Sexología

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Llegué a tu habitación en silencio, y ni siquiera te diste cuenta de mi presencia. Tras ocho horas, seguías sumida en el intenso estudio, repasando una y otra vez más y más apuntes universitarios. Con los codos hincados sobre el escritorio y el cabello ocultándote la cara como una cascada de sombras, no había gesto que pudiera divisar en tu rostro. Sin embargo, contemplé tu espalda curvada, algo separada del respaldo de la silla, como tendida sobre la mesa, lo que me obligó a pensar que estabas excesivamente cansada.

Me coloqué detrás de ti como una sombra y te tomé los hombros con las manos. Entonces te percataste de que estaba ahí. No dijiste nada, y te dejaste llevar por la sosegada sensación de mis dedos al masajear tiernamente la piel de tu cuello. Bajé luego por los omóplatos y te presioné a ambos lados de las vertebras. Te recogí posteriormente el cabello en una coleta y te tiré hacia atrás. Con tu cabeza vuelta antinaturalmente, mis ojos encontraron los tuyos. Bajé los labios y te besé. Lo recibiste encantada. Profundamente.

Solté la veda al soltarte el pelo. Te cogí de los brazos y te levanté con tanta brusquedad que la silla se cayó a un lado. Fue un golpe estruendoso, pero no tanto como el desgarro de tu camiseta azul, que en realidad era mía, al ascender violentamente por tu pecho, coronar tu cabeza de algodón y desaparecer de la escena un segundo después.

Mientras te besaba, te arranqué las tetas del ceñido sujetador que llevabas. Las mismas afloraron como pelotas de goma, gigantescas, suaves, esponjosas. Tortitas de chocolate. Aún llevabas el pantalón del pijama. Yo mis vaqueros. Guíe tus manos a mi cintura para que acelerases la tarea, mientras yo hacía lo propio con tus muslos.

En un momento, nos quedamos en ropa interior, frente al escritorio, en un revoltijo de gruñidos, gemidos y brazos que chocaban contra otros brazos. La desorientación nos llevó a mordernos y a arañarnos, pero todavía así, acertamos a despojarnos por completo. Tenía la polla dispuesta para ti. Tus ingles olían a garantía, a estrés y a necesidad.

Te levanté de la cintura y te dejé reposando sobre el escritorio, sobre los amargos papeles que un minuto atrás habías estado estudiando, ávidamente. Con la misma avidez, me ubiqué entre tus piernas, restregando mi sexo contra el tuyo. Tus pechos quedaron a la altura de mi boca. Los mordí como un bárbaro, y entonces, solo entonces, te penetré.

Te machaqué el vientre, machacándomela en tu interior. Te embestí una y otra vez, mientras tu culito prominente chocaba contra la estantería que descansaba sobre la mesa. De seguro que te estabas clavando las romas puntas en la espalda, mientras yo te clavaba el clavo mayor, y entre tantos trabajos domésticos, domesticaba tu cuerpo sexy y tibio de inteligencia.

Transpiramos como dos cachorros sedientos. Manchamos el escritorio y todo su contenido con algo más que sudor. Ya no podrías aprender más de tus cuadernos, tus apuntes, tus libros. Estaban mancillados por la pasión del momento, la bestialidad del sexo, la necesidad de amarte y de que me amases sin pensar en las consecuencias.

Cuando fuiste consciente de que cualquier estudio había tocado su fin, te apretaste contra mi cuerpo, subiste a mi cadera y te quedaste suspendida en el aire, solo sujeta por el miembro viril que abrazabas entre los muslos. Subiste y bajaste como un tiovivo, como un ascensor, como un elevador hacia el cielo, sin que yo pudiera resistir más el vertiginoso balanceo.

En ese momento me corrí, y los dos caímos rendidos al suelo.

Iraultza Askerria