La casa del faraón

Templo de Ramsés II - Abel Jorge

La memoria del Antiguo Egipto se ha mantenido viva hasta nuestros días gracias a dos de sus entidades más representativas: las pirámides y los faraones. De las primeras aún queda la imborrable edificación en honor a Keops, que en la meseta de Guiza se alza majestuosa como la última de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Entre los segundos, cabe destacar a Tutankhamón, el faraón niño; al longevo Ramsés II, gobernante de Egipto durante 67 años, y a la hermosa Cleopatra. Esta última, sin duda, la reina más famosa de la historia.

La raíz etimológica

Como bien es sabido, la palabra “faraón” se utiliza para designar a los monarcas que gobernaron en el Antiguo Egipto, desde el faraón Narmer (Menes) alrededor del 3050 hasta la reina de origen griego mencionada anteriormente, quien dirigió el país africano hasta el año 30 a.C.. Aunque no se puede precisar con certeza debido a la pérdida de referencias contemporáneas, el número total de faraones durante esos tres mil años puede haber superado la cifra de trescientos, dividida, al menos, en una treintena de dinastías.

Sin embargo, a pesar de tan larga historia, el pueblo egipcio no empezó a utilizar el término “faraón” hasta el siglo XIV a.C., durante el reinado de Amenofis III. Por tanto, rígidamente hablando, éste fue el primero de los faraones egipcios.Entrando de lleno en la etimología de la palabra, “faraón” deriva del latín “pharaon”, éste a su vez del griego “paraoh”, que proviene del hebreo “paroh”. Fueron los hebreros quienes adaptaron la palabra egipcia original, que se transcribe como “per-aa”.

El significado de la palabra

Siguiendo el esquema lógico, el significado de “per-aa” debería ser “rey”, “monarca” o “majestad”. No obstante, nada más lejos de la realidad: significa “casa” [per] “grande” [aa]. Esta “gran casa” no era más que el palacio donde vivía el faraón, a quien se mentaba utilizando la personificación de su propia vivienda.Esta actitud, no debe parecernos extraña. Generalmente, el pueblo, y especialmente un pueblo tan religioso como el egipcio, consideraba al monarca una figura divina, relevante, suprema, que se encontraba por encima del individuo común. Por consiguiente, los egipcios utilizaban la metáfora de “gran casa” para referirse al rey de Egipto, del mismo modo que nosotros utilizamos fórmulas como “Su Majestad”.

Distintos vocablos, mismo sentido

Además, cabe señalar que en la sociedad moderna actual existen sutiles paralelismos con esta curiosa etimología del monarca egipcio, comola Casa Blanca, que frecuentemente se utiliza para simbolizar al presidente estadounidense o a su gobierno. Otro ejemplo, se puede encontrar en la innecesaria e infructífera monarquía del Reino de España: el Palacio de la Zarzuela, que en multitud de ocasiones, personifica a toda la familia real. En la práctica, este modelo de “vivienda-gobernador” se repite en otras tantas instituciones.

En definitiva, aunque pueda parecer curioso el verdadero significado de la palabra “faraón”, no debe extrañarnos de ninguna manera. Así como los reyes y monarcas sucumben ante el beso de la muerte, sus moradas pueden permanecer en pie durante siglos, trascendiendo al propio nombre de sus anfitriones.

Iraultza Askerria

Por respeto a la monarquía

Me parece ésta una semana agitada, políticamente hablando. Los chismes se reproducen como plagas y las catástrofes acechan en cada titular de los periódicos. Desde el codiciado petróleo de Argentina hasta las selvas africanas de Bostwana, donde un tierno elefante yace abatido por la puntería de un rey. Una pena que su nieto no haya heredado la misma habilidad. Con todo esto, muchos de los diarios actuales han tratado de diferente manera la monarquía, ya sea para defender su institución o atacar a alguno de sus integrantes. En esto pienso, cuando recuerdo la última vez que coincidí con el rey español, en un acontecimiento público. Acaeció en la pálida Cádiz durante el bicentenario de la Constitución de 1812, La Pepa. Yo me encontraba en el Oratorio San Felipe Neri, acompañando a los coordinadores de mi partido político. Nuestro apoyo a la democracia era incuestionable y así queríamos demostrarlo acudiendo a aquella importantísima cita; una constitución, sea o no la más progresista, siempre debe ser honrada.La celebración transcurrió sin incidentes y sorpresas, con discursos ensalzadores y retazos históricos. Hasta que el rey Juan Carlos I tomó la palabra. Recuerdo que en ese momento mi corazón comenzó a clamar por la Constitución de 1931. Quizá por ello, haya olvidado el contenido de la arenga del monarca.

Lo que recuerdo con exactitud, y quizá fue lo que me despertó del pasmo, es como el público estalló en un aplauso al término del discurso del rey. Yo, por mi parte, contribuí a la ovación, con mi espíritu republicano y a pesar de que alguno de mis camaradas no lo hizo. Yo aplaudí, ¡claro que sí! ¿Y por qué? Porque acostumbro a aplaudir a los oradores de discursos, por simple respeto. Esgrimí el mismo gesto con el presidente del gobierno y con el doloroso gol que nos marcaron en la final de copa, años atrás. Simplemente, respeto. Nada más. El respeto es la base del progreso democrático. A pesar de no defender la monarquía, tengo el deber de respetarla. Y viceversa.

Por eso aplaudí.

En esto estaba pensando, cuando me encuentro con un profético titular del diario ABC. En sus párrafos, leo lo siguiente:

El ministro no consideró necesario que PP y PSOE alcancen un Pacto de Estado sobre la institución de la Monarquía y recordó que todos los grandes partidos han «escenificado su apoyo a la Corona» con los aplausos cerrados que han brindado al Rey en fechas recientes. Primero, en la inauguración de la actual legislatura y, después, con motivo de la celebración del bicentenario de la Constitución de Cádiz.

ABC

Entonces vuelvo a recordar mi aventura en la hermosa Cádiz: mis manos ovacionando al rey orador y mis compañeros cruzados de brazos. Sólo por eso se considera que apoyo a la Corona. Errónea interpretación.

La próxima vez ya sé que NO tengo que hacer.

Iraultza Askerria