La mecánica del sexo

Las caricias y los susurros de ternura brotaron como el gas de un motor de combustión; un acto tantas veces ejercido se había transformado en un procedimiento instintivo e inconsciente.

Así, los dedos de él aferraban los muslos de ella con una firmeza automática. Los besos, los roces, los intercambios de sonrisas y de gemidos, los extravíos en la fulgente mirada del otro, el aroma a fusión fatigada, el cenit de la unión carnal… Todo aquello había perdido la intriga y el nerviosismo de la inexperiencia. Ahora todo consistía en un mecánico tráfico de sexo y de goce.

Pero, al igual que la primera vez, proseguía siendo una práctica deliciosa y apetecible, una sensación que les hacía sentirse vivos, eufóricos y colmados de fortuna, casi a punto de rozar el cielo con sus dedos terrenales.

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria

El aroma del whisky

De esta forma, Magdalen escanció cuatro copas del licor escocés. Su transparencia odorífera resplandecía con un color vivo y ambarino, como un cristal de oro diáfano. La cálida fragancia de su cauce convertía la atmósfera en un vergel de rosas, embriagadoras de la mente. Su poder aromático podía extenderse por todo el aire, evolucionando en el ambiente, suprimiendo los restantes olores que pudiesen eclipsar su exclusivo perfume a alcohol.

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Una vida de satisfacción

Leví se inclinó sobre la barra, colocándose el rulo en el interior de la nariz. Aspiró la cocaína. La línea de nieve se evaporó ante su olfato con una celeridad desbordante.

Echó la cabeza hacia atrás, mientras absorbía largas bocanadas de aire y un delicioso estremecimiento atravesaba su alma. Sintió un rayo de luz filtrándose entre sus latidos y un cúmulo de energía verterse sobre el cauce de su pensamiento. En los ojos, un resplandor de fuego aumentó el grosor de las pupilas, incendiadas por chispas de humo.

Al cerrar los párpados, se bosquejó en su cerebro un edén de pensamientos, una dicha de anhelos, una vida de satisfacción.

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Lejos de la realidad

Ella tenía los ojos cerrados. Él también. Los dos habían naufragado en el océano de los gemidos agudos, de las palpitaciones aceleradas, de los suspiros fatigados, de las ilusiones eróticas. Cualquier vestigio de otros pensamientos se había suprimido.

Habían naufragado en el océano de la sexualidad.

Emitiendo hechiceras exclamaciones, María lanzó la cabeza hacia atrás. El mundo se hundía con ella. Se desataba de la realidad para atarse al edén del cuerpo, de la piel, del contacto, de la lascivia. Mientras ellos hacían el amor, el resto del mundo había desaparecido, enterrando su existencia muy lejos de la verdad.

Ellos eran la única certeza, sus gemidos el único aire, la saliva el único agua, sus labios el único alimento. La mujer era la única Eva y el hombre era el único Adán.

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