La última noche

Estábamos sentados en el coche. En los asientos de atrás. Ni yo era Danny Zuko ni mi vehículo un descapotable. Tú podrías haber sido cualquier mujer hermosa, desde Cleopatra hasta Marilyn Monroe. En la radio se escuchaba un agradable y añejo rock’n’roll de los años setenta. Tampoco era yo un Elvis, pero podría cantarte al oído todas sus canciones…, despacio, mientras te mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Eso te gustaba. Lo sé.

Coche

Tus piernas se abrieron ante mí. La desnudez les sentaba mejor que una minifalda roja. Y a tus pechos, pálidos como estrellas, nada se ajustaba tan bien como mis manos desnudas.

Escuché un gemido y luego otro. Ni el más virtuoso solo de guitarra habría podido sobrepasar los decibelios de tu voz. Las vertiginosas notas sabían a aire sazonado de miel. Así me lo constataron tus besos.

El sudor femenino de tu cuerpo se derramó sobre los asientos tapizados. Tu perfume de rosas aún los impregna. En tus ojos, cerrados por el agónico orgasmo, los míos se anclaban derribándote entre besos. Noté un fuerte latido en mi mano. Tu corazón se aceleró. El placer te desbordaba, te sobrepasaba. A mí me ocurría lo mismo. Me faltaban pocos segundos para llegar al apogeo. Tú ya lo habías alcanzado un par de veces. Lo notaba a raíz de la humedad de tus muslos.

Mi inconsciencia lanzó un gruñido, y toda mi energía se esfumó. Te abracé y respiré desde el canal de tus pechos, intentando robarte el aliento.

—Te quiero —me dijiste.

Y yo te respondí lo mismo.

Aquella fue la última vez que hicimos el amor. Si lo hubiera sabido, te habría robado un mísero cabello o, incluso, la ropa interior. Pero lo único que me quedaron fueron los recuerdos… y estas estúpidas palabras.

Iraultza Askerria

¡Contenido extra!

Las escenas sexuales ambientadas en un coche son un tema recurrente en mi prosa, tal y como el lector puede comprobar en la novela Sexo, drogas y violencia. Como apunte a esto, recuerdo episodios magníficos de estas características en las novelas de otros autores, como Las edades de Lulú, de Almudena Grandes.

Gracias por suscribirte al blog. Sólo por ser seguidor de esta bitácora, podrás leer este contenido extra.

El hombre, la montaña y el tesoro

From the cliff - Explore! - Mariano MantelVoy a relatar un breve cuento sobre un hombre honrado, una montaña infranqueable y el más sublime de los tesoros. Situaos mil años atrás y en un lugar tan cercano como el epicentro de vuestra localidad. En esa misma ubicación, pero hace ya diez siglos, se erguía una descomunal montaña donde comienza nuestra historia:

El hombre caminaba ladera arriba con un mapa bajo el brazo y una enorme pala a la espalda. Un sol sepulcral y un clima árido hacían insufrible su andar. El viento le estriaba la cara y los labios se le secaban al contacto con el aire. Aún era la primera hora de la mañana y ya el sol se mostraba lleno de poder y rabia, irradiando un calor demoledor que hubiese derretido el mismo desierto.

Por ello, y no queriendo morir abrasado, el hombre tenía que alcanzar la cima antes del mediodía y encontrar el emplazamiento exacto del tesoro y cogerlo y descender, raudo y veloz, la peligrosa montaña. Si lograba el cometido, se convertiría en uno de los hombres más poderosos de la Ínsula y Sancho, el rey, le nombraría conde o, incluso, marqués. Pero primero debía hallar el viejo tesoro.

Hizo un alto en el camino. El sudor le empapaba el rostro y le recorría todo el cuerpo. Se desvistió la camisa para colocársela en la cabeza y se refrescó racionalmente con el agua tibia de la cantimplora. No podía agotar sus provisiones de agua. Los manantiales y ríos que nacían en aquellas abrasadoras montañas expulsaban agua hirviendo.

Continuó avanzando por la montaña, sumido en el más completo bochorno, y una hora después llegó a la desolada cima. Una sonrisa se esbozó, codiciosa, en su rostro. Calculó la posición exacta del tesoro según el mapa y clavó la pala en la tierra. Empezó a excavar en las entrañas de aquel enorme monstruo terráqueo.

Pero a pesar de su entusiasmo, los minutos transcurrieron y el tesoro seguía sin aparecer. Continuó cavando hondo y profundo mientras el terrífico sol se acercaba a su punto culminante.

El hombre, ensimismado en su quehacer, se ató una cuerda alrededor de la cintura y amarró el otro extremo alrededor de una roca cercana. Asegurándose de esta forma que podría salir sin problemas del agujero, prosiguió excavando un metro tras otro.

Entonces, luego de haber abierto un túnel de seis metros de profundidad, la pala chocó contra algo metálico.

Lo había encontrado.

Era una caja de acero.

