Karina

94 - {author}Curiosamente, lo que más me gustaba de la noche era el misterio que encerraba. Las esquinas recortadas como prolongaciones de la calle, los charcos de agua casi invisibles sobre la acera, las mujeres de ensombrecida belleza y los hombres de repelente insinuación.

Pero aquella noche, sin embargo, no me satisfacía perderme en las tinieblas de la madrugada, sino hartarme del contacto social humano, recluido en una taberna del barrio.

El susodicho establecimiento estaba regentado por un italiano. Risueño, vivaracho y coloquial, había cosechado fama entre los vecinos gracias a su vitalidad y simpatía. Pero el hombre era mayor y aunque continuaba trabajando en el bar, había contratado a una camarera como ayudante.

Aquella noche fue la primera vez que la vi.

Me había sentado en una de las esquinas del local, junto a la barra, lo más apartado posible de la música, el jolgorio y la felicidad. En mi íntima soledad, amurallado tras varios refrescos de cola, acechaba a la muchacha con ojos de lince, siempre atento, penetrante, insostenible.

Ella se paseaba de un lado a otro con unos pantalones color crema y una blusa negra, sirviendo cervezas y cócteles y limpiando enseres; al tiempo que el italiano daba las instrucciones pertinentes y ayudaba tanto como la artrosis le permitía.

Entre tanta ocupación, mis ojos laboraban más que cualquiera en intentar entrever las delicias de aquella muchacha. Calculé que tendría alrededor de veintiocho años, aunque en su semblante no se advertía ninguna arruga que ensombreciese su rostro inmaculado. Tenía una tez pálida, adornada por unos finos labios cuya curvatura suave y delicada revelaba unos rasgos exóticos. Sus ojos eran del color de la miel, engarzados como joyas bajo la impoluta frente. Llevaba el cabello recogido en una coleta; corona de oro que iluminaba la cara de una princesa. En una palabra mucho más simple que estas frases vanas e inconexas: era preciosa.

Cuando veo a una chica de tanta belleza, comienzo a desgastarla con la mirada, hasta tal punto que mis ojos terminan enrojecidos por los golpes del cariño. A veces temo que tanto espionaje, tanta insinuación, tantas miradas penetrantes acabarán por matarla como si yo mismo me figurase un basilisco, y en esos momento, agradecía que mis débiles ojos no pudiesen soportar tanta hermosura durante tanto tiempo.

Descansé unos instantes. Aparté la vista de ella y la dirigí al resto de los parroquianos. El bar estaba atestado de gente variopinta, desde energéticos jóvenes que no dejaban de gritar hasta padres más atentos al cuidado de sus hijos que a las conversaciones adultas. También había un grupo de ancianos charlando en silencio bajo el amparo de unas copas de vino. Y, por supuesto, me encontraba yo.

Con los ojos más calmados ante tanto alarde de mediocridad, torné mi atención hacia la camarera. Me había dado cuenta de que ninguno de los inquilinos del bar la observaba; solo yo, extraño hombre, me la comía con los ojos. ¿Cómo podían dejar pasar tanta belleza? ¿Cómo podían evitar sentirse abrumados ante aquel cálido amanecer femenino? ¿Cuáles eran los rasgos para que yo me sintiese extraviado en un paraíso y ellos tan ajenos en su sueño terrenal? ¿Tan subjetiva llegaba a ser la belleza que a mí me inspiraba un relato y a los demás… absolutamente nada?

Estas preguntas bien hubieran podido matarme de golpe. Porque encerrarse entre dos interrogaciones podía condenarte de por vida, y una vez sentenciado a muerte, era harto difícil eludir la condena. Lo sabía muy bien, por lo que me abstuve de meditar sobre estas cuestiones y me dediqué a observar a la muchacha al otro lado de la barra.

El bar se había calmado y la chica había aprovechada para sentarse unos segundos a descansar. Estaba acomodada sobre una barrica de madera, frente a la pared. Desde mi posición, podía examinarla de perfil. Su rostro pálido, sus ojos sutiles como una luna, su nariz roma y sus labios delgados estaban herméticamente dispuestos como algo inalcanzable. Me di cuenta de que estaba triste.

Aunque tenía la boca cerrada, los labios le vibraban como si un portentoso gemido intentase escabullirse por ellos. Las mejillas parecían heladas ante una falta de ternura casi letal. Los ojos, aunque brillantes y melosos, estaban aguados, exhaustos y perdidos. Algún duro pensamiento la estaba asolando.

No quería verla tan triste, a pesar de que incluso así, seguía siendo preciosa.

Alcé la mano por encima de la barra queriendo llamar su atención.

—Un cortado, por favor.

La chica debió de escucharme sin problemas, porque expedita se dirigió a la cafetera. Aproveché la ocasión para examinar su mejilla derecha, que aún no había tenido la oportunidad de contemplar. Seguía siendo exótica y pálida al igual que el resto de su rostro, pero tenía una pequeña cicatriz junto a la oreja.

