El asesinato de Rasputín

Eran las diez de la noche en Petrogrado. En aquellos albores del siglo XX, los edificios se recortaban entre las brumas de nieve mezclando el esplendor de la realeza rusa con los pensamientos revolucionarios del difunto Marx. La ciudad se figuraba un punto de encuentro entre un lujoso y marchito pasado y un futuro incierto, pero ideal. Bajo el peso de la nieve parecían ocultarse los recuerdos de una época pasada, sirviendo como base para los venideros cimientos del comunismo.No obstante, aún, Rusia era un Imperio; gobernado por el zar Nicolás II y cuya capital estaba situada en la susodicha ciudad de tantos nombres: Petrogrado. En sus entrañas, la peculiaridad arquitectónica de la ortodoxia rusa con sus cúpulas multicolores resplandecía por encima de todo. Incluso los palacios aristocráticos eran incapaces de emular tanta soberbia artística.

Muy cerca del río Neva se erigía uno de estos palacetes nobiliarios; consagrado al príncipe Félix Yusúpov. La fachada se alzaba sobre unos jardines nevados, protegidos por una verja de hierro. No había nadie en las inmediaciones de la calle, tampoco en el jardín del palacio; pero una luz blanquecina se escapaba por una de las ventanas de la residencia.

En el interior, un inmenso salón quedaba iluminado por las luces de los candelabros y por una lámpara eléctrica que colgaba del centro del techo. La decoración de la estancia podía resumirse en muebles barrocos de diversa índole, tapices y alfombras como ornamento de paredes y suelo, y varios suntuosos sofás ubicados en el centro del lugar, en derredor a una mesita alargada de cristal. Era, en resumidas cuentas, un salón de encuentros sociales.

En la mesa, descansaban varias bandejas con viandas, dos copas a medio beber y una botella de vino vacía. Sobre los recipientes, destacaba un sinfín de pastelitos, pastas y otros dulces. Era un verdadero ágape para las bocas más glotonas.

Arrellanado en un sillón, un hombre de cara rectangular, ojos oscuros y labios sensuales jugueteaba con un copa deslizándola por sus dedos. Parecía hastiado por algo o nervioso a causa de algún acontecimiento inminente. Se llamaba Dmitri y tenía veinticinco años.

—¡Estoy harto de tanta espera! —concluyó Dmitri, levantándose súbitamente del asiento.

—Relájate. No servirá de nada tu nerviosismo. Siéntate de nuevo.

Un hombre maduro, que fumaba en pipa y que estaba sentado en un largo sofá, había hablado con seguridad, paciencia y veteranía. Sus palabras parecían surgidas de los mismísimos versículos bíblicos, con un inmenso poder de persuasión.

—Está bien —sucumbió Dmitri, volviendo a sentarse en el sillón.

En esta ocasión, el joven alargó la mano para dejar el vaso sobre la mesa de cristal, y se quedó de brazos cruzados. Su interlocutor lo miraba a través del espeso humo del tabaco. Su nombre era Vladimir. Se había consolidado en la política rusa como un hombre de ideas sólidas, convincente, lleno de seguridad y defensor de la monarquía; lo cual, le traería futuros problemas durante la revolución bolchevique.

—No creo que se demoren mucho más, Dmitri. Félix y Rasputín llegarán en breve —añadió Vladimir, dando una larga calada a su pipa de madera.

Aún no había cumplido los cincuenta años, y ya su cabeza lucía carente de pelo, redonda y blanca como una bola de billar. Unas lentes casi imperceptibles se erguían sobre su nariz, empequeñeciendo sus oscuros ojos. Los labios asomaban serios bajo un cuidado bigote y una frondosa perilla que le confería el poderoso perfil de un sabio. Un hombre con una agudeza mental prodigiosa que siempre mantenía la calma y la compostura. Así era él.

—Ya lo sé, Vladimir. Pero entiéndeme: esto no va a ser una charla entre viejos amigos, sino una conspiración de asesinato. —Hizo una pausa, tragando saliva y entrelazando las manos, como si le rezase a su Dios—. Si algo sale mal, cualquier minucia, si nos descubren, podrían ahorcarnos. El Emperador ha protegido a Rasputín todos estos años y no dudará en condenar a quienes quisieran hacerle daño.

—¡No te alarmes, jovencito! —respondió el político, burlón—. ¿Acaso has olvidado que eres un Romanov? El zar no te sacrificará; no mientras seas parte de la familia. En todo caso, seré yo el chivo expiatorio.

—No comprendo tu burla —se defendió el joven aristócrata—. ¿No tienes miedo a las represalias? ¿No tienes miedo a la muerte?

—¡Claro que tengo miedo a la muerte! —admitió el político—. Pero no esta noche. Esta noche tenemos que matar a alguien, ¿recuerdas? Nosotros somos la mismísima muerte… ¡Shhhhhhh! ¡Calla!

Escucharon varios pasos que se acercaban al salón. Unos sonaban principescos, ligeros, dominantes, como si años de entrenamiento y educación nobiliaria los persiguiesen. Los otros resonaban orgullosos y distantes, penetrantes y firmes, divinos e intangibles; como de otro mundo.

Mientras el joven Dmitri y el veterano Vladimir miraban hacia el pasillo que conectaba con el salón, apareció un hombre de estatura normal. Detrás, se cernía la colosal sombra de un segundo individuo, medio oculto tras las cortinas de la entrada. Tanto Dmitri como Vladimir sintieron un ligero escalofrío.

—Buenas noches, mis queridos invitados —saludó el príncipe Félix Yusúpov, el anfitrión de aquel inmenso palacio. Vestía un traje negro con corbata, elegante, pero recatado. Sus ojos estaban incrustados a la fuerza en unas cuencas cubiertas de ojeras. Daba la sensación de haber tenido problemas de insomnio durante las últimas noches. No obstante, aún mantenía la compostura propia de un noble de alta alcurnia. Félix Yusúpov era uno de los hombres más ricos del Imperio Ruso, y como tal debía comportarse; más aún en su propio palacete—. Amigos míos, os presento a Grigori Yefimovich.

Con una larga y majestuosa zancada, un tenebroso individuo surgió en el salón. Tenía la cara alargada y pálida, con unos profundos y penetrantes ojos azules que acuchillaban el entorno como carámbanos de hielo. Se decía que aquella mirada, tan fría, tan incisiva, tenía el poder de controlar la mente y la voluntad de los demás.

Tanto Vladimir como Dmitri se alzaron súbitamente del sofá y se dirigieron a la entrada para saludar al recién llegado. Félix, detrás de Grigori, observaba la escena intentando mantener el control de la situación:

—Grigori… tengo el placer de presentarte a Dmitri y a Vla..

—Descuida, querido anfitrión —interrumpió el invitado—. Puedo afirmar que no son estos mis primeros contactos con Dmitri Pavlovich, aunque no que no vayan a ser los últimos. En cualquier caso, ya nos conocíamos —aclaró Grigori, acercándose hacia el joven aristócrata—. Veo que la guerra no te ha afectado y sigues manteniendo el talle atlético que te llevo a participar en las olimpiadas. ¡Me alegro de verte! —simpatizó, dándole una palmadita en la espalda.

—Gracias, Grigori —respondió Dmitri, algo azorado.

Grigori dio un paso hacia adelante. Su larga cabellera ondeó a cada paso. Estaba concienzudamente peinada hacia ambos lados de la cabeza, envolviendo su rostro en un halo de oscuridad. A lo cual, también contribuía su tupida barba que le llegaba más allá del cuello. Su imagen recordaba a la de un sabio anciano de pelo canoso, pero en el caso de Grigori, negro como el carbón. Muchos lo llamaban el monje loco.

—Deduzco que tú eres Vladimir Purishkevich —acertó Grigori, estrechando la mano del susodicho—. No nos conocíamos en persona, pero he seguido con admiración tu trayectoria política. En estos tiempos que corren, la ciencia política es una materia muy importante, y de seguro, que será vital en las próximas décadas.

—Gracias, Grigori. Yo también me alegro de conocerte —contestó Vladimir, con una sonrisa. Ambos rozaban los cincuenta años, y por tanto, superaban en veteranía y sapiencia a los dos jóvenes aristócratas que los acompañaban aquella noche. Vladimir sabía que tenía el deber de tranquilizar a Félix y a Dmitri mostrando un semblante impertérrito ante el monje. Y así lo hizo.