No le costó mucho abrirla. Las bisagras estaban oxidadas. Lo que vio le iluminó el rostro. Oro y más oro. Cientos de kilos de oro. Millones quizás. Lanzó un grito de triunfo. Era rico. Lo había conseguido.

Con el tesoro bajo el brazo, trepó por la cuerda. Pero cuando su mano alcanzó la superficie exterior, profirió un fuerte alarido. El fuego del sol le había calcinado los dedos. Se desplomó en el fondo del agujero con la mano abrasada. Mientras tanto, el tesoro y su contenido cayeron sobre él.

Lo que luego le sucedió al hombre honrado ya lo sabéis.

Iraultza Askerria

El bolígrafo silencioso

Starting to write - DAVID MELCHOR DIAZTenía un bolígrafo en la mano y la mente ahíta de tinta seca, tiesa, tísica. Las palabras quedaban inmóviles ante la frigidez de los pensamientos y el bolígrafo escuchaba en silencio voces que no decían nada. Frente al artilugio prosaico, el papel blanco temblaba de frío, desnudo, desamparado, sin versos que pudiesen abrigar su enfermiza palidez.

Maldita inspiración la de aquel poeta incapaz de reencontrarse con su musa y componer así un soneto que pudiera salvar a la humanidad de una muerte segura. Pero el destino era caprichoso como el amor de una quinceañera, y al igual que el platonismo adolescente, aquel literato fue incapaz de imprimir una poesía con su bolígrafo silente en su papel desprotegido.

Al poco tiempo, el bolígrafo se quedó tan seco como la mente del autor y él más pálido aún que la hoja blanca.

Iraultza Askerria

Mi libro

Under the tree - {author}
Eres el verso alado que recorre
la prosa entera sin punto final,
un cúmulo de libros vertical
que se eleva cual una vasta torre.
Que en tu tez de papel mi boca borre
cualquier arruga o huella lagrimal,
que no quiero más que escribirte tal
poema, cuento o son que te socorre.
Porque tu eres mi libro y poesía,
mi cuerpo celulosa y tinta oscura,
mi musa, risa, verso y escritura.
Pues yo antes de saber de ti escribía
tan solo un triste llanto de locura,
y ahora sé escribir literatura.

Iraultza Askerria

Un cuento de dragones y lagartijas – Érase una vez

The Dragon of Hell - {author}Érase una vez un dragón llamado Eigon.

Vivía solo en una montaña, sin ninguna compañía. Había abandonado su hogar natal en la Tierra de los Dragones porque los demás miembros de su raza se reían de él. Eigon era un dragón adulto y fuerte, pero a pesar de ello, aún no había aprendido a echar fuego por la boca. Y eso le avergonzaba tanto que se había exiliado voluntariamente. Desde entonces, Eigon había vivido muy lejos, en lo más hondo de una gigantesca montaña. Su única compañía eran las lágrimas.

Un día que Eigon estaba llorando en el fondo de su gruta, una pequeña lagartija se topó con él. La lagartija se detuvo para ver de cerca al dragón, intentando adivinar por qué lloraba. Las lágrimas que caían de sus enormes ojos dorados eran tan grandes como ella misma. Tuvo que andar con mucho cuidado para llegar hasta él.

—Hola, dragón. Dime, ¿por qué alguien tan poderoso y grande como tú está llorando? Tú no puedes tenerle miedo a nada.

Eigon no contestó. Escondió la cabeza entre las garras. No quería que nadie le viera llorar. Ni siquiera aquel diminuto reptil. La pequeña lagartija insistió:

—¿Cómo te llamas? Mi nombre es Tija. ¿Y el tuyo?

—Eigon —respondió el dragón, sin ganas de hablar.

—¿Eigon? ¡Me gusta! Cuéntame qué te pasa. Tal vez pueda ayudarte.

Al principio, Eigon no contestó. Se sonrojaba incluso ante aquel pequeño animal de larga cola, del tamaño de uno de sus dientes. Pero poco a poco, hizo frente a sus miedos. Y aún con lágrimas secas en sus resplandecientes pupilas, dijo:

—Estoy triste porque no sé echar fuego por la boca.

Tija lo miró sorprendida, no sabía muy bien qué intentaba decir.

—¿Y eso es malo?

—Soy el único de mi especie que no puede hacerlo. El único dragón. Soy una ofensa para mi raza.

Tija se quedó un instante pensativa. Luego añadió:

—Ahora entiendo por qué lloras tanto. Pero no te preocupes, creo que puedo ayudarte.

—¿De verdad? —exclamó Eigon, emocionado.

Ella lo miró, con una sonrisa:

—Sí, estoy segura.

Los dragones eran los seres más maravillosos del mundo. Eran hermosos y también fieros, pero siempre benévolos. De corazones orgullosos, pocas veces perdonaban a un malhechor o aceptaban en su clan a alguien que no fuera de su condición.

Y eso Eigon lo sabía muy bien.

Cuando conoció a la simpática Tija, nunca pensó que un animalito minúsculo y de voz estridente pudiese ayudarle a recuperar su honor. Seguía pensando lo mismo, pero no tenía nada que perder.

—¿A dónde vamos?

—A las casas de unos viejos amigos míos.

—¿Y esas casas están en unas montañas?

Eigon levantó la mirada. En lo alto de los montes, las cimas estaban nevadas. Por suerte para él, no tendrían que subir hasta arriba.

—Es aquí —indicó Tija.

—¡Impresionante! —exclamó Eigon.

Frente a ellos se alzaba la enorme entrada a una cueva. Las piedras habían sido esculpidas con habilidad. Las más altas se elevaban por encima de la cabeza del dragón. Era gigantesco. Si allí dentro vivía alguien, debía ser dos veces más grande que él.

—¿Quién vive aquí dentro? —preguntó Eigon, receloso.

—Tranquilo, no tengas miedo.

Y la lagartija se escabulló al interior de la caverna, rápidamente.

Eigon se lo pensó dos veces antes de entrar, pero luego no le quedó más remedio que hacerlo. En el interior, un túnel infinito iluminado por antorchas se abría paso hasta el corazón de la cordillera. Al final, llegaron a una enorme estancia que sujetaba mediante columnas de mármol el peso de las montañas. En la oscuridad, surgieron varias sombras, pequeñas y robustas, con el rostro oculto por tupidas barbas de varios años. Eran enanos, los habitantes más misteriosos de Gea.

Tija los saludó con alegría, volviéndose a reencontrar con viejos conocidos. Los anfitriones le dieron la bienvenida unánimemente. Pero ante el dragón se mostraron un tanto desconfiados. Cuando Tija les contó el grave problema de Eigon, los enanos estuvieron más que dispuestos a auxiliarle.

Durante siglos, las cavernas y las montañas más frías habían sido hogar de los hábiles enanos. Con sus magníficas dotes como arquitectos, escultores y mineros hacían de sus cavernosas moradas verdaderos palacios. Además, los enanos también eran excelentes herreros y sabios conocedores de la alquimia. Si alguien podía ayudar a Eigon a recuperar la fe en sí mismo, eran los enanos.

Los primeros días de convivencia fueron duros para el dragón. Necesitaba salir al exterior y volar por los cielos, pero allí dentro era imposible. Ni siquiera podía extender las alas y planear unos metros sobre el suelo.

Por suerte, tenía a la agradable Tija como compañera. Con ella entabló una profunda amistad.

Pasaron los días y los enanos enseñaron a Eigon los secretos del fuego. Al principio, y para desesperación del dragón, las lecciones iniciales eran pura teoría química, donde pautas sobre elementos naturales se confundían con la base científica. El dragón se aburría sobremanera, con tanta lección intelectual. Sin embargo, los sabios enanos le exigieron paciencia y serenidad. “Espera, y sabrás”, solían decir, constantemente.

Y así fue como, dos semanas después, Eigon comenzó a expulsar de su boca los primeros vapores; y luego de un mes ya podía exhalar largas llamaradas y bocanadas de humo. Los enanos y Tija se entusiasmaron y Eigon por primera vez en mucho tiempo, sintió que todo iba bien en su vida.

Días después los enanos mostraron su cara más triste cuando tuvieron que despedir a la pequeña Tija y al gran dragón. Luego de tanto tiempo de convivencia, tenían que regresar al mundo exterior. Pero gracias a la espesa barba que cubría los rostros de los enanos, ni Tija ni Eigon percibieron la pena que sentían sus anfitriones.

Ya en el exterior y bajo un horizonte donde el sol irradiaba toda su fuerza, Tija y Eigon tomaron rumbo hacia las Tierras de los Dragones, el hogar natal de Eigon. Tija decidió acompañarle, al menos un trecho del trayecto.

Esa noche, acamparon en un claro cercano a un río y Eigon pudo encender una hoguera con el fuego de su propia boca. Antes de dormirse, el dragón, entusiasmado por sus logros, estuvo contando historias de sus parientes y de lo maravillosa que era la tierra en la que vivían ellos y los famosos dragones blancos. Eigon no se dio cuenta, pero cuando terminó de narrar las leyendas draconianas y se acostó, Tija estaba melancólica.

Al día siguiente, el dragón se despertó tarde. Había tenido un sueño muy bonito donde el rey de los dragones le nombraba guardián de las Tierras de Fuego. Se dio la vuelta para contárselo inmediatamente a Tija.

Entonces se asustó.

La pequeña lagartija no aparecía por ningún sitio. Eigon se alzó sobre sus garras y echó a volar por encima del bosque. Escudriñó con ojos de lince cada arbusto y matorral en busca de su amiga, y finalmente, la encontró agazapada bajo una roca, junto al río.

El dragón descendió hasta allí.

Tija estaba llorando.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

Tija se sorprendió de ver al dragón, y al instante, ofendida, corrió a esconderse en el fondo de su escondrijo, donde Eigon no pudo verla.

—¡Vete! —sollozó ella—. No quiero que me veas llorar.

—¡Vamos, Tija! Sal de ahí. Tú me viste llorando y me ayudaste. Ahora me toca a mí ayudarte a ti.

—¡No!

Eigon sabía que sería incapaz de convencer a Tija con palabras, así que hizo uso de su descomunal fuerza y levantó la roca. La lagartija quedó a la vista del dragón.

Seguía llorando desconsolada.

—Dime, Tija. ¿Qué te ocurre?

—Mírame, Eigon. ¿Cómo soy?

—Pues… —dudó el dragón, desconcertado—. Eres muy bonita.

—¿Bonita? ¡Mírame bien! Soy minúscula, diminuta, pequeña. Quiero ser como tú. Grande, enorme, ¡y poder volar por el horizonte! Pero sólo soy una lagartija. Una pequeña lagartija. Quiero ser una dragona.

Y volvió a llorar, desilusionada.

—Escucha Tija, quizá podamos cumplir tus deseos. En la Tierra de los Dragones vive un poderoso mago que tiene fama de cumplir los anhelos de las personas bondadosas. Tal vez pueda convertirte en una dragona si lo deseas de verdad.

—¡En serio! ¿No estás bromeando? —preguntó Tija, esbozando una sonrisa.

—No, jamás te haría una broma de mal gusto. Vamos. Cuanto antes lleguemos a la Tierra de los Dragones, antes conocerás al famoso mago.

Y de esta forma, Eigon y Tija tomaron rumbo hacia una nueva aventura, buscando cumplir el sueño de nuestra simpática protagonista.

Iraultza Askerria

Una romántica película

butacas en Cinemateca - El NandoEstábamos sentados en las últimas butacas del cine. En la pantalla se proyectaba el último filme hollywoodense, protagonizado por dos recientes promesas de la industria: una joven y hermosa pareja con un vasto futuro interpretativo. Se trataba de la típica comedia romántica, ambientada en la modernidad y provista de una caracterización banal y previsible.

La proyección avanzaba por la hora y cuarto hasta la fatídica escena donde la pareja protagonista se distanciaba por un malentendido, una sutil mentira inofensiva o cualquier otra situación mil veces abordada.

En ese instante, mi novia, sentada a la izquierda, me cogió de la mano.

Ignoré el significado de aquel contacto que yo, inocente, lo tomé como una caricia. Si fuese la profecía de una ruptura de nuestra relación, rogué que después de la misma aconteciese la siempre prevista reconciliación que caracterizaba a los desenlaces de las comedias románticas.

Desgraciadamente, esas reconciliaciones solo ocurren en la ficción, tal y como pude comprobar unas semanas después.

Iraultza Askerria

El bastón

Múltiples Facetas - AndreaLa noche estaba cubierta por una fina neblina.

Un hombre fumaba un cigarrillo apoyado contra una farola. Su rostro estaba oscurecido por un sombrero. Unas frondosas patillas le cubrían verticalmente la cara, surgiendo como una plaga en aquella silueta tenebrosa. Vestía un esmoquin negro a juego con el sombrero y unos zapatos de charol, como los de un bailarín de claqué.

Tras una última calada, el desconocido tiró el cigarrillo al suelo. Lo aplastó con un largo bastón que aferraba con habilidad en la mano izquierda. Era de un metal negro, cuajado de estrías, con la cabeza engalanada por una esfera de oro. En la misma se habían engarzado dos pequeños diamantes, como ojos. La parte inferior del báculo quedaba rematada en una doble punta de acero. A pesar de su extravagancia, aquel artilugio era toda una obra de arte y misterio.

El desconocido se enderezó y comenzó a caminar por la calle desierta. A cada paso que daba, se ayudaba del bastón negro, aunque ciertamente no parecía necesitarlo: su figura lucía un cuerpo atlético y saludable. Aun así, el bastón semejaba su tercera pierna, un objeto prácticamente unido a su cuerpo mortal.

Las dos puntas del báculo repiqueteaban sobre las baldosas de la acera, penetrándolas en lo más profundo de sus resquicios, casi con un ímpetu sádico. El desconocido movía el bastón como una extensión de su mano, como una prolongación de su alma y corazón. En ningún momento lo soltaba, agarrándolo justo por debajo de la cabeza dorada.

Al final de la calle, apareció el continente de una joven mujer. Caminaba cabizbaja y en silencio, embutida en un abrigo de piel y con las manos incrustadas en los bolsillos. No se había percatado del desconocido, pero este, al igual que los ojos diamantinos de su bastón, la habían descubierto entre la plena oscuridad.

Cuando ella pasó junto a él, el hombre extendió el báculo horizontalmente. La mujer se vio obligada a detenerse para no chocar contra el objeto. La joven levantó la mirada al instante, tan sorprendida como asustada. Pero los ojos del desconocido no lanzaban ninguna amenaza, solo una inexplicable fortaleza de control y serenidad.

—No me mires a mí —indicó el desconocido—. Míralo a él…

El hombre alzó la vara hasta colocarla frente al rostro de la mujer. La cabeza del bastón con sus diamantes engarzados, atrapó la conciencia de la chica casi al instante, como un hechizo. Ella quedó cautivada por aquel resplandor diamantino. Sus pupilas se habían dilatado hasta cubrir toda la esclerótica.

—Ahora síguenos —pidió el desconocido.

Comenzó a andar por la calle y la muchacha lo siguió.

La noche era fría y tal vez por eso el hombre se desvistió la chaqueta negra para colocarla suavemente sobre la espalda de la joven.

—No conviene que te enfríes —añadió él—. El calor es vital.

Ella no contestó y no dijo nada en el resto del trayecto. Se dio cuenta, aterrada, de que era incapaz de hablar. De repente se había quedado muda. Cualquier persona hubiese querido escapar de la presencia de aquel extraño, pero la muchacha era incapaz de separarse de su porte sobrenatural, tan misterioso como lo eterno. Además, estaba ese bastón, hipnotizador. Sin recapacitarlo mucho, se abrazó a su cuerpo.

Él la rodeó por la cintura.

—Tranquila, ya estamos llegando.

Atravesaron las veredas de un amplio parque, siempre bajo el ritmo parsimonioso que marcaba el bastón. Alcanzaron luego un terreno amurallado y flanqueado por varias filas de abetos. En el interior de la cerca, se erigía un palacio de fachada blanca, con balcones barrocos y una enorme cúpula como techumbre. Todas las ventanas brillaban con un color rojizo, similar al de los diamantinos ojos del bastón.

—Estamos en casa —informó el hombre—. Sujeta un momento.

Entregó a la muchacha el bastón mientras él buscaba las llaves en el bolsillo. La joven, al tomar el objeto, lo sintió liviano, cálido y suave, como un suspiro de amor, como un juguete delicioso. Sorprendida por ello intentó identificar el material estriado que lo componía, pero entonces el hombre se lo arrebató violentamente.

La puerta estaba abierta.

—Pasa.

La muchacha asintió, pero antes de traspasar el umbral, el hombre la cogió de la mano. La chica soltó un respingo entonces, horrorizada. Su piel estaba fría y áspera como el hierro, acaso muerta. No obstante, no pudo pensar mucho en ello ni tampoco escapar de la influencia de aquel desconocido. Del interior del palacio, surgían unas voces femeninas, agónicas y atormentadas. Parecían hienas con voz de mujer muriéndose de hambre. El hombre irrumpió en el edificio arrastrando con fuerza a la muchacha.

Al entrar, la joven se encontró con una decoración pomposa donde predominaban tapices y alfombras de color rojo e incrustaciones de rubí en el techo y los muros. El vestíbulo estaba adornado con varios muebles de madera de pino. No había puertas, aunque sí pasillos que conducían a una u otra habitación. En el centro, una amplia escalinata acolchada en seda carmín ascendía a los restantes pisos.

En uno de los escalones había dos mujeres gimiendo enloquecidas. Cuando vieron entrar al hombre, se lanzaron rápidamente hacia él. De un salto, alargaron la mano hacia el bastón como si les fuera la vida en ello.

—¡Basta! —exclamó él, visiblemente enfurecido.

Azotó con la vara a una de ellas, que protestó con un gemido. La otra, prudente, se alejó arrastrándose por el vestíbulo.

—Reunid a las otras en el salón principal —ordenó a las dos mujeres que desaparecieron poco después por las escaleras. Después se volvió hacia su nueva inquilina—. Sígueme.

La muchacha estaba petrificada por el pánico, pero nada podía hacer salvo mirar con ojos espantados lo que ocurría a su alrededor. El anfitrión la tomó del codo y la ayudó a ascender la larga escalinata.

Cuanto más subían, más voces femeninas llegaban a los oídos de la joven. Algunas sonaban alarmadas; otras, visiblemente excitadas. No emitían ninguna palabra ininteligible. Parecían meros susurros, súplicas o clamores de euforia. Resultaba casi exasperante.

El hombre se detuvo en el rellano, alzó el bastón en lo alto y lo dejó caer terriblemente sobre el suelo. Al instante, las voces femíneas se apagaron por completo.

Después, condujo a la muchacha a un amplio salón adornado con sofás, sillas tapizadas y una vasta cama acolchada de rojo. En la estancia había al menos una docena de mujeres de edades diversas y fisonomías dispares. Las había rubias, pelirrojas y morenas; ataviadas con vaporosos vestidos de volantes o con cómodos pijamas de algodón. Pero todas ellas compartían un mismo sentimiento fanático. Cuando vieron entrar al hombre, bajaron la mirada hacia el bastón y gritaron hechizadas por su presencia.

—¡Desnudaos! —ordenó el anfitrión.

Nadie osó desobedecer la orden.

Seguidamente, condujo a la muchacha al interior del salón, directamente hacia la cama ubicada en el centro de la estancia. Se tumbó en la colcha cuan largo era, se quitó el sombrero y arrastró consigo a la muchacha. Esta cayó a su lado, entre él y el bastón. No pudo evitar contemplar directamente los ojos diamantinos de aquel báculo.

—Bien —dijo el hombre—. Ahora vas a desnudarme. Empieza por arriba.

Ella asintió sin alejar la mirada del bastón. Vio como el hombre lo arrojaba lejos, casi con desprecio. El objeto cayó entre aquella muchedumbre de mujeres desequilibradas, que comenzaron a disputarse la reliquia entre amenazas y arañazos. Pero al final, todas quedaron satisfechas al poder tocar el bastón, aunque fuera durante unos pocos segundos. Entre gemidos y chillidos desconsolados, comenzaron a desnudarse.

La muchacha no olvidó la orden que el anfitrión le había dado. Pasó los dedos entre los resquicios de su camisa, mientras la desabotonaba. Se percató de que el hombre tenía los ojos cerrados y respiraba entrecortadamente, disfrutando del contacto femenino. La joven le despojó de la prenda un instante después y quedó revelado un busto pálido como la luna, sin un ápice de vello capilar y con los músculos definidos y fuertes como una lámina de acero.

—Bien, ahora sigue con los zapatos. Luego el pantalón —exigió el hombre, alternando las palabras con leves suspiros de deleite. Estaba extasiado—. Después, termina el trabajo.

La joven movió la cabeza de arriba abajo, aprobadora. Se giró para enfrentarse al nuevo quehacer y tropezó con una imagen que no esperaba.

En un lado del salón, las mujeres yacían desparramadas en el suelo, sobre el cúmulo de ropa que anteriormente las había ataviado. Estaban completamente desnudas, exhibiendo sin tapujos la piel bronceada o marmórea, los brazos esbeltos o lánguidos, los pechos firmes o descomunales. Habían formado un círculo alrededor del bastón, y una de ellas se había embutido la cabeza dorada entre las ingles, mientras otra introducía y extraía de la vagina de la compañera aquel preciado objeto, siempre con movimientos delicados y rítmicos. Las demás estaban arrodilladas ante la larga vara, cubriéndola de besos o caricias, al tiempo que se masturbaban solas o con la mano amiga.

Entre tanto, la muchacha no había desestimado la tarea que le había sido encomendada. Sin dejar de contemplar la orgía de las mujeres y escuchando los jadeos de su señor, le despojó del calzado y de los pantalones. Sólo le quedaba una última prenda, antes de poder alzar entre sus manos el trofeo final.

Al volverse hacia el hombre y arrancarle la ropa interior con un agresivo movimiento, se quedó petrificada.

No tenía pene.

Al comprenderlo todo, la muchacha enloqueció con un estruendoso alarido de furia. Saltó de la cama y se lanzó sobre las demás mujeres delirantes.

Sólo cuando pudo tocar el bastón con un triunfal jadeo, se sintió complacida.

Iraultza Askerria

El Tempranillo

El alba había roto en la serranía de aquel siglo diecinueve. Los rayos rosados se abatían incansablemente sobre los arbustos y el suelo terroso y amarillento. La luz, bienvenida, iluminaba el boscaje, las llanuras, las pendientes rocosas y las sendas que intentaban circunnavegar la cordillera. Todo parecía despertar como una mañana más en el vertiginoso paseo de la vida.

Por uno de los caminos transitaba un arriero. Tenía el rostro pálido, enjuto y curtido de arrugas, como un pan remojado que pierde su corteza hasta convertirse en una endeble miga. Sus brazos parecían dos fibras de lana, y su torso una rama más que un tronco. Era una especie de delgada quimera azotada por el tacto de la brisa. Su andar temblaba por el hambre y la fatiga.

Tras el arriero, andaba un escuálido burrito. Acarreaba en su lomo varias pellejas de vinagre, además de muchos y trabajados años. La vejez se hacía patente en sus ojos entornados y en sus crines canosas. Podría haber desfallecido en cualquier momento. No obstante, al igual que su amo, resistía los envites de la fatiga.

El tempranilloSu misión era tan sencilla como alcanzar el pueblo cercano, despachar en el mercado las pellejas de vinagre, aprovisionarse con harina, trigo y leche y regresar a su morada con los alimentos. Allí le aguardaban su esposa y su hambrienta y numerosa prole. Un cometido que cualquier labriego y caballo habrían logrado rauda y eficazmente, pero que se antojaba harto difícil para un arriero pobre como aquel y su desdichado burrito.

En esto estaban los dos, la bestia y el hombre, cuando el arriero se detuvo de improviso. Se sintió amenazado por algo, acechado por un cazador, perseguido por un demonio. Alzó la mirada hacia la loma que se erguía frente a la vereda. Entonces lo vio: un jinete apostado en la ladera, desde donde oteaba y controlaba las sendas de la serranía. Su figura era imponente.

El arriero hizo un alto en el camino para contemplar al intruso. A pesar de que se encontraba a medio kilómetro estaba seguro de que le había descubierto. En las inmediaciones no había nadie más: ni agricultores ni ganaderos ni cualquier vestigio de civilización. Si se trataba de un bandolero no tendría con que defenderse. Aunque pensándolo bien, tampoco tenía mucho que proteger.

