Digo tu nombre; oigo el mío. Un te quiero. Un te amo. Un gruñido grave y un melodioso gemido. Me suplicas que me corra contigo, descompuesta por el terrible tormento del cénit. Te veo jadear como una gacela herida, combarte bajo mi pecho como una rama de ébano, exhalarme el alma a bocanadas de agonía y morderme el cuello para mitigar la insoportable sensación del estallido. Pero no, córrete tú, córrete tú mientras te penetro altivamente y profesas la fe de adorar mi cuerpo viril.
Te escucho gemir; cerrar los ojos bajo la presión de mil atmósferas y comprimirte a mi cara como atraída por un agujero negro. Sé que has llegado: quieta como un cementerio, no hay más vida en tu cuerpo que la humedad que se pega a mis muslos.
Salgo de ti sin previo aviso y te abrazo con mi carne para que no te quedes fría. Te beso dulcemente la mejilla sonrosada, pudorosa, avergonzada del momento, tan repleta de intimidad y pasión. Me encanta verte así, tan plena, tan desorientada, mientras el sueño comienza a llenar tus ojos y te convierte en una obra de arte.