Me pregunté su origen; no era marca de nacimiento, escondía dolor y misterio.

Cuando quise darme cuenta, la camarera volvía a la barra con la taza de café. Alargué un billete junto a una muestra de agradecimiento y esperé a que regresase con el cambio.

Cuando regresó y sentí sus aterciopeladas manos rozar las mías, aproveché para preguntarla.

—No te pareces a las otras chicas de por aquí, ¿de dónde vienes?

Fuera por el calor despedido por el café o por mis palabras, su rostro se iluminó con una sonrisa. La tristeza de antes había desaparecido.

—Vengo lejos, de Rumanía, pero vivo aquí desde hace unos años.

Su voz era suave, y el castellano en su boca angelical. Las erres sonaban ligeras, pacíficas, tenues, sin resultar amenazantes y desgarradoras. Las jotas no carraspeaban como una voz gutural, más bien resonaban como parte de un aliento, henchidas de oxígeno. El acento tónico no se apreciaba igual que un golpe diestro, sino como un brillo o un resplandor cuya importancia se intuye. Nunca vi en unos labios ajenos un castellano tan lindo. Ojalá pudiera transcribir con su voz los versos de mi alma.

Estuve a punto de decir algo, pero el simpático italiano que trabajaba al otro lado se me adelantó:

—Karina —llamó el viajo con su rítmica voz—, te necesito aquí.

Desprevenida, la chica se volvió sin despedirse y desapareció tras un sinfín de peticiones y servicios. En verdad, tampoco me importaba mucho. Tenía el recuerdo de su rostro, su nombre y su procedencia. No necesitaba mucho más.

Me marché del bar sin previo aviso. El café siguió calentando unas palabras que me pertenecerían para siempre.

Iraultza Askerria

Un bar llamado Propaganda

Terraza - {author}La oscura reflexión de los intelectuales. Sombras aguerridas sobre aparatos viejos. Sillas volteando alrededor de mesas de círculos, propensas a cojear por influjo de los sostenidos. Una coca-cola en bemol y una jarra de cerveza colmada. La algarabía frecuente en cualquier taberna de pueblo. Parroquianos en la barra, jaleando un partido de fútbol. Parejas y cuadrillas charlando fogosamente, por mera pasión de entretenimiento.

Unos labios asomados al cristal. Una boca que, sorprendida, alaba la belleza de la primera. Manos que en la oscuridad se entrecruzan. La mirada fundida en los ojos ajenos, monumentales, del color de la eternidad, campo de todas las tonalidades. Se oyen palabras sobre literatura en el escenario ensordecedor y nada silencioso del bar penumbroso. Oraciones y versos, y relatos y cuentos, fantasías, ilusiones, críticas y futuros. Las promesas van y se cumplen a medida que el tiempo les cede oportunidad.

Se intercambian frases y caricias. Los minutos vuelan, aun pareciendo estancados en una recíproca esfera, cubierta de rosa y azul, de felicidad y fortuna, de sabiduría y fidelidad, de creatividad y vigor.

Arden las estufas en la fría noche avivando los espíritus enamorados de nuestros dos corazones.

Iraultza Askerria

El bar

La mayoría de aquellos compartimentos ubicados a la izquierda estaban vacíos, puesto que sólo eran utilizados para buscar privacidad, ya fuese para enredarse con la falda de una camarera o para discrepar sobre temas trascendentales y arriesgados. La luz resultaba mortecina en aquella zona, bien alejada de las restantes mesas de la barra del bar.

Ésta estaba construida en la pared lateral de la estancia, a la derecha. Detrás, se ubicaban diversas estanterías repletas de botellas de vodka, ron, whisky y mil licores de todos los rincones del mundo. Los camareros asían y desasían los recipientes situados tanto sobre los anaqueles como bajo la barra, mientras los clientes consumían sus bebidas, algunos con ánimo juerguista y la mayoría con sobriedad tónica.

El escenario, que abarcaba el centro de la pared trasera, estaba flanqueada por un telón rojo. Tras él, se escondía el pasillo que conducía a diversas piezas y camerinos. En el centro del escenario, un empleado estaba arrodillado frente a los restos de una extensa mácula, fregando el lugar.

Además, la sala estaba provista de confortables lugares donde descansar: anaranjados divanes, tresillos y sillones de respaldo reclinable. Pero los emplazamientos más abundantes correspondían a mesas cuadradas y esbeltas rodeadas de cómodas sillas.

Ni una décima parte de los asientos del local estaban ocupados, incluyendo en tal cálculo los taburetes instalados frente a la barra. El recinto era enorme, y ni aunque todos los socios de Jesús se congregasen durante una noche, se conseguiría atestar el local.

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria