Locura de amor infiel

Tom abrió entonces la boca. De sus entrañas emergió un cúmulo de obscenas y malsonantes palabras. Sus puños se agitaron en el aire pretendiendo alcanzar un blanco invisible. Estaba furioso, definitivamente furioso. Teresa, su chica, o mejor dicho, la puta a la que había estado follándose durante los últimos veintisiete meses, se mecía tranquilamente sobre una silla acolchada. Parecía una princesa en un universo hábilmente gobernado por sus padres. En su sonrisa de perlas se perfilaba un rostro lujuriosamente juvenil, todo iluminado por un vestigio de malicia, legado de una actividad relacionada con infidelidades, engaños y egocentrismo. Así pues aquel intenso romance que habían vivido durante los últimos años no era más que una jodida mentira. Y Tom lo descubrió aquella noche.

Cuando al fin se calmó, miró a Teresa con ojos suplicantes. Ella se rio, impasible; y mientras sorbía una copa de whisky, le dijo con dulces palabras, tan dulces como un beso:

—Tom, ¿por qué no te vas de mi casa?

Y el beso se tornó mordisco, mucho más doloroso que una puñalada.

Resignado, el hombre se alzó de la cama y se marchó llorando sin mediar palabra. Lo último que escuchó antes de cerrar la puerta, fue la risita malvada de su exnovia.

Cuando llegó a la calle, una fina neblina cubría los tejados de la ciudad. En la calzada, las luces macilentas de las farolas y de los coches se amalgamaban en un halo enfermizo. Muchedumbre sin meta ni futuro vagaba frente a los pubs y los bares de la avenida, en busca de un nuevo trago de inconsciencia. El frío mordía latentemente los cuerpos semidesnudos de aquellos que bebían de la embriaguez.

Tom atravesó aquella selva alquitranada como un astro fugaz que no espera fijarse en nada ni que algo se fije en él. Pero cuando los voluptuosos escotes de las jovencitas y el torpe pero violento acoso de los muchachos le abordaron en cada vía que atravesaba, determinó un nuevo destino. Su sentido común y su raciocinio habían degenerado en una perversa actitud demente, germen de la infidelidad, la deshonra y la traición.

Había enloquecido en apenas un segundo.

A escasos metros de una guardería, se alzaba un consagrado prostíbulo. A aquellas altas horas de la madrugada estaba abarrotado. Muchos clientes se habían detenido en sus inmediaciones por el mero deseo del aguardiente; otros disfrutaban de una placentera velada en los dormitorios del piso superior. Pero todos buscaban la compañía, aunque fuese meramente visual, de mujeres provocativas.

Tom entró sin dudarlo en el burdel. Irrumpió en un local excesivamente decorado, con largos cortinajes de seda roja y amplios bancos acolchados. Una algarabía de voces y risas le dio la bienvenida como una orquesta sinfónica. Sin nada que rectificar, se presentó frente al responsable del negocio. Estaba sentado frente a la barra. Se llamaba Jacob. Su rostro era severo e impenetrable y su pulcra perilla hacía que sus labios, al igual que sus palabras, pareciesen indescifrables.

Sin esbozar un saludo, le dijo muy seriamente:

—Quiero una puta que se llame Teresa.

Jacob le miró con el ceño fruncido, desconcertado. Luego dejó el cigarrillo que se estaba fumando sobre el cenicero de la barra y se enderezó.

—Un momento, por favor.

Se levantó del asiento y se internó en las dependencias posteriores. Allí varios camerinos y otras tantas luces acogían un sinfín de atractivas mujeres. Se cruzó con Sara, una hermosa caucásica de porte angelical.

—Allí fuera hay un hombre que espera a una tal Teresa. Ya sabes lo que tienes que hacer. Está en la barra. Le reconocerás a la primera. Tiene la cara como si le hubieran dado una paliza —le explicó Jacob.

En la barra, Tom se entretenía rozando con las yemas el borde de un vaso vacío. El whisky lo había ingerido de un solo trago, sin el menor escrúpulo. Cuando alzó la mirada descubrió al ángel que se dirigía hacia él.

—Hola, soy Teresa —se presentó ella, tan risueña como radiante.

Y realmente era la viva imagen de Teresa, con su cara pecosa, sus cabellos largos azabache y los pechos menudos que casi no se advertían bajo la superficie de la blusa. Pero en verdad aquella mujer que se llamaba Sara era pelirroja, de un rostro pálido y terso y unos pechos tan exuberantes que parecían querer comerse al mundo.

