El bastón

Múltiples Facetas - AndreaLa noche estaba cubierta por una fina neblina.

Un hombre fumaba un cigarrillo apoyado contra una farola. Su rostro estaba oscurecido por un sombrero. Unas frondosas patillas le cubrían verticalmente la cara, surgiendo como una plaga en aquella silueta tenebrosa. Vestía un esmoquin negro a juego con el sombrero y unos zapatos de charol, como los de un bailarín de claqué.

Tras una última calada, el desconocido tiró el cigarrillo al suelo. Lo aplastó con un largo bastón que aferraba con habilidad en la mano izquierda. Era de un metal negro, cuajado de estrías, con la cabeza engalanada por una esfera de oro. En la misma se habían engarzado dos pequeños diamantes, como ojos. La parte inferior del báculo quedaba rematada en una doble punta de acero. A pesar de su extravagancia, aquel artilugio era toda una obra de arte y misterio.

El desconocido se enderezó y comenzó a caminar por la calle desierta. A cada paso que daba, se ayudaba del bastón negro, aunque ciertamente no parecía necesitarlo: su figura lucía un cuerpo atlético y saludable. Aun así, el bastón semejaba su tercera pierna, un objeto prácticamente unido a su cuerpo mortal.

Las dos puntas del báculo repiqueteaban sobre las baldosas de la acera, penetrándolas en lo más profundo de sus resquicios, casi con un ímpetu sádico. El desconocido movía el bastón como una extensión de su mano, como una prolongación de su alma y corazón. En ningún momento lo soltaba, agarrándolo justo por debajo de la cabeza dorada.

Al final de la calle, apareció el continente de una joven mujer. Caminaba cabizbaja y en silencio, embutida en un abrigo de piel y con las manos incrustadas en los bolsillos. No se había percatado del desconocido, pero este, al igual que los ojos diamantinos de su bastón, la habían descubierto entre la plena oscuridad.

Cuando ella pasó junto a él, el hombre extendió el báculo horizontalmente. La mujer se vio obligada a detenerse para no chocar contra el objeto. La joven levantó la mirada al instante, tan sorprendida como asustada. Pero los ojos del desconocido no lanzaban ninguna amenaza, solo una inexplicable fortaleza de control y serenidad.

—No me mires a mí —indicó el desconocido—. Míralo a él…

El hombre alzó la vara hasta colocarla frente al rostro de la mujer. La cabeza del bastón con sus diamantes engarzados, atrapó la conciencia de la chica casi al instante, como un hechizo. Ella quedó cautivada por aquel resplandor diamantino. Sus pupilas se habían dilatado hasta cubrir toda la esclerótica.

—Ahora síguenos —pidió el desconocido.

Comenzó a andar por la calle y la muchacha lo siguió.

La noche era fría y tal vez por eso el hombre se desvistió la chaqueta negra para colocarla suavemente sobre la espalda de la joven.

—No conviene que te enfríes —añadió él—. El calor es vital.

Ella no contestó y no dijo nada en el resto del trayecto. Se dio cuenta, aterrada, de que era incapaz de hablar. De repente se había quedado muda. Cualquier persona hubiese querido escapar de la presencia de aquel extraño, pero la muchacha era incapaz de separarse de su porte sobrenatural, tan misterioso como lo eterno. Además, estaba ese bastón, hipnotizador. Sin recapacitarlo mucho, se abrazó a su cuerpo.

Él la rodeó por la cintura.

—Tranquila, ya estamos llegando.

Atravesaron las veredas de un amplio parque, siempre bajo el ritmo parsimonioso que marcaba el bastón. Alcanzaron luego un terreno amurallado y flanqueado por varias filas de abetos. En el interior de la cerca, se erigía un palacio de fachada blanca, con balcones barrocos y una enorme cúpula como techumbre. Todas las ventanas brillaban con un color rojizo, similar al de los diamantinos ojos del bastón.

—Estamos en casa —informó el hombre—. Sujeta un momento.

Entregó a la muchacha el bastón mientras él buscaba las llaves en el bolsillo. La joven, al tomar el objeto, lo sintió liviano, cálido y suave, como un suspiro de amor, como un juguete delicioso. Sorprendida por ello intentó identificar el material estriado que lo componía, pero entonces el hombre se lo arrebató violentamente.

La puerta estaba abierta.

—Pasa.

