Dijo Oscar Wilde: “sólo hay dos tipos de mujeres, las feas y las que se pintan”. No podría estar más en desacuerdo. Desde mi juicio, la frase correcta sería: “Hay dos tipos de mujeres, las que no se pintan, bonitas, y las que se pintan feas”. ¿Una contradicción? No. Un hecho.
A lo largo de los años he comprobado que el alarde de suntuosidad —bien sea por el pintalabios de carmín, bien sea por el calzado de tacones de aguja— con la que se proveen algunas damas, desemboca en una figura falsa e hipócrita que esconde la verdadera belleza y sensualidad de la mujer. Los tocados ideales del cabello, las pestañas largas como finos puentes de alquitrán o las caras tersas bajo un pantano de cremas, únicamente contribuyen a esconder un físico natural, espléndido, luminoso y puro; dado que una fisonomía basada en el orgullo, la franqueza y la seguridad es mucho más agradable que un semblante reestructurado bajo cosméticos y horas de mirarse en el espejo. Porque cuando la reina se miró en el cristal y dijo: “espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”; la respuesta no fue la figura de su rostro emperifollado y recargado hasta la saciedad, sino el perfil modesto y sencillo de una inocente niña. Una corona no es bonita, bonita es la frente que la porta.
De ahí, que considere al maquillaje como algo banal, un disfraz utilizado para esconder la inseguridad, la baja autoestima y el auto-reproche. Muchas mujeres son incapaces de sentirse seguras sin una capa de cosméticos ocultando las supuestas impurezas de su rostro. Muchas necesitan cerciorarse de la total perfección de su faz antes de salir a la calle. Y muchas no se percatan de que no importa cuantas pinturas se utilicen, porque nunca se podrá superar la belleza que la naturaleza ha otorgado.
Recuerdo como una joven compañera de oficina —una chica preciosa donde las haya como más tarde me di cuenta—, siempre acudía a su puesto de trabajo con los ojos pintarrajeados, las pestañas largas hasta lo sobrenatural, los tobillos erguidos sobre unos tacones de vértigo y los muslos afianzados tras una minifalda poco exigente en sus dimensiones. Supongo que ella buscaba la apoteosis de la belleza: poder destacar en el mundo como la escultura más bonita, el cuerpo más agradable y la sonrisa más cálida. Pero nada hay más sobresaliente que la autenticidad de la sencillez.
Fue así como, varios meses después, coincidí con ella en el polideportivo, en la pista de atletismo. Yo acostumbraba a correr al mediodía, y parece que ella había adquirido la misma determinación.
Al tropezarme con la joven, nos saludamos… Y yo, embobado, la examiné con locura: los ojos puros y sin maquillar, los labios salados por el sudor, las mejillas coloreadas por el bombeo constante de la sangre, el cabello recogido en una coleta y su cuerpo vestido con el más simple de los pantalones deportivos y una camiseta sin color. Le dije: “estás preciosa… ¡al fin, has dejado al sol libre de sus nubes!”. Luego, seguí corriendo, y desde entonces, cuando ella llegaba a la oficina, la descubrí más sensata, más segura y con menos atavíos y ornamentos en derredor a su persona.
Soy consciente de que en el actual mundo en el que vivimos donde nada es lo que parece y pretendemos que todo sea lo que no puede ser, es muy fácil sucumbir a los estereotipos prefabricados por la televisión, las estrellas de cine y los videoclips subidos de tono. Soy consciente de que una chica de escasa iniciativa y algo temerosa, sólo puede encontrar aplomo emulando la hermosura de las top models, los supuestos cánones que todo hombre deberíamos amar. Y del mismo modo, soy consciente de que toda esa parafernalia no deja de ser una mentira, una falacia, una trampa consolidada tras retoques fotográficos, horas de gimnasio, vestimentas millonarias y dietas famélicas. Las modelos de Victoria’s Secret son angelitos. Las mujeres ataviadas con un pijama que se sienten seguras y bonitas son… sencillamente… diosas.
Quizá si fuésemos capaces de ver más allá del espejo y contemplar el interior del alma, nos daríamos cuenta de que el maquillaje sólo sirve para aumentar la confusión y la irrealidad de este mundo. Cualidades que sobran y que no aportan absolutamente nada.
Porque lo cierto es que… mujer natural, mujer hermosa.