía la urgencia de verla, de conocerla, de observar a la creadora de aquella huella en la arena, de aquel pie colgado de los cielos.

Así perseveré durante años: guardando la huella entre las rocas, paseando por la playa, buscando y midiendo el tobillo de cada muchacha que pasaba junto a mí. Pero no encontré a mi desconocida, nunca apareció.

Y de su existencia únicamente perduró una huella solitaria, como la sombra de un amor platónico.

Iraultza Askerria

Ojos teñidos de lágrimas

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Ojos teñidos de lágrimas me observaron durante la noche helada.

Tú estabas acurrucada bajo un soportal, con las manos vistiéndote el rostro y los gemidos de tu voz envolviendo acompasadamente el perfil de tu figura. Menudo, como un arbolillo silvestre, se me aparecía tu cuerpo; frágil como un deseo de porcelana que se rompe cuando llega a cumplirse.

Así de inestable, insegura e inconsolable surgiste en mi vida. Me acerqué a tu público escondite, me arrodillé ante ti como un vasallo y te pregunté si te podía ayudar. Naturalmente, entre argumentos generosos y explicaciones inciertas, declinaste mi ofrecimiento. Querías estar sola con tu soledad; alguien te había hecho daño y nadie podía apaciguar tu dolor.

En esta circunstancia, me acomodé a tu lado, en silencio, y me convertí en una sombra invisible, en una invisible fortaleza, en una fortaleza impenetrable y en una impenetrable alegoría del príncipe azul. Siempre en silencio.

No tenía intención de abandonarte en tu dolor. Aquellos ojos teñidos de lágrimas eran demasiado bonitos como para olvidarlos. Quería verlos felices antes de morirme.

De esta guisa, transcurrí horas a tu lado: mudo, como otra sombra de la noche. En ningún momento me miraste. Pasadas las horas, pensé que te habías olvidado de mi presencia, pero mucho tiempo después, me preguntaste cómo me llamaba.

Habías dejado de llorar. Y sonreías.

Han pasado muchos años, y aún hoy recordamos aquella noche, riéndonos dichosos.

Ya es hora de que el mundo sepa cómo nos conocimos.

Iraultza Askerria