Ésta había sido una semana diferente. La primavera había llegado y los días eran más largos. Acudir a la oficina y descubrir los rayos del sol reflejados en los rostros de mis compañeros resultaba mucho más alentador que verlos ceñudos ante la luz artificial de las bombillas. Las penumbrosas tardes de lluvia dejaban paso al entusiasmo, el optimismo y la energía. Me sentía feliz disfrutando de una taza de café mientras conversaba con mis camaradas sobre nuestro próximo viaje a China por motivos laborales.
Coincidiendo con el arribo de la prímula, la empresa había adquirido los servicios de varios becarios. Un hecho divulgado desde la semana anterior, pero que había olvidado debido a mi agitado fin de semana. Las nuevas incorporaciones me vinieron a las mientes el lunes por la mañana, antes de llegar a la oficina, cuando me crucé en el ascensor con una joven. Al ver sus ojos joviales, sus mejillas enrojecidas y su frente libre de arrugas deduje que no había alcanzado los veinte años de edad. Siendo cortés, le pregunté a qué piso iba. Y con la voz más pura, suave y melosa que había escuchado en décadas, me respondió:
—Bigarrena…
Si hubiera tenido quince años menos y mi corazón libre de un feliz matrimonio, me habría enamorado de ella en ese preciso instante y, posiblemente, me habría explayado en versos inconclusos sobre el número dos, la pareja y el amor. Sin embargo, no era el caso, y por suerte, alcanzamos la planta deseada un momento después.
Los dos nos bajamos allí. La chica se despidió mientras yo la perseguía con la mirada. Me percaté de que se dirigía dubitativa al departamento de compras de mi empresa, cuyo despacho de ubicaba lejos de la oficina principal. Inferí entonces que se trataba de una estudiante en prácticas, que posiblemente habría cursado el ciclo formativo de gestión comercial y marketing.
Fue así, mientras me dirigía a la oficina, que recordé que hoy mismo se enrolaba en mi departamento un chico de veintiún años. Según entré en el vestíbulo, saludé a la recepcionista con mi efusión matutina, y añadí poco después:
—Garbiñe, alrededor de las ocho, llegará un becario preguntando por mí. Avísame, por favor.
Sin más dilación, me dirigí a mi mesa, prodigando saludos a los empleados más madrugadores que ya habían llegado. Mientras se encendía el ordenador, abrí la agenda y consulté el horario de aquella mañana. No había ni reuniones ni llamadas pendientes de recibir, con lo que me limité a revisar las tres tareas, catalogadas como las más importantes, que debía finiquitar durante aquella jornada. Una de ellas rezaba lo siguiente: preparar el equipo del becario, recibirle con los brazos abiertos y formarle en la implantación de nuestras soluciones web.
Sonreí. Me dio la sensación de que estaba todo bajo control. Me dispuse a organizar la computadora de mi futuro ayudante, y entre tanto, repasé con uno de mis más cercanos colaboradores las vivencias de aquel pretérito fin de semana.
Al cabo Garbiñe me informó de la llegada de mi aprendiz. Fui a darle la bienvenida, extendiendo la mano en un afectuoso saludo. Me impresionó la enorme envergadura del joven, podía haberse dedicado perfectamente al baloncesto. Su fisionomía me recordaba algo a la de Marc Gasol.
Le invité a entrar en nuestro departamento e hice que se acomodase en su nueva mesa de trabajo. Tras una larga charla relativo a lo personal y después de repasar los conocimientos que había adquirido en su ciclo formativo, me dispuse a mostrarle el software que se disponía a utilizar. Invertimos toda la mañana en realizar las instalaciones pertinentes, tras lo cual, le invité a tomar a un café en el restaurante de abajo. Antes de que finalizase su jornada, a la una para más señas, le instruí en varios procedimientos sencillos y que le servirían para familiarizarse con el entorno.