Con esta premisa, el arriero prosiguió la marcha. La pausa le había servido al burrito para recuperar el huelgo. Los dos continuaron la larga caminata más atentos al lejano jinete que al abrupto recorrido.

Un instante después, cuando el arriero alzó la vista hacia la cordillera en busca del intruso, este había desaparecido. Se asustó y aceleró el paso, por miedo a que el bandolero apareciese de improviso a sus espaldas. No obstante, sabía a ciencia cierta que no podría escapar. No tenía fuerzas para correr, ni él ni su burrito.

El arriero tiraba del animal con fuerza, pero el pobre cuadrúpedo no podía dar más de sí. Estaba agotado, casi desfallecido. Su amo sufría el mismo destino. El sol matutino comenzaba a evaporar su vitalidad. Pero por su familia debía continuar.

Y de improviso escuchó un relincho, y acto seguido, una sombra apareció ante él, al pie del camino.

Tanto el arriero como el burrito se detuvieron en seco. Unos metros más adelante, sobre la senda pedregosa y desnivelada, se erguía el jinete. Había descendido las lomas hasta presentarse en el camino. Frente a frente con el arriero y su burrito.

El intruso montaba un caballo blanco, formidable y joven, que por poco no mató al burrito de pura e insana envidia. Se encontraba a poco menos de dos metros del arriero y su presencia resultaba tan imponente como ejemplar. El jinete, con sus ojos penetrantes de ave rapaz y sus labios cerrados en un hermetismo henchido de seguridad, parecía un soldado enviado de Dios o un asesino despachado por el Diablo. Un poder descomunal, una firmeza sobrenatural destilaba de sus ojos grises.

El arriero, sudando terror, observó como el jinete se apeaba de su montura y se acercaba a él. No medía más de metro y medio. Pero aún así, sus ojos, sus temibles ojos hubieran doblegado al rey más eminente.

—¿Qu… qu… qué quieres? —tartamudeó el arriero, reculando un paso.

El intruso se detuvo. No avanzó más. Miró fijamente a su interlocutor y le preguntó:

—No temas. Aunque digan de mí que soy un bandolero, no voy a robarte. Dime, ¿a dónde vas con ese burro que se tambalea a cada paso?

—Al pueblo. Es la única bestia de carga que tengo, y con ella, procuro mi sustento y el de mi familia.

—Al pueblo irás, sí. Pero no regresarás con ese burro. Está demasiado viejo y tú aún eres demasiado joven. Pareces un buen hombre y no deseo ningún mal ni para ti ni para tu familia.

—¿Qué quieres decir? —inquirió el arriero, sin dejarse engatusar por ninguna artimaña, siempre suspicaz.

—Eres trabajador. Eso se ve en tu rostro marcado y en tus ojos profundos. Todo aquel que se esfuerza merece una recompensa. —El bandolero fue así de tajante. Posteriormente, extrajo una bolsa de su faltriquera y se la lanzó al arriero—. ¡Toma!

La bolsa cayó en el camino con un estridente golpe. Su interior tintineó como un tesoro.

—¿Qué hay dentro? —preguntó el arriero, sin osar agacharse para cogerla.

—Cuando llegues al pueblo, ve directamente a la casa del herrero y cómprale una mula. La vende por mil quinientos reales, ni uno más, ni uno menos. Ese herrero ama más el oro que cualquier otro bien. De seguro que no rechazará el trueque.

El arriero se inclinó y cogió la bolsa. El tamborileo de las monedas le confirmó que el bandolero no mentía.

—Gracias.

—No las des. Ve al pueblo, acércate a la herrería y compra la mula. Entonces podrás dar las gracias a Dios. —Hizo una pausa, sin dejar de contemplar al arriero, que todavía le guardaba respeto y todo sea dicho, pavor—. Ahora bien, como vuelva a verte por esta senda y no portes la mula o haya llegado a mis oídos que has derrochado el dinero en mujeres libertinas o en bienes infructuosos, iréis, el burro y tú, de cabeza por este barranco. ¡Y ahora, adiós!

Y con esta última amenaza, el bandolero se subió al caballo y cabalgó loma arriba, desapareciendo un instante después.

El arriero se quedó solo con la bolsa en la mano. La abrió y contó las monedas. Efectivamente, había mil quinientos reales. Sonrió. Le hubiese gustado dar las gracias al bandolero una vez más. Pero ni siquiera le había dicho su nombre.

Tan temprano había llegado como se había ido.

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Esa misma noche, un manto de nubes se agolpó en los cielos y la oscuridad nocturna dejó paso a penumbras, sombras furtivas y sonidos guturales. La intranquila nana de la naturaleza, acompañada de graznidos y aullidos, se derramaba como una gripe sobre el pueblo, esculpido al pie de la montaña.