La muchacha asintió, pero antes de traspasar el umbral, el hombre la cogió de la mano. La chica soltó un respingo entonces, horrorizada. Su piel estaba fría y áspera como el hierro, acaso muerta. No obstante, no pudo pensar mucho en ello ni tampoco escapar de la influencia de aquel desconocido. Del interior del palacio, surgían unas voces femeninas, agónicas y atormentadas. Parecían hienas con voz de mujer muriéndose de hambre. El hombre irrumpió en el edificio arrastrando con fuerza a la muchacha.

Al entrar, la joven se encontró con una decoración pomposa donde predominaban tapices y alfombras de color rojo e incrustaciones de rubí en el techo y los muros. El vestíbulo estaba adornado con varios muebles de madera de pino. No había puertas, aunque sí pasillos que conducían a una u otra habitación. En el centro, una amplia escalinata acolchada en seda carmín ascendía a los restantes pisos.

En uno de los escalones había dos mujeres gimiendo enloquecidas. Cuando vieron entrar al hombre, se lanzaron rápidamente hacia él. De un salto, alargaron la mano hacia el bastón como si les fuera la vida en ello.

—¡Basta! —exclamó él, visiblemente enfurecido.

Azotó con la vara a una de ellas, que protestó con un gemido. La otra, prudente, se alejó arrastrándose por el vestíbulo.

—Reunid a las otras en el salón principal —ordenó a las dos mujeres que desaparecieron poco después por las escaleras. Después se volvió hacia su nueva inquilina—. Sígueme.

La muchacha estaba petrificada por el pánico, pero nada podía hacer salvo mirar con ojos espantados lo que ocurría a su alrededor. El anfitrión la tomó del codo y la ayudó a ascender la larga escalinata.

Cuanto más subían, más voces femeninas llegaban a los oídos de la joven. Algunas sonaban alarmadas; otras, visiblemente excitadas. No emitían ninguna palabra ininteligible. Parecían meros susurros, súplicas o clamores de euforia. Resultaba casi exasperante.

El hombre se detuvo en el rellano, alzó el bastón en lo alto y lo dejó caer terriblemente sobre el suelo. Al instante, las voces femíneas se apagaron por completo.

Después, condujo a la muchacha a un amplio salón adornado con sofás, sillas tapizadas y una vasta cama acolchada de rojo. En la estancia había al menos una docena de mujeres de edades diversas y fisonomías dispares. Las había rubias, pelirrojas y morenas; ataviadas con vaporosos vestidos de volantes o con cómodos pijamas de algodón. Pero todas ellas compartían un mismo sentimiento fanático. Cuando vieron entrar al hombre, bajaron la mirada hacia el bastón y gritaron hechizadas por su presencia.

—¡Desnudaos! —ordenó el anfitrión.

Nadie osó desobedecer la orden.

Seguidamente, condujo a la muchacha al interior del salón, directamente hacia la cama ubicada en el centro de la estancia. Se tumbó en la colcha cuan largo era, se quitó el sombrero y arrastró consigo a la muchacha. Esta cayó a su lado, entre él y el bastón. No pudo evitar contemplar directamente los ojos diamantinos de aquel báculo.

—Bien —dijo el hombre—. Ahora vas a desnudarme. Empieza por arriba.

Ella asintió sin alejar la mirada del bastón. Vio como el hombre lo arrojaba lejos, casi con desprecio. El objeto cayó entre aquella muchedumbre de mujeres desequilibradas, que comenzaron a disputarse la reliquia entre amenazas y arañazos. Pero al final, todas quedaron satisfechas al poder tocar el bastón, aunque fuera durante unos pocos segundos. Entre gemidos y chillidos desconsolados, comenzaron a desnudarse.

La muchacha no olvidó la orden que el anfitrión le había dado. Pasó los dedos entre los resquicios de su camisa, mientras la desabotonaba. Se percató de que el hombre tenía los ojos cerrados y respiraba entrecortadamente, disfrutando del contacto femenino. La joven le despojó de la prenda un instante después y quedó revelado un busto pálido como la luna, sin un ápice de vello capilar y con los músculos definidos y fuertes como una lámina de acero.

—Bien, ahora sigue con los zapatos. Luego el pantalón —exigió el hombre, alternando las palabras con leves suspiros de deleite. Estaba extasiado—. Después, termina el trabajo.

La joven movió la cabeza de arriba abajo, aprobadora. Se giró para enfrentarse al nuevo quehacer y tropezó con una imagen que no esperaba.