En principio, mis percepciones fueron muy positivas. Parecía capacitado para desempeñar las tareas que tenía pensadas para él, y la formación que había adquirido concordaba con la misma que había recibido yo en mis tiempos como colegial. Debido a todo esto, volví a casa con mayor entusiasmo que el que suele preceder a una frenética jornada laboral.
Al día siguiente, sin embargo, me esperaba una desagradable sorpresa con el joven al que ya veía como mi sustituto. A primera hora de la mañana, nos sumergimos en las tripas —como a la gente del gremio le gusta decir— del software. Le expliqué con paciencia y con la mejor pronunciación que mi gangosidad permitía, el curso lógico de aquellos métodos, de las implementaciones dinámicas y de la estructura del diseño web.
Desde el inicio, quise que el becario se encargará de mover el ratón y escribir los comandos oportunos. A lo largo de los años, yo ya había concentrado la suficiente práctica como para conocer los pasos a seguir de memoria. Ahora, le tocaba a él acumular esa experiencia.
La primera media hora fue bien. Es cierto que el joven se perdía fácilmente en el flujo de ventanas, y que en el teclado se mostraba algo parsimonioso, pero era algo considerado normal. Yo, años atrás, había pasado por lo mismo.
El problema vino cuando, queriendo darle un respiro, me encargué de coger los controles del ordenador. Lentamente proseguí con la explicación de la metodología implementada, pero noté que su atención disminuía paulatinamente. Seguí unos minutos más con la explicación, hasta que advertí, y está vez de forma notoria, que su cabeza se inclinaba constantemente hacia abajo y se volvía a levantar un instante después para observar la pantalla del ordenador. No me costó mucho darme cuenta de que un maldito smartphone —dispositivo bastante más inteligente que muchos de sus portadores— descansaba en su mano izquierda. Mientras proseguía con mi charla instructiva, comprobé el uso que le daba al teléfono móvil: estaba chateando a intervalos mientras atendía a mi clase particular. El chico, ahora lo veía claramente, tenía una adictiva dependencia a favor de las redes sociales.
Me dije a mi mismo que quizá estuviera cansado, incluso algo aburrido, y que lo mejor era hacer un descanso. Le invité a tomar un café y junto con otros compañeros y compañeras, bajamos al bar.
Fuera hacia un día espléndido. El cielo, en toda su claridad azul, nos parecía ese grito de libertad que tantas veces echamos de menos dentro de la oficina. Ojalá que esa inmensidad fuera testigo próximo de otra inmensa manifestación de poder obrero.
Como era de esperar comenzamos a tratar los pros y los contras de la huelga general de la próxima semana. Todo esto en derredor a unos cafés cortados, un par de tés y una cola-cola. La conversación me pareció interesante en un principio, hasta que terminó por sucumbir a las desavenencias políticas entre uno y otro interlocutor que tanto favorece a la patronal. En ese momento, me desinhibí completamente del diálogo y me fijé en el becario que no había dicho absolutamente nada.
Estaba enfrascado en su móvil, tecleando hábilmente con sus dos manos, mucho más rápido de lo que le había visto teclear con el periférico del ordenador. Era una pena que en esta profesión, el trabajo se realizase con un dispositivo de teclado, y no con la pantalla táctil de un smartphone.
Cuando subimos de nuevo a la oficina, decidí que dejaría a mi aprendiz a solas con unos ejercicios sencillos. De esta forma, abandonaríamos brevemente la teoría para que aplicase la práctica. Asimismo, esperaba que dejándole a solas, se pudiese inmiscuir profundamente en los problemas y los algoritmos que me disponía a plantearle y se sintiese implicado en la búsqueda de la solución.
Nada más lejos que la realidad. Desde mi mesa de trabajo, podía observar directamente al becario. Al principio, le vi con la mirada fija en la pantalla del ordenador, persiguiendo sin pausa el puntero del ratón. Más tarde, me percaté de que su mano izquierda estaba sospechosamente cobijada bajo la mesa. Casi hubiera preferido que se estuviera masturbando antes que verlo enfrascado en la pantalla de su dispositivo móvil. Tal y como pude cerciorarme minutos después, estaba haciendo esto último.