—Estoy gratamente encantado de pasar esta velada con vosotros —galanteó Grigori, mientras se volvía soberbiamente hacia el anfitrión, el príncipe Yusúpov—; sin embargo, Félix… ¿dónde esta Irina?

Todos tragaron saliva al escuchar la voz cortante de Grigori, pero el príncipe se apresuró a responder:

—Mi esposa se encuentra despidiendo a unos invitados suyos. No debe demorarse mucho más, Grigori. No te preocupes. Le he insistido a Irina que tenías muchas ganas de conocerla, con lo que vendrá de un momento a otro.

—Seguro que la insistencia no ha estado al mismo nivel que las ganas —masculló el monje, atravesando con sus gélidas pupilas azules el rostro de su interlocutor.

—Vendrá en seguida, te lo prometo. Entre tanto, ¿qué os parece si nos sentamos, charlamos y degustamos unas pastas? Veo que Dmitri y Vladimir ya han empezado sin nosotros —resaltó el anfitrión, soltando una carcajada.

Los dos aludidos acompañaron a la risa. No obstante, Grigori ni siquiera movió los labios. O, al menos, no pareció haberlos movido entre su espeso bello facial. Félix lo observó con temor, intentando averiguar los sentimientos de su huésped. La fama del monje era escandalosa desde el oeste al este de Rusia. Se decía que se había acostado con todas las prostitutas de Petrogado. Tal vez, tenía las mismas intenciones para con Irina, la esposa del príncipe. En cualquier caso, Félix no podía discernir nada a través de aquellos fríos e hirientes ojos azules.

—Será mejor que me des tu abrigo, Grigori —solicitó Félix, tendiendo la mano.

Grigori sonrió, esta vez, abiertamente. Se desprendió del abrigo y se lo entregó al anfitrión. Una camisa de seda blanca bordada de flores vestía su torso fibroso; abajo un cinturón dorado hacía aparición para ceñir unos holgados pantalones negros. Grigori no era precisamente conocido por su higiene ni por su elegancia. Pero aquella noche se había aseado con verdadera diligencia.

—Bueno… ¡sentémenos! —dijo Félix, tras dejar el abrigo en un perchero.

Los presentes tomaron asiento alrededor de la mesa. Félix y Grigori compartieron el mismo sofá, ancho y mullido. Dmitri se sentó frente a ellos, al otro lado de la mesa, en otro sofá similar, pero más pequeño. Vladimir, por su parte, se acomodó en una sillón, después de recoger la pipa que había dejado sobre la mesa.

—Félix, volviendo a lo que estábamos hablando antes —tomó la palabra Grigori—, ¿cuándo volverá tu madre de Crimea?

—La verdad, no estoy seguro. Dentro de unos días. Tranquilo, no la verás esta noche.

—No quiero ser ofensivo —apuntó Grigori, mirando penetrantemente a Félix—, pero ya sabes que mi relación con tu madre no es nada grata. De hecho, una de mis razones para rechazar la invitación de esta noche era su posible presencia. Sé que lanza calumnias sobre mí a mis espaldas. No entiendo por qué hay que gente que me odia tanto. Al fin y al cabo, soy un curandero y he sanado al hijo de nuestro emperador durante todos estos años; consolidando el linaje de los Romanov. Si yo no estuviera aquí, posiblemente, el pobre chiquillo habría muerto hace ya tiempo. Suerte que siga con vida.

Tanto Félix como Dmitri tragaron saliva, nerviosos. A éste último le temblaba la mano a causa de las ácidas declaraciones del recién llegado. Parecía que Grigori los estuviera probando. Tuvo que inclinar la cabeza para evitar la mirada asfixiante del monje. El único que se mantenía firme era el veterano Vladimir, quien se interpuso:

—Lo cierto es que todos admiramos tus esfuerzos por mantener la esperanza de vida del hijo de nuestro querido emperador. Asimismo, deduzco que tus enemigos temen más tus ideas que tus dotes curativas. En cualquier caso, esta noche es para disfrutarla y olvidarnos de los problemas, ¿verdad, Félix?

—¡Por supuesto, Vladimir! —exclamó el anfitrión, acercándose hacia la mesa para coger una de las dos bandejas que reposaba en ella—. ¿Quieres una pasta Grigori? Mis invitados se han comido casi todos los pastelitos, pero las pastas están igualmente ricas.

—No lo dudo —respondió Grigori, alargando el brazo hacia la bandeja. Cogió una pasta en forma de aro cubierta de chocolate blanco. Los otros tres observaron ávidamente a Grigori, como si tuvieran envidia de aquel manjar. Permanecieron en vilo durante segundos, con los ojos abiertos de par en par y el corazón latiendo atropelladamente; hasta que finalmente, Grigori engulló de un bocado la pasta—. ¡Ummmm! ¡Exquisita! Comeré otra, si no os importa.

—Por supuesto —respondió Félix con una sonrisa—. Todas las que quieras.

—Aunque temo morir de un empacho —contestó Grigori, soltando una tenebrosa y agorera carcajada.

Félix no pudo reír el chiste; le pareció que Grigori se estaba mofando de él. Se apresuró a dejar la bandeja encima de la mesa mientras su huésped engullía un segundo dulce. No sería el último. Parecía que las pastas le habían encantado.

Dmitri, justo en frente del monje, lo observaba con detenimiento mientras su cabeza oscilaba levemente. Parecía que estuviera esperando algo; un hecho ansiado con vehemencia. Pero ciertamente no llegaba.

El joven aristócrata desplazó la mirada hacia la izquierda, donde Vladimir estaba acomodado en un sillón. El político estaba igualmente inmóvil observando a Grigori, con una mezcla de estupor y sobresalto. Por suerte, el vaho de la pipa humeante le nublaba el rostro.

Entretanto, Grigori zampaba una y otra pasta. Le habían encantado. Alzó un instante la mirada y miró a sus contertulios:

—Podéis seguir hablando —indicó el monje—. No esperéis a que termine de comer. ¡Oh, que poca educación la mía! ¿Queréis algún dulce? ¡Son exquisitos!

Entre inocente y divertido, Grigori acercó la bandeja a los congregados, pero todos rechazaron la oferta. A ninguno le apetecía degustar aquellas viandas, que observaban mezclando el terror con la esperanza.

—Grigori, ¿te apetece una copa de vino? —invitó el príncipe Félix Yusúpov, señalando la botella vacía que reposaba sobre la mesa—. Temo que se ha agotado ya, pero podemos bajar al almacén a por un buen tinto. ¿Qué te parece?

—Sí, por supuesto. Seguro que a Irina también le apetecerá una copa de vino cuando esté con nosotros.

Félix respondió con una sonrisa forzada. Ambos se alzaron del sofá, y tras excusarse, abandonaron la estancia por uno de los pasillos. Vladimir y Dmitri se quedaron a solas en el salón. Este último tiritaba, como muerto de frío. O acaso de miedo. Por el contrario, el político observaba la bandeja de pastas que reposaba sobre la mesa con una aguda incertidumbre.

Cuando los otros dos se habían marchado, Vladimir dejó la pipa sobre la mesa y aferró la bandeja. Cogió una de las pastas y la observó misteriosamente. Se la llevó a la nariz para olfatearla.

—No estarás pensando en comerla, ¿verdad, Vladimir? —interpeló Dmitri, algo angustiado—. Están cubiertas de cianuro.

Vladimir le miró con calma, volviendo la cabeza hacia el joven aristócrata.

—Lo sé, ya sé que están cubiertas de cianuro. ¿Ahora dime por qué Rasputín ha engullido las pastas sin ningún síntoma de envenenamiento? ¡Debía haber caído en seco!

Ambos se quedaron en silencio.

—¿Crees que sospecha algo? —inquirió Dmitri.

—No lo creo.

—Ha estado muy insistente con Irina, como si supiera que no está en el palacio, como si intentara reírse de nosotros, como si conociese nuestro complot —añadió Dmitri, nervioso.