En un lado del salón, las mujeres yacían desparramadas en el suelo, sobre el cúmulo de ropa que anteriormente las había ataviado. Estaban completamente desnudas, exhibiendo sin tapujos la piel bronceada o marmórea, los brazos esbeltos o lánguidos, los pechos firmes o descomunales. Habían formado un círculo alrededor del bastón, y una de ellas se había embutido la cabeza dorada entre las ingles, mientras otra introducía y extraía de la vagina de la compañera aquel preciado objeto, siempre con movimientos delicados y rítmicos. Las demás estaban arrodilladas ante la larga vara, cubriéndola de besos o caricias, al tiempo que se masturbaban solas o con la mano amiga.

Entre tanto, la muchacha no había desestimado la tarea que le había sido encomendada. Sin dejar de contemplar la orgía de las mujeres y escuchando los jadeos de su señor, le despojó del calzado y de los pantalones. Sólo le quedaba una última prenda, antes de poder alzar entre sus manos el trofeo final.

Al volverse hacia el hombre y arrancarle la ropa interior con un agresivo movimiento, se quedó petrificada.

No tenía pene.

Al comprenderlo todo, la muchacha enloqueció con un estruendoso alarido de furia. Saltó de la cama y se lanzó sobre las demás mujeres delirantes.

Sólo cuando pudo tocar el bastón con un triunfal jadeo, se sintió complacida.

Iraultza Askerria

Somos…

Exogenesis - Juan Diego Jiménez
Somos jirones de nube
que se encuentran en lo alto
y que forman al juntarlo
el blanco que todo cubre.
Somos la arena y el agua
que al vaivén de la marea
cálidamente se besan
en la orilla de la playa.
Somos el tallo y el pétalo
de la rosa de un vergel
y aunque sólo una ser
lo llenamos por entero.
Somos la muerte y la vida
y entre ambos inmortal,
porque somos el canal
de la fortuna y la dicha.
Somos grave aguda nota,
y al compás de tú y yo
en la escala en do mayor,
compondremos una copla.
Somos tierra, somos cielo,
las estrellas y los soles,
la negrura y los colores,
y juntos el universo.
Somos el mío y el tuyo;
el nostros, el para siempre,
el amor eternamente.
Somos todo, Dios y el mundo.

¡Contenido extra!

Casualmente, navegando de blog en blog he encontrado en un sitio este poema que publiqué hace ya más de tres años. Al encontrarlo, no he podido evitar la tentación de volverlo a publicar en esta bitácora. Espero que os guste, como tanto me gustó a mí escribirlo.

Gracias por suscribirte al blog. Sólo por ser seguidor de esta bitácora, podrás leer este contenido extra.

Voz de trino

full moon week - {author}En los soportales de tus ojos quedé dormido, y aunque estaba a la intemperie no pasé frío. Me acunaste entre las pestañas como a un niño, cantándome aquella nana con tu voz de trino, y mientras pasaba la noche bajo tu nido, tú me cuidabas como si fuera un hijo. ¡Qué sensación tan plena: sentirme protegido! Feliz y arropado, lleno y querido. Habías en una noche conseguido que volviera a sentirme enteramente vivo.

Iraultza Askerria

El Tempranillo

El alba había roto en la serranía de aquel siglo diecinueve. Los rayos rosados se abatían incansablemente sobre los arbustos y el suelo terroso y amarillento. La luz, bienvenida, iluminaba el boscaje, las llanuras, las pendientes rocosas y las sendas que intentaban circunnavegar la cordillera. Todo parecía despertar como una mañana más en el vertiginoso paseo de la vida.

Por uno de los caminos transitaba un arriero. Tenía el rostro pálido, enjuto y curtido de arrugas, como un pan remojado que pierde su corteza hasta convertirse en una endeble miga. Sus brazos parecían dos fibras de lana, y su torso una rama más que un tronco. Era una especie de delgada quimera azotada por el tacto de la brisa. Su andar temblaba por el hambre y la fatiga.

Tras el arriero, andaba un escuálido burrito. Acarreaba en su lomo varias pellejas de vinagre, además de muchos y trabajados años. La vejez se hacía patente en sus ojos entornados y en sus crines canosas. Podría haber desfallecido en cualquier momento. No obstante, al igual que su amo, resistía los envites de la fatiga.

El tempranilloSu misión era tan sencilla como alcanzar el pueblo cercano, despachar en el mercado las pellejas de vinagre, aprovisionarse con harina, trigo y leche y regresar a su morada con los alimentos. Allí le aguardaban su esposa y su hambrienta y numerosa prole. Un cometido que cualquier labriego y caballo habrían logrado rauda y eficazmente, pero que se antojaba harto difícil para un arriero pobre como aquel y su desdichado burrito.