—¿Y tú cómo te llamas? —inquirió al ver que su cliente persistía en mirarla anonadado.

—Tom —susurró él—. No te hagas la distraída, ya me conoces.

Ella asintió, nada convencida, pero como puta que era predispuesta a cumplir las fantasías de su huésped.

—¿Quieres que subamos arriba? —preguntó la mujer.

—Claro —aceptó.

Con una mano, Tom agarró la estrecha cintura de su Teresa y con la otra aferró el vaso de whisky que reposaba vacío sobre la mesa.

Ambos ascendieron las escaleras sin llamar la atención de nadie, mientras abajo Jacob rezaba porque Tom tuviera el dinero suficiente para pagar el escarceo nocturno.

El dormitorio estaba acotado por una cama de roble, una mesita de noche y un pequeño mueble bar. Además un baño de servicios básicos estaba empotrado en una esquina del dormitorio.

Tom se dirigió con premura al mueble bar y lo abrió. Menuda fue su desilusión cuando vio que solo había una botella vacía.

—Si quieres, puedo traer unas copas —se ofreció ella con aire dócil.

—Tranquila, princesa. Ya he tenido suficiente —respondió Tom, pero aún así cogió la botella del mueble bar, y junto al vaso vacío dejó todo sobre la mesita de noche.

—Teresa, ¿te acuerdas de cuándo fue la última vez que hiciste el amor conmigo? —preguntó Tom, acomodándose en la cama.

—Pues… no.

—Ven, siéntate en mis rodillas. —Ella lo hizo, y Tom acarició fervorosamente sus muslos—. Lo hicimos hace dos días. Pero dime…, ¿cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?

—Pues… hoy mismo.

Tom sonrió con una de esas risas llenas de frustración y carentes de dicha. Sara se estremeció por la pena; sentía lástima por aquel hombre cuyo corazón había sido torturado por alguna mujer.

—Lo suponía. No importa, Teresa. Ahora me toca a mí —dijo, y luego la besó.

Fue un beso tan dulce como violento, como un grito de libertad, como un final feliz en una novela de masacres, como un misterio cuya verdad mata. Ambos saborearon el beso, de forma y contenido diferente, pero lo saborearon, como si fuera el último beso que se darían.

—Besas muy bien, Tom.

—¿Acaso no lo recuerdas, Teresa? Me enseñaste tú.

Ella sonrió, desprevenida, sabiendo que la locura de aquel hombre era inconmensurable.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella, cándidamente, tanteando un terreno que tantas veces había atravesado ya.

—Ahora haremos el amor —entonces, el rostro vapuleado de Tom se descompuso en una  mueca de horror, sadismo y crueldad, y la mujer no evitó proferir un grito de socorro ni tampoco sentirse abrumada por el miedo—. Si quieres, Teresa. Solo si quieres.

La voz de Tom sonó dulce y agradable, llena de cariño. Sara se culpó por aquel prejuicio negativo y falaz que la había asaltado. Parecía un buen chico. Y por la perpetuidad de su trabajo no podía contradecir su propuesta. Ni tampoco quería.

—Ven, hagamos el amor —susurró Tom.

La cogió de las caderas con la fuerza de un bárbaro y la sentó sobre la cama. Luego la ayudó a tumbarse sobre el colchón y se colocó junto a ella. Le mordió el cuello y la boca con el frenesí de la primera vez; y mientras la mente de ella se dejaba envolver por el deseo; las manos de él bregaron por desabotonar los botones de la blusa. Deslizó los dedos por el suave vientre hasta acercarlos a los límites del pantalón vaquero. Ella soltó un gemido, complacida. Los labios de Tom descendían paulatinamente por el cuello de aquel ángel, saboreando la íntima carne y dejando un reguero de brillante saliva en la fina piel.

En tal instante, una melodía derivada del teléfono móvil de Sara invadió el ambiente. Ella no hizo ademán de querer descolgar el aparato, ni siquiera desvió la mirada hacia el mismo. Él tampoco. Pero ambos se deleitaron con la frenética música, que a ritmo de rock & roll, invitaba al sexo y a la lujuria. Sus besos se tornaron más ardorosos y violentos, las caricias se convirtieron en inconscientes arañazos descontrolados, y las miradas, llenas de deseo, se atravesaron inclementes.

Y aún cuando la insistente música cesó, ellos prosiguieron brincando al ritmo vertiginoso de sus corazones, y ni tan siquiera los lamentos proferidos por el colchón, acallaron sus gemidos de placer. Ya desnudos, las mentes volubles navegaban por un mar de intensos bramidos. Las olas los engullían con gotas de sudor. El sabor de la sal inundaba sus cuerpos y los párpados se cerraban como la noche.

—Teresa, mi amor —gimió Tom, mientras la penetraba infatigablemente con el ánimo de un héroe. Ella, tesoro mancillado, recibía los envites con un interés masoquista.

—Sigue…

Ambos disfrutaban, él sobre ella, ella bajo él, al tiempo que la furia descontrolada de la sangre se agolpaba bajo el vientre, en los límites del pudor. En los ojos de Tom las últimas punzadas de la agonía se abrían paso hasta la cúspide de su sexo. Un torbellino de rabia brotó con fuerza de su boca; un gruñido concluyente. Luego se desplomó a un lado de la cama, como muerto. Sara exhaló un último suspiro y cerró los ojos, rendida. Durante unos segundos no se escuchó más que el trote desacompasado de sus corazones, que paulatinamente aminoraba. Después cuando Tom recuperó la noción del tiempo y de su persona, se giró hacia ella:

—Teresa, creo que ha sido el mejor polvo que nunca hemos echado —valoró, fumando las últimas caladas del éxito. Sara asintió, satisfecha—. Una pena que no pueda permitirme otro más.

Luego Tom se giró hacia la mesita, cogió la botella de whisky y la estrelló contra la frente de Sara.

Ella lanzó un terrible grito de dolor, e intentó protegerse el rostro. Para entonces ya tenía las manos cubiertas de sangre. Lo único que lograron los decididos puñetazos de Tom fue desfigurarla aún más el rostro.

—Eres una puta, Teresa. Has estado engañándome todo este tiempo, acostándote con otro mientras decías que me amabas. —Hizo una pausa, sin dejar de maltratarla—. Durante todo este tiempo pensé de verdad que me querías, que soñabas conmigo igual que yo soñaba contigo. Aún más, pensaba proponerte matrimonio esta misma noche. Pero ya no Teresa, se acabó.

—Yo no soy Teresa, yo me llamo Sara. Te equivocas de persona. Por favor, déjame, no me hagas daño.

Pero Tom, ensimismado en su locura, hacía caso omiso de las súplicas, y la golpeaba incesantemente en vientre, pecho y rostro. Ella gemía desprotegida, suplicando ayuda, y él despotricaba contra ella, atizándola con saña.

—Te odio, Teresa, una vez te amé con todo el corazón, pero ahora te odio con toda la razón.

—Me llamo Sara, me llamo Sara —lloraba ella.

—¡Cállate, puta!

Los gritos y los golpes se sucedieron vertiginosamente. La sangre se adueñó de la superficie del colchón, donde aún quedaban restos de semen y sudor. Los cristales de la botella saltaban en la cama arañando el rostro de Tom y clavándose en el pecho de Sara. Y un inconmensurable ambiente de sadismo y perversión reinaba en la habitación.

—Tan puta como astuta, una zorra en letras mayúsculas —proclamaba Tom.

Se colocó encima de ella y la apresó bajo todo el peso de su cuerpo. Ella, aplastada y totalmente entumecida, emitió su último gemido cuando Tom cerró las manos en torno a su cuello. El hombre apretó sin piedad, ignorando los ojos suplicantes de Sara. La estranguló con la resolución de un veterano carnicero. No disminuyó la presión ni después de recibir los últimos arañazos de Sara. Luego se hizo un silencio. El Silencio. Los latidos cesaron en su agónico paseo por la vida y toda luz en los ojos de Sara desapareció. Tom se sintió pleno, como si hubiera consumado la gran obra final de su vida.

—Adiós, Teresa. La infidelidad te ha matado. Ojalá nunca nos hubiéramos conocido.

Entonces escuchó unos pasos en el pasillo, al otro lado de la puerta, aún lejos.

Tom ni siquiera se sobresaltó.

—Para cuando lleguéis, todo habrá terminado, ¡cerdos cabrones!

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En el bar, Jacob fumaba un puro habano, acomodado en un rincón, tras la barra. La noche comenzaba a tranquilizarse gradualmente. Muchos clientes iban abandonando el local a medida que avanzaba el tiempo y disminuía el caudal de sus bolsillos. Las chicas se agolpaban en las hediondas duchas de los camerinos incapaces de soportar más humillaciones. Y él se abstraía en la imagen y el sabor del humo del tabaco.

Cerró los ojos, y escuchó algo. Venía de arriba.