En la periferia de la urbe se erguía la morada del herrero, anexa a su taller. Era una de las viviendas más voluminosas del pueblo y famosa por albergar multitud de barricas del mejor vino. El herrero era hombre solitario —ni estaba desposado ni tenía hijos— y amigo de la buena mesa, los buenos muebles, la mala lengua y las malas damiselas. En definitiva, gozaba de una creciente fama, aunque no necesariamente positiva.

Aquella noche el herrero se había visto obligado a trabajar a destajo hasta bien entrada la noche. Tenía un encargo pendiente para el siguiente día, y debido a que había permanecido toda la tarde en el burdel, había postergado la fabricación. Por lo tanto, se encontraba en la herrería con el fogón encendido y el martillo al rojo vivo golpeando el yunque, mientras el resto del pueblo dormía y descansaba.

Golpe tras golpe, las chispas saltaban por doquier y el humo y la ceniza se adherían a las ropas del herrero. Se detuvo un instante y dejó el martillo sobre la mesa para secarse el sudor de la frente. Justo entonces, escuchó un ruido, como una rama resquebrajada.

Se alertó, agudizó el oído y volvió a escuchar el mismo ruido. Le pareció que alguien deambulaba alrededor del edificio.

El herrero, confiando en su corpulencia y en sus rudas costumbres, salió al exterior por la puerta trasera. Cuando sus ojos se aclimataron a las sombras, avanzó varios pasos y buscó en los alrededores, pero no vio a nadie. Los matorrales y los árboles del bosque se erguían silenciosos como de costumbre, el viento aullaba lento como un depredador al acecho y las sombras seguían inmóviles. Supuso que habría sido una ardilla.

Con esta noción, volvió al interior del taller. La luz de las fraguas le cegó un instante y cuando recuperó la visión, se encontró de frente con dos hombres encapuchados, con sombreros oscuros y vestimentas negras. Unos de ellos le apuntaba con un mosquete; el otro esgrimía una faca.

—¿Quiénes sois? —gimió el herrero, asustado.

Buscó algún arma con la que defenderse, pero no encontró nada. El martillo estaba lejos de su alcance y las espadas que había forjado estaban guardadas en uno de los armarios del fondo. Además, los dos bandoleros se encontraban demasiado cerca. Cualquier movimiento brusco le habría condenado.

—Entréganos la bolsa —intimidó el mosquetero.

—¿Qué bolsa?

El bandolero bajó un momento el arma:

—Tienes una bolsa de mil quinientos reales. ¡Entréganosla!

—¡Yo! ¿Una bolsa? Imposible, os habéis equivocado de hombre.

El bandolero dudó un instante, pero su compañero intercedió astutamente:

—No mientas. Esta mañana vendiste una mula por mil quinientos reales. ¡No lo niegues!

El herrero inclinó la cabeza. Ningún subterfugio llegó a su mente, y se vio en la deshonrosa perspectiva de admitirlo todo. Su vida estaba en juego.

—Está bien, os daré la bolsa. Pero no me matéis, por favor.

Ninguno de los bandoleros respondió. El mosquetero siguió apuntándole con el arma y su compañero avanzó unos pasos, mientras el herrero se dirigía a un arcón, ubicado en una esquina. Lo abrió lentamente y extrajo de su interior una bolsa de cuero. La misma bolsa que el jinete del caballo blanco había entregado al arriero aquella misma mañana.

El herrero se volvió hacia el bandolero de la faca y le lanzó la bolsa. Éste la cogió al vuelo, y el simple sonido de las monedas fue suficiente para cerciorarse del copioso botín.

—Ahí está —respondió el herrero, mientras el bandolero daba un rápido vistazo al interior de la bolsa.

—Todo correcto —dijo el bandolero, envainando el arma.

—Bien, vámonos —contestó el mosquetero.

Ambos se deslizaron hacia la puerta trasera. Estaba abierta, y el aroma de la naturaleza y los susurros de la noche se colaban por ella. El bandolero que portaba la bolsa fue el primero en abandonar la estancia. Pero el otro se detuvo unos instantes bajo el quicio de la puerta, apuntando al herrero con el mosquete. Seguidamente, ostentosamente, guardó el arma y se quitó el sombrero. Sin dejar de observar al herrero y con una sutil reverencia, le dijo:

—Te envío los saludos y los respetos de “El Tempranillo”.

A continuación, salió escopetado hacia los bosques.

Iraultza Askerria

La sirena triste

06-ELIALNERAI - Sara LandoCuando lloras y me miras con tus ojos de agua pura, me ahogo como un náufrago en tu honda tristeza. La sal hiende la herida varada en mi corazón y el dolor crece y crece como mareas huracanadas.

No veo tierra a la que acogerme en este mar de sufrimiento, solo puedo con mis brazos tomar la vela de tu rostro y con un beso encender en tus cubiertas algo de vigor.

Pero no surte efecto, y tú, mi sirenita, sigues cantando fúnebre y desconsolada, esperando que lleguen nuevos tiempos y poder así remontar el viaje.

Iraultza Askerria