En esto estaban los dos, la bestia y el hombre, cuando el arriero se detuvo de improviso. Se sintió amenazado por algo, acechado por un cazador, perseguido por un demonio. Alzó la mirada hacia la loma que se erguía frente a la vereda. Entonces lo vio: un jinete apostado en la ladera, desde donde oteaba y controlaba las sendas de la serranía. Su figura era imponente.

El arriero hizo un alto en el camino para contemplar al intruso. A pesar de que se encontraba a medio kilómetro estaba seguro de que le había descubierto. En las inmediaciones no había nadie más: ni agricultores ni ganaderos ni cualquier vestigio de civilización. Si se trataba de un bandolero no tendría con que defenderse. Aunque pensándolo bien, tampoco tenía mucho que proteger.

Con esta premisa, el arriero prosiguió la marcha. La pausa le había servido al burrito para recuperar el huelgo. Los dos continuaron la larga caminata más atentos al lejano jinete que al abrupto recorrido.

Un instante después, cuando el arriero alzó la vista hacia la cordillera en busca del intruso, este había desaparecido. Se asustó y aceleró el paso, por miedo a que el bandolero apareciese de improviso a sus espaldas. No obstante, sabía a ciencia cierta que no podría escapar. No tenía fuerzas para correr, ni él ni su burrito.

El arriero tiraba del animal con fuerza, pero el pobre cuadrúpedo no podía dar más de sí. Estaba agotado, casi desfallecido. Su amo sufría el mismo destino. El sol matutino comenzaba a evaporar su vitalidad. Pero por su familia debía continuar.

Y de improviso escuchó un relincho, y acto seguido, una sombra apareció ante él, al pie del camino.

Tanto el arriero como el burrito se detuvieron en seco. Unos metros más adelante, sobre la senda pedregosa y desnivelada, se erguía el jinete. Había descendido las lomas hasta presentarse en el camino. Frente a frente con el arriero y su burrito.

El intruso montaba un caballo blanco, formidable y joven, que por poco no mató al burrito de pura e insana envidia. Se encontraba a poco menos de dos metros del arriero y su presencia resultaba tan imponente como ejemplar. El jinete, con sus ojos penetrantes de ave rapaz y sus labios cerrados en un hermetismo henchido de seguridad, parecía un soldado enviado de Dios o un asesino despachado por el Diablo. Un poder descomunal, una firmeza sobrenatural destilaba de sus ojos grises.

El arriero, sudando terror, observó como el jinete se apeaba de su montura y se acercaba a él. No medía más de metro y medio. Pero aún así, sus ojos, sus temibles ojos hubieran doblegado al rey más eminente.

—¿Qu… qu… qué quieres? —tartamudeó el arriero, reculando un paso.

El intruso se detuvo. No avanzó más. Miró fijamente a su interlocutor y le preguntó:

—No temas. Aunque digan de mí que soy un bandolero, no voy a robarte. Dime, ¿a dónde vas con ese burro que se tambalea a cada paso?

—Al pueblo. Es la única bestia de carga que tengo, y con ella, procuro mi sustento y el de mi familia.

—Al pueblo irás, sí. Pero no regresarás con ese burro. Está demasiado viejo y tú aún eres demasiado joven. Pareces un buen hombre y no deseo ningún mal ni para ti ni para tu familia.

—¿Qué quieres decir? —inquirió el arriero, sin dejarse engatusar por ninguna artimaña, siempre suspicaz.

—Eres trabajador. Eso se ve en tu rostro marcado y en tus ojos profundos. Todo aquel que se esfuerza merece una recompensa. —El bandolero fue así de tajante. Posteriormente, extrajo una bolsa de su faltriquera y se la lanzó al arriero—. ¡Toma!

La bolsa cayó en el camino con un estridente golpe. Su interior tintineó como un tesoro.

—¿Qué hay dentro? —preguntó el arriero, sin osar agacharse para cogerla.

—Cuando llegues al pueblo, ve directamente a la casa del herrero y cómprale una mula. La vende por mil quinientos reales, ni uno más, ni uno menos. Ese herrero ama más el oro que cualquier otro bien. De seguro que no rechazará el trueque.

El arriero se inclinó y cogió la bolsa. El tamborileo de las monedas le confirmó que el bandolero no mentía.

—Gracias.