—La verdad, lo dudo. Creo que Rasputín no sospecha nada. Tiene una enorme devoción por la esposa del príncipe Yusúpov, nada más. En cuanto al veneno, ha podido resistir el cianuro, por ahora. Esperemos. Y recemos porque Félix haga bien su trabajo con el vino. Si no, habrá que buscar métodos menos ortodoxos.

En el piso inferior, Grigori y Félix se habían adentrado en una fría y sombría estancia, repleta de toneles y estantes con botellas de vino. Había una pequeña mesa pegada a la pared y una guitarra junto a la misma.

La habitación carecía de ventanas, aunque disponía de una puerta trasera en el pared del fondo; la cual, presumiblemente, comunicaba con el jardín exterior del palacio.

La estancia no era un lugar muy agradable, debido a la humedad y a las sombras reinantes, pero a Grigori le pareció lo suficientemente amena gracias al aroma del vino añejo.

—Toma asiento junto a la mesa, por favor —pidió Félix, dirigiéndose hacia una de las vitrinas—. Tengo un vino exquisito, que espero, agrade tus sentidos.

—No lo dudo.

Mientras Grigori se sentaba tal y como el anfitrión le había indicado, éste extrajo una copa de la vitrina y posteriormente, se dirigió a un armario repleto de botellas de licor, vino y otros líquidos. Agarró una en concreto y la descorchó con maestría. Parecía haber practicado aquel movimiento miles de veces durante los últimos días. Escanció el vino sobre el vaso y se lo entregó a Grigori:

—Espero que te guste —añadió el príncipe.

El monje tomó la copa con deleite. Era un hombre entregado a los placeres, desde la bebida hasta las mujeres. Le encantaban ambas cosas y no solía vacilar en combinar ambas. Acercó el cristal a sus labios y tomó un sorbo. Un pequeño sorbo. Un estremecimiento de dolor le hizo fruncir la frente; a lo cual, Félix respondió abriendo los ojos de par en par y lleno de ilusión.

—¡Amigo mío! —exclamó Grigori, parpadeando—. Debiste avisarme de que el vino era fuerte. —Y acto seguido, consumió el líquido de un solo trago dejando la copa vacía encima de la mesa—. Todavía así, es un vino excelente. ¿Se me permite repetir?

Félix, atolondrado, no respondió. Se limitó a asentir con la cabeza y a llenar de nuevo el recipiente. Mientras Grigori tornaba a saborear el néctar, el príncipe comprobó si había elegido la botella correcta. Efectivamente, lo había hecho.

—¿Tú no vas a beber? —preguntó Grigori, observando a su anfitrión con su penetrante mirada, que helaba rostros y acobardaba espíritus.

—No, mi esposa se enfadará mucho si me descubre borracho —respondió Félix, espontáneamente.

Grigori aceptó el argumento con credulidad, mientras le arrebataba la botella a Félix.

—Mejor, más para mí —dijo el monje, riendo. Se sirvió una tercera copa—. Siéntate y charlemos.

Félix, ignorando como terminaría aquel terrorífico episodio, tomó asiento en frente de su huésped. Éste, que le seguía con la mirada, observó la guitarra acústico junto a la mesa.

Sin pensarlo mucho, el monje se alzó de la silla y se dirigió hacia el instrumento musical.

—¿Puedo?

—Naturalmente —respondió el aristócrata—. ¿Sabes tocar?

—Algo sé. —Y dicho esto comenzó a tañer con habilidad las cuerdas de la guitarra. Una melodía lenta y acompasada en un tono triste inundó la estancia; y el propio monje puso letra y coro a la melodía—. Es una canción de mi pueblo natal. Tengo un largo repertorio.

—Veo que eres un buen instrumentista —halagó el príncipe.

—Ojalá Irina estuviese también aquí para apreciarlo.

Grigori prosiguió su concierto folclórico, y a pesar de que el alcohol comenzaba a debilitar su equilibrio, no dudó en prolongar la actuación tanto como pudo y siempre con una aceptable calidad. Entre tanto, el príncipe Félix callaba y miraba al artista mientras de cuando en cuando llenaba la copa de vino de su invitado.

—¡Vamos! Canta conmigo —pidió el monje. Y Félix no tuvo más remedio que acompañarle.

Había transcurrido casi una hora y Grigori continuaba en pie, sin hacer patente cualquier síntoma de envenenamiento. Aún así, parecía cansado y algo adormecido por el efecto del vino. Dejó la guitarra en su lugar y se sentó frente a Félix.

—Ha sido suficiente por hoy —comentó Grigori, suspirando por el cansancio. Sus largos brazos se habían apoyado en la mesa y su ojos penetraban los de Félix, con fría intensidad—. ¿Cuándo podré ver a Irina?

El príncipe mantuvo la mirada del monje con decisión. Pero algo había en aquella pupila azul que esgrimía un poder divino, sobrenatural. Tal vez, eso explicaría la ineficacia del cianuro. Sea lo que fuere, Félix se vio obligado a apartar la mirada.

—Tienes razón, Grigori —respondió el aristócrata—. Será mejor que suba a sus aposentos a pedirla que baje. Espérame aquí.

—Muy bien.

Félix abandonó la estancia con paso diligente y avanzó varios metros por el pasillo. Cuando ya se sabía lo suficientemente alejado de aquel monstruo invencible, echó a correr hacia el piso superior.

Allí, en el salón, Vladimir y Dmitri seguían acomodados en los sofás, en silencio y mirándose fijamente, el uno frente al otro. En sus ojos, se percibía el miedo y la suspicacia, el recelo, la duda y el temor. Días atrás, cuando habían planeado el asesinato, la conspiración se les antojaba fácil y sencilla. Ahora, tenían la sensación de que todo iba a salir mal.

—¡Hace una hora que Félix se ha marchado! —exclamó Dmitri, apesadumbrado—. Tendría que haber regresado hace tiempo. Ha ocurrido algo. ¿Y si Rasputín ha descubierto la conspiración?

—Cálmate. Demuéstrame que eres un Romanov y ten la paciencia de un aristócrata real —respondió Vladimir, con un tono difamatorio, intentando prender la ira en aquellos jóvenes ojos que temblaban aterrados—. Todo saldrá bien. Él es sólo uno. Nosotros somos tres.

En ese preciso instante, el príncipe Yusúpov llegó jadeante a la entrada del salón. Estaba despeinado y con la frente sudorosa. Los otros dos cómplices se alzaron repentinamente de los asientos y se dirigieron a él.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Dmitri—. ¿Lo has matado?

—No —respondió Félix, recuperando el resuello—. Es inmortal… ¡Es inmortal! Ha engullido una botella de vino envenenado y sigue en pie, como si nada. Ni las pastas ni el vino han podido con él. ¡Y había veneno suficiente como para matar a un elefante! Es un monstruo. Un diablo. No puedo morir.

El terror del príncipe Yusúpov se propagó como el fuego por la estancia. Su rostro contraído por el miedo y sus ojos parpadeando apresuradamente daban cuenta de que el plan había fallado por completo.

—Lo sabía —corroboró Dmitri, igualmente horrorizado—. Las leyendas son ciertas sobre Rasputín. Es un brujo poderoso. Si el cianuro no ha podido matarlo, nada lo matará. Estamos ante una bestia indestructible.

—Tenemos que abortar el plan —añadió Félix—. Le diré a Rasputín que Irina se encuentra indispuesta y optará por marcharse del palacio. Está algo borracho por el vino, por lo que espero que no nos cause problemas. Es mejor librarnos del mismísimo demonio antes que enfrentarnos a él.

—Estoy de acuerdo —corroboró Dmitri—. Es lo mejor.

Y justamente tras esas últimas palabras, unos fornidos brazos se abalanzaron sobre los dos aristócratas, agarrándoles con fuerza tenaz de los hombros y obligándoles a girarse.

—¡Silencio! —exclamó Vladimir, con los ojos enrojecidos por la furia. Apretó con fuerza los hombros de sus compañeros hasta ver el sufrimiento reflejado en sus rostros. Luego, los soltó, mientras mantenía la mirada firme y clavada en ellos—. No digáis sandeces. No creáis los cuentos que las madres narran a los niños. No os comportéis como tales. ¡Demostrad que sois hombres! —Hizo una pausa. Dmitri y Félix miraban al político casi con el mismo pavor que le tenían a Grigori—. El cianuro ha fallado. De acuerdo. Tal vez estuviese alterado o las dosis fueran incorrectas. ¡No lo sé! Pero no podemos recular. Hemos planeado esta noche desde hace semanas, nos ha costado sobremanera atraer a Rasputín a palacio. Debemos agotar todas nuestras posibilidades. El Imperio Ruso se desmorona y Rasputín es una influencia destructiva para nuestro Zar. La estabilidad de la monarquía pende de un hilo. ¡Debemos salvarla!

—Está bien, está bien —contestó Félix, mostrando sosiego y comprensión—. Quizá nos hemos excedido. Tengo el corazón latiendo atropelladamente y los músculos completamente tensos. Pero tienes razón, debemos acabar con él esta misma noche. ¿Qué propones? ¿Estrangularlo entre los tres?

Vladimir no contestó. Desabotonó su chaleco de piel, y lo abrió para mostrar su interior. En una de solapas, resplandecía la culata de una pistola.

—Excelente idea —aceptó Dmitri. Él también portaba un arma y no dudó en desenfundarla para mostrársela a los presentes. Se trataba de un revólver—. Ésta es un arma silenciosa y el tambor está totalmente cargado.

—Bien, lo cogeré prestado —contestó Félix con decisión, aferrando el arma y observándola detenidamente—. Bajaré abajo y le dispararé. Los sirvientes del palacio están dormidos. Nadie debería oír los disparos salvo vosotros.

—Muy bien —dijo Vladimir—. Estaremos atentos. Suerte.

Félix se guardó el arma en el interior de la camisa y frunció los labios con seguridad. Asintió con firmeza y volvió tras sus pasos, directo a la habitación donde Grigori aguardaba su condena final.

Unos segundos después, el príncipe Yusúpov entró en la estancia con el revólver a la espalda. Grigori se encontraba frente a un armario rematado en una cruz de plata, que el monje examinaba con interés.

—Veo que vienes sin Irina. Justamente estaba rezando una plegaria para ver a tu esposa —contestó Grigori—, pero parece que Dios me ha abandonado.

—Sí, parece que sí —corroboró Félix.

No dijo nada más. Elevó el arma, apuntó al pecho del monje y disparó.

¡Bang!

El cuerpo de Grigori se desplomó sin ni siquiera emitir un grito de agonía o un murmullo de protesta. Cayó con un golpe seco, y pronto, la sangre comenzó a teñir el suelo. Lo que varios centilitros de cianuro no habían podido hacer, lo había hecho una bala.

Una vez cometido el homicidio, Félix volvió tras sus pasos con intención de avisar a Vladimir y a Dmitri. No obstante, estos dos, habiendo escuchado ligeramente el disparo desde el piso superior, habían tomado la determinación de bajar en busca del príncipe.

Los tres se toparon en mitad del corredor.

—¿Lo has matado? —preguntó Dmitri, estrechando a Félix del brazo.

—Sí —exclamó el anfitrión—. Un disparo al corazón. Ha caído en seco.

—Perfecto. Librémonos del cadáver —respondió Vladimir, retomando el camino. Pero después de dar unos pasos se detuvo, volviéndose hacia los jóvenes nobles—. Caballeros, es posible que esta noche hayamos salvado a la dinastía y, con ello, al Imperio Ruso.

—Aún es pronto para celebraciones —añadió el príncipe Yusúpov—. ¡En marcha!

Retomaron el camino hacia la estancia donde se encontraba el cadáver de Grigori. El pasillo les pareció eterno a los tres, como un túnel que separa las llamas del infierno de las caricias del paraíso. El sudor, la adrenalina y la combinación de terror y alivio habían convertido sus cuerpos en bombas de relojería. Un pequeño percance y el corazón se les dispararía.

El primero en entrar en la habitación, revólver en mano, fue Félix, pero se detuvo repentinamente en mitad de la entrada. Su rostro se contrajo por el pavor y la incertidumbre:

—¡Oh, Dios! ¡Ha desaparecido!

Los otros dos irrumpieron atropelladamente en la habitación. Vladimir había avanzado unos metros, desenfundado su pistola. Entre tanto, Dmitri se había quedado en la entrada, custodiándola. Rasputín había desaparecido, sí, pero Félix pudo seguir con la mirada el rastro de sangre que había en el suelo. El vestigio serpenteaba agónicamente hasta la puerta trasera de la estancia, que daba al jardín. Estaba entreabierta.

—¿No dijiste que estaba muerto? —inquirió Dmitri.

—Eso pensaba. Ha escapado por la puerta trasera —respondió Félix.

—¡Vamos, rápido! —resolvió Vladimir—. Aún no habrá logrado escapar del palacio. Si lo consigue y el zar se entera de nuestra conspiración, rodarán cabezas.

Aquella sentencia fue motivo suficiente para prender el espíritu de los dos jóvenes aristócratas. Félix siguió a Vladimir camino al exterior del palacio. Dmitri se quedó rezagado, cubriendo las espaldas. Estaba desarmado puesto que había entregado su revólver al príncipe Yusúpov, debido a lo cual no era de mucha ayuda en la vanguardia.

En las fueras, la oscuridad lo dominaba todo. Sólo alguna iluminación proveniente del propio palacio y alguna solitaria estrella alumbraban aquel hermoso jardín soterrado bajo centímetros de blanca nieve. Pero la escasa luz fue suficiente para descubrir un rastro de sangre. El vestigio avanzaba serpeando a trompicones, directo hacia la verja del palacio que conectaba con la calle; directo hacia la libertad.

—¡Allí está! —señaló Dmitri.

Grigori deambulaba como un moribundo a veinte metros de distancia. Con la mano derecha, se apretaba el pecho, intentando detener la hemorragia de la bala. El brazo izquierdo lo tenía extendido, palpando el ambiente como si dudase del camino a seguir y temiese chocar contra algo o alguien. Aún así, sus pasos marchaban ligeros hacia la salida del jardín. Ni el alcohol ni el cianuro ni la bala en el corazón habían podido con él. Su resistencia era sobrenatural.

Vladimir avanzó en pos del fugitivo. Cuando se encontraba a una distancia prudente, elevó la pistola, apuntó a la figura ensangrentada de Grigori y disparó por tres veces. Falló en dos ocasiones. La tercera bala impactó en el hombro del monje. No fue suficiente para matarle, pero si para que su cuerpo cayese en redondo sobre la nieve.

Los tres corrieron hacia Grigori. Estaba boca arriba, balbuceando maldiciones mientras escupía sangre. Tenía los ojos entornados y su pecho ascendía lenta e intermitentemente.

El político se colocó frente a él y alzó la pistola. A pesar de los gestos de sufrimiento del monje y de su cuerpo ensangrentado, no tuvo piedad en alzar el arma por última vez, apuntar a la cabeza del fugitivo y disparar. La bala penetró en el centro de la frente. El cuerpo de Grigori quedó completamente inmóvil.

Los tres asesinos permanecieron de pie junto al cadáver, esperando que éste volviese a resurgir de las tinieblas o a alzarse como un vampiro. Pero estaba yerto. Dmitri se arrodilló, tomó el pulsó del monje y constató lo que todos querían oír:

—Está muerto.

La satisfación inundó el corazón de los presentes.

—Nos ha costado, pero finalmente lo hemos logrado —dijo Félix, con una sonrisa.

—Sólo hemos hecho lo más difícil —objetó Vladimir, cogiendo el cadáver por los brazos—. Ahora debemos ocultar el cuerpo y borrar cualquier huella del asesinato. ¡Ayudadme a llevarlo a palacio! La nieve enterrará la sangre del jardín.

Entre los tres, transportaron el difunto cuerpo hasta la habitación interior. Cerraron la puerta trasera y limpiaron la sangre del monje, esparcida en picaportes, paredes y pavimentos. Posteriormente, amortajaron el cadáver con sábanas blancas, atándolo con cuerdas, y lo dejaron encima de la mesa.

Dmitri se sentó en la silla próxima, exhausto. Vladimir, igualmente cansado, hizo lo propio. Sin embargo, Félix no se acomodó. Comenzó a divagar por la habitación, examinando cada metro de la estancia para cerciorarse de que las huellas de Grigori habían sido borradas concienzudamente. Aún así, no se quedó tranquilo:

—Necesito ver su rostro una vez más —gimió el joven príncipe, y se apresuró a destapar la cara del cadáver.

