De esta forma, ajada, sucia, pétrea y agrietada, te descubrí un amanecer amancebándote entre contenedores de basura; sola como un sentimiento que nadie quiere; desamparada como la cara oculta de la luna que nunca se ilumina; desterrada como un ángel caído que un día fue la gloria de Dios; traicionada por un eterno amor tragado por un agujero negro.
Te vi en este estado tan lamentable, que me acerqué a ti con intención de ofrecerte ayuda. Sabía que un beso, un te quiero, una caricia dulce o una mirada sincera curaría tus pecados, tus mentiras, tus egoísmos y tus falsas promesas, devolviéndote la pureza y la candidez con la que te había conocido años atrás.
Sin embargo, no lo hice: te ignoré, rencoroso, despiadado y terco, y me marché de aquel contenedor en el que te pudrías.
Después de eso me dediqué a gozar, a disfrutar de mí mismo, a reírme del mundo y a utilizar mi franqueza como un arma letal.
Al final, terminé en el mismo vertedero que tú.
Ningún beso ni ninguna caricia pudo salvarnos.