—No las des. Ve al pueblo, acércate a la herrería y compra la mula. Entonces podrás dar las gracias a Dios. —Hizo una pausa, sin dejar de contemplar al arriero, que todavía le guardaba respeto y todo sea dicho, pavor—. Ahora bien, como vuelva a verte por esta senda y no portes la mula o haya llegado a mis oídos que has derrochado el dinero en mujeres libertinas o en bienes infructuosos, iréis, el burro y tú, de cabeza por este barranco. ¡Y ahora, adiós!

Y con esta última amenaza, el bandolero se subió al caballo y cabalgó loma arriba, desapareciendo un instante después.

El arriero se quedó solo con la bolsa en la mano. La abrió y contó las monedas. Efectivamente, había mil quinientos reales. Sonrió. Le hubiese gustado dar las gracias al bandolero una vez más. Pero ni siquiera le había dicho su nombre.

Tan temprano había llegado como se había ido.

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Esa misma noche, un manto de nubes se agolpó en los cielos y la oscuridad nocturna dejó paso a penumbras, sombras furtivas y sonidos guturales. La intranquila nana de la naturaleza, acompañada de graznidos y aullidos, se derramaba como una gripe sobre el pueblo, esculpido al pie de la montaña.

En la periferia de la urbe se erguía la morada del herrero, anexa a su taller. Era una de las viviendas más voluminosas del pueblo y famosa por albergar multitud de barricas del mejor vino. El herrero era hombre solitario —ni estaba desposado ni tenía hijos— y amigo de la buena mesa, los buenos muebles, la mala lengua y las malas damiselas. En definitiva, gozaba de una creciente fama, aunque no necesariamente positiva.

Aquella noche el herrero se había visto obligado a trabajar a destajo hasta bien entrada la noche. Tenía un encargo pendiente para el siguiente día, y debido a que había permanecido toda la tarde en el burdel, había postergado la fabricación. Por lo tanto, se encontraba en la herrería con el fogón encendido y el martillo al rojo vivo golpeando el yunque, mientras el resto del pueblo dormía y descansaba.

Golpe tras golpe, las chispas saltaban por doquier y el humo y la ceniza se adherían a las ropas del herrero. Se detuvo un instante y dejó el martillo sobre la mesa para secarse el sudor de la frente. Justo entonces, escuchó un ruido, como una rama resquebrajada.

Se alertó, agudizó el oído y volvió a escuchar el mismo ruido. Le pareció que alguien deambulaba alrededor del edificio.

El herrero, confiando en su corpulencia y en sus rudas costumbres, salió al exterior por la puerta trasera. Cuando sus ojos se aclimataron a las sombras, avanzó varios pasos y buscó en los alrededores, pero no vio a nadie. Los matorrales y los árboles del bosque se erguían silenciosos como de costumbre, el viento aullaba lento como un depredador al acecho y las sombras seguían inmóviles. Supuso que habría sido una ardilla.

Con esta noción, volvió al interior del taller. La luz de las fraguas le cegó un instante y cuando recuperó la visión, se encontró de frente con dos hombres encapuchados, con sombreros oscuros y vestimentas negras. Unos de ellos le apuntaba con un mosquete; el otro esgrimía una faca.

—¿Quiénes sois? —gimió el herrero, asustado.

Buscó algún arma con la que defenderse, pero no encontró nada. El martillo estaba lejos de su alcance y las espadas que había forjado estaban guardadas en uno de los armarios del fondo. Además, los dos bandoleros se encontraban demasiado cerca. Cualquier movimiento brusco le habría condenado.

—Entréganos la bolsa —intimidó el mosquetero.

—¿Qué bolsa?

El bandolero bajó un momento el arma:

—Tienes una bolsa de mil quinientos reales. ¡Entréganosla!

—¡Yo! ¿Una bolsa? Imposible, os habéis equivocado de hombre.

El bandolero dudó un instante, pero su compañero intercedió astutamente:

—No mientas. Esta mañana vendiste una mula por mil quinientos reales. ¡No lo niegues!

El herrero inclinó la cabeza. Ningún subterfugio llegó a su mente, y se vio en la deshonrosa perspectiva de admitirlo todo. Su vida estaba en juego.

—Está bien, os daré la bolsa. Pero no me matéis, por favor.

Ninguno de los bandoleros respondió. El mosquetero siguió apuntándole con el arma y su compañero avanzó unos pasos, mientras el herrero se dirigía a un arcón, ubicado en una esquina. Lo abrió lentamente y extrajo de su interior una bolsa de cuero. La misma bolsa que el jinete del caballo blanco había entregado al arriero aquella misma mañana.