Los tres se lanzaron a observar aquel semblante. Su barba estaba ensangrentada y sus ojos amoratados. Tenía la boca cerrada con hermetismo, como si en el último instante de su muerte hubiese jurado que mantendría sus secretos bajo llave. Los pómulos comenzaban a palidecer, víctima de la muerte o del frío invernal. Nada hacía indicar que el monje pudiera seguir con vida.

—Los siberianos siempre han tenido fama de hombres resistentes —comentó Vladimir, volviendo a tapar el cadáver—. Rasputín nos lo ha demostrado.

—Nos ha demostrado que era algo más que un hombre —sentenció Félix, profético—. Sígamos con el plan. Hemos salvado la monarquía rusa, ahora debemos salvaguardar nuestra inocencia. Esto no ha terminado.

Varios minutos después, los tres se encontraban conduciendo por las calles de Petrogrado, parapetados dentro de un coche. El cadáver estaba escondido en su interior. Era noche cerrada, había empezado a nevar ligeramente y el frío era cortante. No había nadie en la calle. La madrugada pertenecía a los asesinos.

Llegaron al puente Petrovski y aparcaron a un lado. La oscuridad nocturna lo cubría todo. Bajo la construcción, el río Neva hacia su aparición, atravesando la ciudad con sus ondas y destellos. Pero en aquellos tiempos, la vertiente estaba completamente congelada y el agua inmóvil baja una capa de hielo.

Los tres se apearon del vehículo. Vladimir se asomó al pretil y examinó desde lo alto el amplio río, buscando el lugar más adecuado para enterrar el cuerpo.

—¡Allí! —indicó con el dedo. Los dos nobles se aproximaron—. Hay un agujero en el hielo. Lanzaremos el cadáver y el río lo arrastrará corriente abajo.

—Excelente —afirmó Félix—. Saquemos el cuerpo del coche.

Entre los tres, arrastraron el cadáver amortajado hasta el extremo del puente. Tuvieron que hacer un inmenso esfuerzo para levantar el cuerpo por encima del petril. El condenado era pesado como ningún cadáver. Después, consiguieron lanzarlo al río.

Con un ruido desproporcionado, el cadáver se hundió bajo el hielo y el agua. El bulto desapareció bajo la capa congelada y se deslizó corriente abajo, desapareciendo a la vista de sus asesinos. Los tres volvieron la cabeza y se observaron fijamente, vacilantes.

Al final, estallaron en un grito de júbilo y se estrecharon con fuerza.

Lo habían conseguido.

——————————————————-

El teléfono resonó con su chirrido estridente. Vladimir se encontraba en su despacho, fumando en pipa y leyendo un periódico estatal. Habían pasado unos días, y la muerte se Rasputín aún se hacía constatar en las páginas del diario. Algunos artículos de opinión condenaban a los asesinos; otros, defendían el fallecimiento del monje como una obra de Dios. Unos pocos reportajes lanzaban nueva información sobre el homicidio. El cuerpo del monje había sido encontrado y ya se mentaban a viva voz los nombres de Félix, Dmitri y el propio Vladimir. Pero el político confiaba en su oratoria para librarse de cualquier condena.

El teléfono siguió sonando, con su agudo chirrido. El hombre no tuvo más remedió que descolgar:

—Vladimir Purishkevich, ¿dígame?

—Soy yo, Félix. —Su voz resonaba inquietante al otro lado del aparato. Sonaba a terror y a angustia.

—¿Qué sucede?

—Ha llegado a mis manos la autopsia de Rasputín… —Se hizo el silencio. El príncipe dudaba—. Y la he revisado al completo.

—¿Y bien?

—La autopsia asegura que no había trazas de veneno en el cuerpo del cadáver. El cianuro no le afectó o estaba alterado.

—Lo que suponíamos —cortó Vladimir, sin entender la razón del palpable miedo del príncipe.

—También describen los tres agujeros de bala. En la cabeza, en el pecho y en la espalda, cerca del hombro.

—¿A dónde quieres llegar? —insistió el político.

—Que ni el veneno ni las balas lo mataron, Vladimir. Rasputín murió ahogado.

Se hizo un silencio incómodo, agónico, casi como una mano estranguladora que hiende el aire oprimiendo la voluntad del oxígeno. Ni las palabras ni el aliento se comunicaban a través del aparato telefónico.

—Y no sólo eso —añadió Félix—. Es posible que no hayamos salvado la monarquía. Es posible que hayamos precipitado su final.

—¿Por qué dices eso? —exclamó Vladimir, casi chillando como un niño inválido. El temor de su interlocutor le había contagiado.

—Antes de su muerte, Rasputín había hablado con la zarina. Al parecer, el monje sabía que querían asesinarlo —explicó Félix.

—¿Y qué tienes que ver eso con la monarquía?

—Que Rasputín auguró una fatídica profecía delante de la reina: “Si yo soy asesinado, ningún Romanov vivirá más de dos años”.

De nuevo, el teléfono se quedó en silencio. Pero al otro lado, Vladimir no estaba tenso, sino tranquilo. Empezó a reírse a carcajadas un instante después.

—Vamos, Félix. Seamos racionales. Ese monje estaba loco y fue tan resistente que soportó el veneno y las balas. Pero no a la fría naturaleza. Los Romanov seguirán gobernando durante décadas. No le des más vueltas a los augurios de un demente muerto.

—Espero que sea así. Y espero vivir al menos dos años para comprobarlo —añadió el príncipe Yusúpov, no muy convencido—. Hasta entonces, no estaré tranquilo.

—Esperaremos, entonces. Dentro de dos años, en 1918, nos juntaremos de nuevo para brindar por los Romanov y el Emperador de todas las Rusias.

FIN

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La muerte de Rasputín está repleta de controversia, dudas y misterio. Del mismo modo que su vida está impregnada de las mismas cualidades.

Este relato se inspira en las declaraciones oficiales de los propias asesinos, que años después del homicidio escribieron las memorias sobre el mismo. Para recabar más información se puede consultar el libro El fin de Rasputín (1927) de Félix Yusúpov o la biografía del autor de origen ruso Henri Troyat, titulada Raspoutine (1996).

No obstante, se debe aclarar que existen otras vertientes sobre el asesinato de Rasputín, que ofrecen testimonios diferentes a los vertidos en este relato. Recientemente, se han divulgado documentales de la BBE y del National Geographic que argumentan la implicación directa del Servicio Secreto Británico en el homicidio de este personaje. Rasputín gozaba de una enorme influencia sobre el zar Nicolás II; y durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) siempre se mostró contrario a la misma. Este hecho pudo haber desencadenado el homicidio de Rasputín en 1916, con objeto de evitar que el místico siberiano persuadiese al zar de abandonar el conflicto y firmar la paz con Alemania. La retirada de Rusia de la guerra era inadmisible para sus aliados, y evitarlo serviría como firme argumento para que el Servicio Secreto Británico programase el asesinato de Rasputín. En definitiva, una nueva hipótesis a tener en cuenta además de la creencia tradicional que se narra en este relato.

Posiblemente, nunca se conozcan los verdaderos hechos acaecidos aquella noche de diciembre de 1916. La historia, aunque única e irrepetible, está llena de confusión, conspiraciones, secretismo y mentiras. En este caso, lo poco que se puede hacer, es conocer cada una de las teorías y aceptarlas todas como verídicas y ciertas.

Iraultza Askerria, a 20 de julio de 2012

Más información:

Wikipedia
Pasajes de la historia, por Juan Antonio Cebrián
BBC – Who killed Rasputin?
National Geographic – Expediente Misterio – Rasputin

Varias citas

por Iraultza Askerria

La muerte nos tiene miedo. Por eso nos mata.

En un mundo descabellado la locura es fundamental para sobrevivir.

Quiero una revolución, no una guerra.

El mayor mal para un hombre es estar enamorado de una mujer que no le corresponde.

El dinero más que un don, es una maldición; y el privilegio de gastar, un sacrilegio.

El camino se abre ante nosotros, y somos incapaces de avanzar un paso.

La globalización nos vende una necesidad que no es necesaria.

El mundo es demasiado vasto como para creer en Dios.

Gramática ministerial del siglo XXI

Se ha formado un pequeño revuelo en torno a una carta remitida por el Ministerio de Cultura. En la misiva, se ensalza la literatura, recordando que hoy se celebra el Día Internacional del Libro. La polémica ha sido suscitada por las incontables faltas ortográficas y gramaticales que abundan en la carta. Algo inaceptable tratándose de José Ignacio Wert, Ministro de Educación, Cultura y Deporte.

Lo cierto es que después de revisar la correspondencia, cuya lectura se vuelve especialmente trabada del segundo al cuarto párrafo, no comprendo como se han podido pasar por alto estas sobresalientes incongruencias. Teniendo en cuenta la eficacia de los correctores ortográficos de las suites ofimáticas y de que todo hispanohablante sabe que se escribe en mayúscula toda letra que sigue a un punto, no me entra en la cabeza que algo así haya podido suceder. Por tanto, no me queda más alternativa que suponer, deducir y conspirar:

Doy por hecho que la carta no ha sido escrita por el ministro y que posiblemente ni siquiera la haya leído en profundidad; de lo contrario, no tendría sentido que hubiese permitido su publicación. También afirmo que ningún escrito puede relatarse sin cometer ningún error gramatical de primera mano -la perfección, si existe, pertenece a Dios-. Así que sólo se me ocurren dos cosas. Uno: la carta ha sido escrita apresuradamente sin ayuda de correctores ortográficos o revisiones exhaustivas. Dos: se han omitido las rectificaciones voluntariamente para incentivar el morbo, la polémica y desviar la atención ciudadana de cuestiones importantes.

En cualquier caso, no acepto de ningún modo las críticas tan acerbas que se han venido realizando alrededor de esta noticia. Al menos, no de un modo tan desmesurado y destructivamente ofensivo. Sobre todo por parte de los internautas ¿Por qué? Porque los propios usuarios son los primeros en desacreditar su expresión escrita, tal y como nos demuestran los mensajes del Twitter, del Facebook y de cualquier SMS. La escritura del siglo XXI es lamentable. Ni más ni menos.

Muchos me argumentarán que primero debe aprender el Ministro de Cultura a escribir bien; luego, ya lo harán ellos. Yo digo que ojalá los jóvenes de este país escribiesen la mitad de bien de lo bien que está escrita la famosa carta.

Quien quiera defender su analfabetismo enorgulleciéndose de los errores de la declaración de Wert, que lo haga. Quizás eso sea precisamente lo que quiere el gobierno.

Iraultza Askerria

La Puerta de Alcalá

La historia, en forma de cicatrices, imprime su firma en el alma de la humanidad, en sus tierras, en sus obras, en sus creencias y en sus monumentos. El pasado transforma al mundo en su diario, y anota con precisión los sucesos que merecen ser recordados para la posteridad, bien sea por su magnificencia o por su maldad.Prueba de ello es la Puerta de Alcalá, en el centro de Madrid. Un monumento de piedra que ha sido protagonista de caminos, de bienvenidas ilustres, de resistencias bélicas y de atentados anarquistas, y centro del bastión republicano, de manifestaciones sociales y de la canción que lleva su nombre. Una verdadera enciclopedia de la historia.800px-Madrid_06.JPG

Al repasar la antigüedad del monumento, se debe referir que antes de la puerta moderna, hubo otras tantas construcciones que servían de paso obligado para aquellos transeúntes que venían de otros puntos de la península. Por ejemplo, desde Alcalá. De ahí su etimología. Además de a la Puerta de Alcalá, hubo otros muchos portones que cerraban las murallas de la capital y que unían los caminos de diferentes puntos regionales: Segovia, Guadalajara, Toledo, etc. La utilidad del edificio era a grandes rasgos defensiva y civil.

Sin embargo, la puerta fue reconstruida varias veces con el devenir de los siglos, hasta que Carlos III, en la segunda mitad del siglo XVIII resolvió derribarla y erigir una puerta monumental, convirtiéndola en un símbolo para la capital, una pieza indispensable en la arquitectura española.

Como el arte monumental no entiende de patrias, el trazado del edificio fue encargado al italiano Francesco Sabatini, cuya propuesta fue la elegida en detrimento de las ofertas de otros dos arquitectos españoles. Además, para consolidar la agradable autoría internacional, un escultor francés y otro hispano fueron los encargados de las decoraciones escultóricas.

De esta forma, se encontraba Madrid sin su puerta más prestigiosa en el año 1770, cuando empezó la edificación del nuevo proyecto. Se tardó ocho años en erigirla. Mucho tiempo tal vez, pero la espera, indudablemente, mereció la pena. A fines de esa década, la ciudad contaba ya con una puerta monumental, insigne y maravillosamente hermosa. Formada por cinco vanos. Los dos laterales eran adintelados, y los centrales, arcos de medio punto. Estaba provista además de dos fachadas completamente disímiles; la exterior, que miraba al este con su escudo de armas y sus cuatro niños que simbolizando las cualidades cardinales, y la interior, algo más sobria que la pareja y ataviada con decoraciones de leones, cornetas y trofeos de guerra.

Es tan basta la simbología del monumento, que se harían necesarias decenas de páginas para describir cada motivo arquitectónico y escultórico, y vincularlo con la historia o la mitología; conocimiento que cierto autor no tiene.

Por tanto, es necesario adentrarse en otro curioso rasgo de esta pétrea puerta. Y es que, desgraciadamente, porta las heridas en sus muros de tantos ataques no identificados, que han mancillado su monumentalidad artística y su rigidez histórica. Basta con contemplar momentáneamente la fachada exterior, y la monstruosidad de sus columnas llagadas abrirán de par en par los ojos del espectador. ¿Tan poco sentido común tiene el ser humano que es capaz de destruir su propio arte? ¿Nada se ha aprendido de la devastación de la biblioteca de Alejandría? Bastante corrosivo resulta el tiempo y las arenas del olvido como para contribuir voluntariamente a dicha aniquilación.

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La autoría y el contexto del ataque a la Puerta de Alcalá no tiene una respuesta clara. Se especula con la posibilidad de que las tropas napoleónicas ocasionaran los daños durante el levantamiento del 2 de mayo. Aquel primer paso hacia la guerra de la independencia, que sería recordado renombrando con dicho título a la plaza en la que se levanta la puerta.

Otra posibilidad, se encuadra en el marco del Trienio Liberal, cuando entre 1820 y 1823, los liberales contrarios a la restauración obligaron al rey Fernando VII a firmar la Constitución de 1812. El monarca necesitó la ayuda de la Santa Alianza, países europeos defensores del absolutismo, para restablecer su poder totalitario. Para ello, los Cien Mil Hijos de San Luis del ejército francés acudieron en defensa del rey español. Se dice que en la contienda, los proyectiles de los franceses, impactaron contra la Puerta de Alcalá. Estos hechos no han sido unánimemente aceptados. Después de la confrontación, Fernando VII fue depuesto en su trono. Diez años antes los españoles habían luchado contra los franceses por la restauración de su monarquía y una década después, fue al contrario. ¡Qué irónico!

Avanzando un poco más en el tiempo hasta atracar en 1921, antes de la dictadura de Primo de Rivera, acaeció junto a la Puerta de Alcalá un atentado anarquista que acabo con la vida de Eduardo Dato. El presidente de gobierno fue tiroteado desde una motocicleta mientras viajaba en su coche, y parece que los proyectiles pudieron deteriorar el monumento.

Sea cual fuere la razón de los desperfectos de la puerta, lo cierto es que la humanidad debe aprender de sus errores. Sin hacer apología de la violencia, las revoluciones y las guerras deben respetar las obras artísticas del pasado. Ya que parece imposible convencer a los militares y a los rebeldes de que respeten a los civiles, al menos, que respeten su arte. El arte no daña a nadie y enriquece a todos, independiente de la religión o signo político del individuo.

Aprendamos de nuestras culpas y corrijamos el futuro. El arte sólo debe pertenecer a la eternidad. No quiero ver a otro Carl Sagan atormentado por la destrucción de la biblioteca de Alejandría. Quiero… poder ver esa biblioteca.