Al principio sonó como una canica rebotando contra el suelo, luego como una corriente de aire que cierra repentinamente una puerta, y finalmente, se dio cuenta de que alguien estaba dando una paliza a una de sus chicas.

—¡Joder!

Salió despedido hacia las escaleras que conducían al piso de arriba. Al ver su reacción, dos de sus guardaespaldas le siguieron sin mediar palabra. Cuando llegaron arriba escucharon nítidamente unos gritos de socorro y vieron que varios inquilinos habían salido de sus habitaciones, algunos desnudos, pero que nadie se había acercado hasta el lugar de la sospecha.

—¡Mierda! ¡Tirad esa maldita puerta abajo! —gritó Jacob.

Para cuando llegó al dormitorio, exhausto, los alaridos habían cesado, y en el interior de la habitación no se oía el latir de ningún corazón. Jacob comprobó que la puerta estaba cerrada por dentro. Hizo un guiño a uno de sus guardaespaldas, y éste se lanzó contra el enorme bloque de madera. La puerta cayó con un estrepitoso golpe. Una humareda de polvo se levantó… y luego… Silencio.

Jacob dio un paso al frente. Lo que vio en el interior del dormitorio hizo que su alma se cobijara detrás, en el pasillo. Abrió de par en par los ojos, consumido por el espanto. El aliento se cortó en el fondo de su garganta. Y el mundo, tradicionalmente negro, se volvió aún más tenebroso.

—¡Dios mío!

El cuerpo de Sara estaba tendido en el lecho. Tenía las piernas separadas y los ojos abiertos de par en par. Las cuencas estaban inundadas de un rojo espeso. Los labios rotos. Y la nariz… ya no le quedaba nariz.

Junto al cadáver de Sara reposaba la cabeza y el brazo de un hombre. El cuerpo restante asomaba tras el colchón. Estaba arrodillado frente a la cama, como si hubiese querido rezar un padrenuestro antes del amén definitivo, antes de cortarse las venas con un trozo de cristal, antes de suicidarse.

Ambos estaban muertos, tanto Sara como Tom. Jacob lo observaba todo estupefacto, pero pronto recuperó la compostura y el raciocinio. No había mucho más que hacer en la escena del crimen.

—Chicos, libraos de los cuerpos y limpiar todo esto —dijo Jacob a sus guardaespaldas, sin mostrar el menor ápice de resentimiento.

Luego se dio la vuelta, ya había visto suficiente.

—¿Quién es ella? —le preguntó uno de sus guardaespaldas.

—Una de nuestras putas. Sara la pequeña Sara.

En los ojos del guardaespaldas, se conjuró una lágrima

—¿Y él? ¿Quién coño es él? —preguntó el otro, enfurecido.

—Ahora poco importa. Está muerto —hizo una pausa—. Arreglad este desorden cuanto antes.

Luego volvió la vista atrás, y aquella fue la última vez que vio a Sara y a Tom.

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Las mesas estaban repletas de colillas y de vasos sucios. Olores desagradables se aunaban en la atmósfera del local. Los clientes habían desaparecido tras una nueva aurora y las prostitutas abandonaban poco a poco el burdel. Jacob estaba apoyado contra la pared, en la esquina más oscura del recinto. Tenía las manos en los bolsillos y los ojos cerrados.

Pensaba…

No era la primera vez que una de sus chicas sufría maltrato psicológico y/o físico por parte de un cliente. Solía ocurrir muy a menudo, por desgracia; incluso, de forma brutal. Sin embargo, no era tan común que las asesinaran. Deshacerse del cadáver y ocultar las huellas del crimen no era difícil. Lo más difícil era mantener a las putas a raya y evitar que se rebelasen por el miedo y la desolación. Necesitaba una buena puta que conociese lo que había hacer, y que no se dejase avasallar por el cliente. Una que supiese como dominar a los hombres, pero que al mismo tiempo, pudiese ser dominada por él.

Jacob sonrió, de repente había encontrado la respuesta.

Sacó el teléfono móvil y llamó.

—Teresa, soy yo, Jacob. Siento despertarte a estas horas.

Al otro lado del aparato se escuchó un murmullo de disculpa y unas palabras de ternura.

—Cariño, siento llamarte tan tarde —susurró Jacob—. Una pregunta… sigues sin un empleo, ¿verdad?

Una palabra de asentimiento.

—Genial, Teresa. Pues tengo un trabajo para ti, uno que desempeñarás a la perfección. Empiezas mañana.

Iraultza Askerria