El herrero se volvió hacia el bandolero de la faca y le lanzó la bolsa. Éste la cogió al vuelo, y el simple sonido de las monedas fue suficiente para cerciorarse del copioso botín.

—Ahí está —respondió el herrero, mientras el bandolero daba un rápido vistazo al interior de la bolsa.

—Todo correcto —dijo el bandolero, envainando el arma.

—Bien, vámonos —contestó el mosquetero.

Ambos se deslizaron hacia la puerta trasera. Estaba abierta, y el aroma de la naturaleza y los susurros de la noche se colaban por ella. El bandolero que portaba la bolsa fue el primero en abandonar la estancia. Pero el otro se detuvo unos instantes bajo el quicio de la puerta, apuntando al herrero con el mosquete. Seguidamente, ostentosamente, guardó el arma y se quitó el sombrero. Sin dejar de observar al herrero y con una sutil reverencia, le dijo:

—Te envío los saludos y los respetos de “El Tempranillo”.

A continuación, salió escopetado hacia los bosques.

Iraultza Askerria

Biografía de la historia

Her legs - {author}Con un beso reformular mi amor por ti y descomponernos en abrazos para juntarnos trocito a trocito con la templanza del lirismo épico, impropiedad de la poesía de la carne y el sexo, para acudir finalmente al apoteósico desenlace de los muslos y quedar así adormilados en la biografía de la historia.

Iraultza Askerria

Volarán las lucientes golondrinas

Photo - {author}Volarán las lucientes golondrinas a tu terraza, donde un mensaje dejarán. Sus alas vibrarán frente a los cristales, y a ti, ¡hermosa!, te despertarán. Correrás a leer aquella epístola, en tu corriente soledad. Volarán mis palabras a tu flor de boca y por la tarde bajarán… a tu vientre de pan y tapa, donde el alma te abrirán. Llorarás feliz al leer la carta y en el rocío de las lágrimas me verás, porque apareceré entonces de la nada, como magia, para poderte besar.

Iraultza Askerria

Fundirse

Photo - {author}El viento agitaba las cortinas de una ventana entornada. Tras el vano, un colchón vibraba cadenciosamente, al ritmo controlado de unos cuerpos que se amaban. Se escuchaban sonidos tiernos, el frote de las caricias, los inocentes mordiscos que comían una boca y unos pezones erectos. Dos jóvenes bailaban al son de sus sexos, en una fatigosa salsa de excitación y placer. No pensaban en nada más. No calculaban nada más. Solo contaban los segundos y sincronizaban sus orgasmos, mientras los ojos se hundían en la mirada ajena, fundiéndose y fundiéndose y fundiéndose para renacer después con un suspiro de placer.

Iraultza Askerria

Obra de arte

Photo - {author}Los cuerpos descorchados en un abrir y cerrar de ojos. No hay más ropa que el aliento meloso que se pega a nuestra sudorosa piel; más caricias que las que se profesan nuestros genitales; más sonidos que el de los labios gemebundos acampanados de éxtasis. Tu cuerpo bajo el mío, clavada a mi espalda de tal forma que pareces una mar apegada a un mundo, incapaz de regresar al océano perdido de la soledad. Me arañas y mana la sangre, mientras yo cincelo el mármol de tu sexo elástico, amoldado a mi glande como una boca de oxígeno. Dolor y placer condensados en los ojos que, entornados, se tocan.

Digo tu nombre; oigo el mío. Un te quiero. Un te amo. Un gruñido grave y un melodioso gemido. Me suplicas que me corra contigo, descompuesta por el terrible tormento del cénit. Te veo jadear como una gacela herida, combarte bajo mi pecho como una rama de ébano, exhalarme el alma a bocanadas de agonía y morderme el cuello para mitigar la insoportable sensación del estallido. Pero no, córrete tú, córrete tú mientras te penetro altivamente y profesas la fe de adorar mi cuerpo viril.

Te escucho gemir; cerrar los ojos bajo la presión de mil atmósferas y comprimirte a mi cara como atraída por un agujero negro. Sé que has llegado: quieta como un cementerio, no hay más vida en tu cuerpo que la humedad que se pega a mis muslos.

Salgo de ti sin previo aviso y te abrazo con mi carne para que no te quedes fría. Te beso dulcemente la mejilla sonrosada, pudorosa, avergonzada del momento, tan repleta de intimidad y pasión. Me encanta verte así, tan plena, tan desorientada, mientras el sueño comienza a llenar tus ojos y te convierte en una obra de arte.

Iraultza Askerria