Iraultza Askerria

La Milla Real de Edimburgo

La calzada descendía suavemente sobre un pavimento pedregoso fruto de la fábrica de nuestros antiguos arquitectos medievales. El frío de la noche se desprendía de su oscura mortaja y abrazaba a las baldosas de piedra, mientras el sonido de una gaita surgía de la sólida protección de un soportal. Dentro, un joven vestido al estilo y forma de un highlander enarbolaba su instrumento musical como un habilidoso espadachín. El grave zumbido siempre incesante de la gaita me acompañó agradablemente durante todo el trayecto.

Me detuve un instante. Me giré, alcé la vista y me topé con la inmensa amplitud del castillo, una fortaleza antediluviana donde aguardaba una impresionante vista panorámica de la ciudad, sólo comparable con las perspectivas desde Calton Hill. Casi con detalle se podían entrever desde lo alto las parejas que paseaban por los jardines de los príncipes, y la eterna punta que sobresalía del café The Hub, en cuyo edificio, una antigua iglesia gótica, se celebraba el Festival Internacional de Edimburgo año tras año. En definidas cuentas, la panorámica desde la fortaleza era, sencillamente, sublime.

El castillo simbolizaba historia, épocas pasadas de reinados y férrea fe en el catolicismo. Su muralla se erguía como una eternidad indestructible. Los muchos cañones apostados en las almenas daban cuenta de la importancia defensiva de la que disfrutó. Además los muchos museos militares exclusivos de su interior hacían un repaso histórico de todos los percances bélicos que habían sucedido durante los postreros siglos.

Reemprendí la marcha, no sin recordar que un pequeño museo se alzaba medio oculto en aquella zona, y al que se llegaba tras atravesar un oscuro y estrecho close. El recinto honraba a tres de los más grandes y conocidos poetas del país, como lo eran Robert Burns, Robert Louis Stevenson y Sir Walter Scott.

Los versos del romanticismo me acompañaron durante el resto de la travesía. Me detuve al final de la calle, a la espera de que el semáforo de peatones me indicara que podía atravesar la calzada. Nunca me acostumbraría a esos pasos de cebra tan disímiles a los de mi tierra natal, y que en más de una ocasión me habían acarreado un disgusto.

Tras cruzar la calle, me encontré de lleno con la estatua de David Hume. Con su tono azulino, el códice apoyado en su rodilla y la toga cayendo hasta sus tobillos desnudos, me parecía más un antiguo pensador griego que un filósofo de la ilustración. El clasicismo me hizo esbozar una sonrisa, y tras atravesar la High Street me descubrí en la acera de la derecha.

Al fin, el estilo gótico, maravilloso, divino e inabarcable desempolvó las confusas memorias de mi última visita. Los órganos de las iglesias, los arcos en punta, las prodigiosas fachadas y esa arquitectura elevada hasta el grado máximo de la magnificencia aparecieron ante mí como un ansiado arcángel.

Se trataba de la catedral de Saint Giles. El edificio rezumaba historia; siglos de reforma y aprovisionamiento de estilos artísticos, centenares de voces eclesiásticas, un maremágnum de visitas turísticas y tantas veces modelo fotográfico. Al entrar por primera vez en la catedral, me había invadido… ¡la inmensidad! Las columnas enormes, las vidrieras policromas, la misteriosa planta que escondía secretos, la crónica de las coronaciones escocesas del medievo, las pinturas en relieve sobre los muros, las tumbas marmóreas y las bóvedas etéreas. El paraíso, si existía, había de tener la forma de esta catedral.

Seguí mi camino evocando aquel ejemplar concierto de coro con el que me había deleitado en el interior de St. Giles el pasado domingo. Luego, descendiendo por la calle peatonal, me topé con la estatua de Adam Smith, que daba la espalda al edificio religioso. Un buen amigo mío me lo había presentado como “el padre del capitalismo”, y siendo yo un pobre obrero, nunca tuve en estima a este economista escocés. Resulta que los prejuicios son mucho más poderosos que la verdad.

Perdido en mis elucubraciones, me percaté de que había pasado por alto el ayuntamiento de Edimburgo. Nunca había sido amigo de los remordimientos, con lo que proseguí mi camino, recordando, eso sí, mis gratas impresiones sobre la sede de la alcaldía. Estaba medio oculta tras una hilera de sencillos arcos, que tras franquearlos dejaban ver un monumento en forma de lápida que honraba a los caídos durante la primera y segunda guerra mundial. Cincelado en la piedra, un texto rezaba en letras capitales: “Their name liveth for evermore”, una frase vital sobre la que espero que no se esculpan más fechas. Tras flanquear el monumento, en el centro del atrio del ayuntamiento, se erigía una efigie de Alejandro Magno a lomos de Bucéfalo, su querido equino. Corría una curiosa leyenda en torno a las orejas del caballo, pero que debido a su falta de oficialidad, preferiré no referir. Si mi mente duda, que no duden mis palabras.

Hablando de leyendas, junto al ayuntamiento, o mejor dicho bajo él, se encontraba The Real Mary King’s Close. Se trataba de un angosto callejón que conducía a una atracción turística mezclada de historia y de terror. El guía te orientaba a través del subsuelo del ayuntamiento, mostrándote los diferentes pasadizos y casas que antiguamente habían conformado la ciudad. Un paraje actualmente tapiado, y que antaño, se había convertido en tumba de miles de edimburgueses debido a las plagas y a la peste.

Proseguí en mi descenso por la High Street, avistando a mi alrededor decenas de pubs con sus cimientos de madera y sus cálidas chimeneas, que daban al recinto un ameno toque hogareño y familiar. En sus interiores se podía disfrutar de una fría cerveza tostada siempre al amparo de música folclórica o degustar exquisitos platos: desde una sopa de verduras, perfecto mal contra el frío de aquellas latitudes, hasta una hamburguesa de vacuno con sus peculiares lonchas de beicon, tan sabrosas. La reminiscencia me abrió el apetito, pero decidí proseguir mi camino.

Cuando quise darme cuenta, tropecé con la ancha avenida de North Bridge, que atravesaba la Royal Mine para conectar con Princess Street. Aguardé impaciente a que el semáforo detuviera el constante ajetreo de vehículos, entre los que sobresalían los imponentes autobuses de dos pisos, muchos de ellos reservados a los turistas.

Al fin cruce la avenida y poco después, a mi izquierda descubrí la casa más antigua de la ciudad medieval, cuya edificación databa del año 1490 y en la que vivió años después el sacerdote protestante John Knoz, fundador del presbiterianismo. A pesar de las reformas, aún podían observarse los antiguos muros de piedra de la fachada.

Dejé atrás la antediluviana morada para conectar con Canongate, el último recorrido de mi trayecto. Aquí la calle se estrechaba. Incluso parecía perder el lujo y el encanto original de High Street, pero lo cierto es que Canongate escondía tanta historia como el recorrido anterior. Prueba de ello radicaba en el Museo de Edimburgo, que contenía piezas indispensables del pasado de la capital, ancestrales planos de la metrópoli e incluso una maqueta de la misma que databa de la época de María Estuardo, lo cual contribuía a comparar su construcción pasada con su modernidad actual.

Justo en frente se erigía The People’s Story, museo que reproducía la vida de la urbe de Edimburgo de los últimos tres siglos. El edificio estaba coronado por un peculiar reloj en forma de cubo, en el que era imposible no fijarse, y que sólo mirarlo transportaba al espectador a otra era pasada y ficticia, como un lejano oeste estancado en un desierto infernal, pero bajo la dominación de una civilización tecnológicamente avanzada.

El pasado, junto a sus muertos, residía junto a este museo dentro del camposanto de Canongate, algo menos numeroso y recargado que el cementerio de Calton Hill, pero igual de importante, pues albergaba a un personaje tan prestigioso como Adam Smith, anteriormente mencionado.

Con la huella del capitalismo arrastrándose en mis memorias, seguí calle abajo, por la acera de la diestra. A los pocos metros, vislumbré la fachada vanguardista del parlamento escocés, con sus paredes medio circulares provistas de efigies en relieve y de multitud de célebres citas manifestadas por personajes de toda índole. Uno podía transcurrir varios minutos leyendo las frases cinceladas en la pared o conjeturando sobre las formas geométricas e irracionales que se dibujaban en aquellos muros, en un intento de adivinar el objetivo de su autor, el arquitecto catalán Enric Miralles. No tengo más remedio y mayor desgracia que declarar que el artista murió antes de ver finalizada la obra.

La democracia moderna consolidada en parlamentos y congresos alrededor de todo el mundo resultaban ser los monumentos contemporáneos del presente. En un mundo en que la religión cristiana parecía condenada al olvido, la supremacía artística de sus catedrales y monasterios era reemplazada por el vanguardismo arquitectónico de foros, ministerios, concejalías y ayuntamientos. Una prueba de ello se encontraba sin duda en el mencionado edificio parlamentario, que se encontraba frente a otro de los elementos más cotizados de la arquitectura: el palacio real.

Al fin, había llegado. Me detuve al otro lado de la acera, frente al palacio de Holyroodhouse, el final de la milla real. Historias, reinados, coronaciones, ceremonias eclesiásticas, siglos de leyendas y de simbología real se aunaban tras los muros de la casa solariega. Construida hace nueve siglos como una abadía, la residencia real fue añadida al final de la edad media, en un estilo clásico y magno. Su interior, con su decorado barroco, exhibía las comodidades a las que se acostumbraban los integrantes de la realeza. El palacio fue residencia de la célebre y desgraciada María Estuardo, reina de Escocia, siendo en la actualidad propiedad de la reina Isabel II. La mencionada abadía se había derrumbado en el siglo XVIII, y sus ruinas eran hoy en día una escasa muestra de lo que realmente fue. Pero desafortunadamente, el tiempo devoraba las obras más significativas del ser humano y llegado a ese punto sólo nos quedaba la imaginación para reconstruir lo que nos hubiera gustado conocer.

Me volví y alcé la vista. Calle arriba, intenté vislumbrar los muros del castillo, pero me fue imposible. Había recorrido en apenas media hora la milla escocesa que separaba la fortaleza del palacio. La milla real, la milla de oro. Así la llamaban. Un camino de mil ochocientos siete metros colmado de catedrales, museos, hostales, tabernas y restaurantes, centros de turismo, edificios gubernamentales, cementerios y palacetes. Los recuerdos habían aflorado en mi corazón con cada paso, con cada andar. Estaba completamente embriagado con el esplendor de una de las ciudades más bonitas de Europa, de Edimburgo, apodada la Atenas del Norte. Si tuviera que elegir otro lugar de nacimiento sería éste.

Desde aquí mi tributo a esta preciosa caminata, cuyos metros represento en forma de palabras.

Iraultza Askerria

Por respeto a la monarquía

Me parece ésta una semana agitada, políticamente hablando. Los chismes se reproducen como plagas y las catástrofes acechan en cada titular de los periódicos. Desde el codiciado petróleo de Argentina hasta las selvas africanas de Bostwana, donde un tierno elefante yace abatido por la puntería de un rey. Una pena que su nieto no haya heredado la misma habilidad. Con todo esto, muchos de los diarios actuales han tratado de diferente manera la monarquía, ya sea para defender su institución o atacar a alguno de sus integrantes. En esto pienso, cuando recuerdo la última vez que coincidí con el rey español, en un acontecimiento público. Acaeció en la pálida Cádiz durante el bicentenario de la Constitución de 1812, La Pepa. Yo me encontraba en el Oratorio San Felipe Neri, acompañando a los coordinadores de mi partido político. Nuestro apoyo a la democracia era incuestionable y así queríamos demostrarlo acudiendo a aquella importantísima cita; una constitución, sea o no la más progresista, siempre debe ser honrada.La celebración transcurrió sin incidentes y sorpresas, con discursos ensalzadores y retazos históricos. Hasta que el rey Juan Carlos I tomó la palabra. Recuerdo que en ese momento mi corazón comenzó a clamar por la Constitución de 1931. Quizá por ello, haya olvidado el contenido de la arenga del monarca.

Lo que recuerdo con exactitud, y quizá fue lo que me despertó del pasmo, es como el público estalló en un aplauso al término del discurso del rey. Yo, por mi parte, contribuí a la ovación, con mi espíritu republicano y a pesar de que alguno de mis camaradas no lo hizo. Yo aplaudí, ¡claro que sí! ¿Y por qué? Porque acostumbro a aplaudir a los oradores de discursos, por simple respeto. Esgrimí el mismo gesto con el presidente del gobierno y con el doloroso gol que nos marcaron en la final de copa, años atrás. Simplemente, respeto. Nada más. El respeto es la base del progreso democrático. A pesar de no defender la monarquía, tengo el deber de respetarla. Y viceversa.

Por eso aplaudí.

En esto estaba pensando, cuando me encuentro con un profético titular del diario ABC. En sus párrafos, leo lo siguiente:

El ministro no consideró necesario que PP y PSOE alcancen un Pacto de Estado sobre la institución de la Monarquía y recordó que todos los grandes partidos han «escenificado su apoyo a la Corona» con los aplausos cerrados que han brindado al Rey en fechas recientes. Primero, en la inauguración de la actual legislatura y, después, con motivo de la celebración del bicentenario de la Constitución de Cádiz.

ABC

Entonces vuelvo a recordar mi aventura en la hermosa Cádiz: mis manos ovacionando al rey orador y mis compañeros cruzados de brazos. Sólo por eso se considera que apoyo a la Corona. Errónea interpretación.

La próxima vez ya sé que NO tengo que hacer.

Iraultza Askerria

Lo que de verdad pensamos

Me siento ultrajado, completamente ultrajado. Siento que se ríen de mí —y de nosotros—. Siento mis rodillas desgarradas ante tanto arrastre de confianza —y los codos también—. Siento la mente torturada —mejor no hablar del corazón—. Y mi confianza pateada —y la vuestra también— como una víctima del nazismo.

¿A qué se debe esta quejumbrosa ofensa?

Muy sencillo:

«Ahora que ya no estamos en campaña electoral y han pasado las elecciones andaluzas y generales, los políticos debemos decir lo que de verdad pensamos, aunque a veces sea políticamente incorrecto.»

¿Lo que de verdad pensamos? Guauuuuu… y discúlpenme por la expresión: menudos cojones.

Así es, de la boca de un político —un senador para más señas— han surgido estas ominosas palabras que parecen mofarse de la democracia, las elecciones, la confianza de los votantes y las promesas de los políticos. Si ya nadie se fiaba de estos —o muy pocos—, ¿quién lo hará ahora a partir de esta injuria?

La política española se ha puesto en duda a lo largo de los años. En este país de pandereta, de vagos, maleantes y corruptos, los electores depositamos la confianza en aquellos que promueven iniciativas para remodelar el país positivamente y para contribuir a la mejora y al progreso. Depositamos nuestra confianza incluso en aquellos que han sido acusados de blanqueo y prevaricación. Depositamos nuestra confianza, nuestros votos y nuestra esperanza.

¿Para qué? Para vernos unos meses después traicionados. Nuestra lealtad corroída por lo que todos nosotros temíamos: que las promesas electorales son sólo promesas, y que las verdades defendidas en campaña, mentiras.

Eso es certeza, tal y como admite este político.

A pesar de todo, hemos sido fieles. Un pueblo fiel ante un gobierno corrupto.

Si esta lealtad es motivo de burla para este senador —quien tendrá durante el próximo año un poder legislativo inabarcable para el pueblo—, ¿qué justicia nos puede quedar a los obreros? Ninguna. ¿Ilusión? Vacío. ¿Orgullo? ¿De qué? ¿De esta patria? ¿De este país? ¿De sus gobernantes? No, no de momento.

Me temo que estamos acorralados ante los intereses bancarios, la soga de las multinacionales y la cobardía de la clase política. Muy pronto, nuestros hijos tendrán que pagar por recibir una educación, nuestros ancianos deberán abonar las dietas de los cirujanos que los atienden y nosotros trabajaremos catorce horas al día hasta ser octogenarios. ¿Por qué digo esto?

Otra vez, muy sencillo:

El […] senador por Córdoba, Jesús Aguirre, […] ha asegurado que hablar de solidaridad, universalidad o gratuidad es «una utopía».

20 minutos

No, no es una utopía. Utopía es creer en vosotros.

Iraultza Askerria

Referencias:
20 minutos
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