Bueno. Ante todo paciencia. Era su segundo día. Me levanté de la silla —roja, para mayor simbología— y me dirigí a la máquina de café ubicada en recepción. Un chocolate fue mi lección, y viendo a Garbiñe atareada con varios documentos, le pregunté si quería otro. Aceptó.
—Aquí tienes —le dije, acercando el vasito de plástico a su mesa.
—Gracias, Iraultza —respondió cogiendo el recipiente—. Mira esto, quizá te interese.
Me volví hacia los papeles que tenía entre manos. Descubrí que uno de ellos contenía los resultados académicos de mi aprendiz. Observé con curiosidad las notas adquiridas. Sobresalientes y notables. Salvo el inglés, donde flaqueaba.
Me sorprendió, pero no me dejé avasallar por dichos certificados. Había descubierto hacía años que las mejores notas no equivalían a los mejores profesionales, y que muchas veces las calificaciones más mediocres correspondían a los empleados más activos, esforzados e implicados. De todas formas, tenía dos meses para adivinar a que grupo pertenecía el nuevo becario.
Volví a mi mesa, mirando de reojo al joven. Esta vez tenía las dos manos encima del escritorio. Cuando me senté en mi silla, comprobé que su móvil descansaba junto al teclado del ordenador, y que de vez en cuanto lo cogía, lo miraba y tanteaba su visor táctil.
Mi paciencia comenzaba a agotarse. Había pasado media hora desde que le hubiera dejado a solas con las tareas. No esperaba que la terminase en tan poco tiempo, pero sí verle desembarazado de aquella implacable adicción tecnológica.
No me quedo más alternativa.
En mi ordenador, ejecuté una aplicación de consola de rastreo de móviles. Primero busqué por tecnología bluetooth. La pesquisa me devolvió una larga lista de dispositivos, y entre todos los registros, descubrí una denominación que concordaba con el nombre de mi becario. Craso error. Anoté el identificador interno de aquel teléfono móvil. Posteriormente, lancé una aplicación sniffer para adentrarme en las comunicaciones realizadas desde aquel smartphone. Me fue fácil infiltrarme en la red que utilizaba, obtener la dirección MAC conveniente y decodificar las claves de acceso. Antes de consumar mi obra criminal, me apoderé de los paquetes de información que enviaba el móvil durante quince minutos. Así, lograría bastantes datos que luego me serían útil. Finalmente, y siempre utilizando mi computadora, me adentré en la configuración de aquella red y deshabilité el acceso durante aquella mañana.
Cuando alcé la mirada, vi que el becario prestaba toda su atención a su teléfono móvil con un gesto descompuesto. Después de varios minutos infructuosos para él, sucumbió y dejó el aparato en el bolsillo de su chaqueta. Ya no le era útil.
Desde aquel momento, se puso manos a la obra.
Con una sonrisa, volví mi atención a los paquetes de información que había capturado anteriormente. Me costó un buen rato descifrarlos, pero cuando lo logré, tuve acceso a los datos enviados a través de Internet y, sobre todo, noción de los servidores web a los que el móvil se había conectado. Y… ¡bingo! Varios megas de datos enviados y recibidos de y para Facebook. Facebook… Facebook… Facebook… ¡Cuánto mal en esta década!
Al fin, había descubierto que adictiva red social había causado tanto desconcierto en el chico. Muy bien. Ahora sólo me quedaba reflexionar si podía hacer algo para contrarrestar su dependencia.
Mientras meditaba en ello, el becario se dirigió a mi mesa para indicarme que había finalizado la tarea. Reparé en él inmediatamente y nos sentamos alrededor de su ordenador. Visualicé rápidamente los métodos que había utilizado, y salvo alguna implementación incorrecta poco importante, el trabajo había sido excepcional. Fantástico. Repasé con él ciertas pautas de programación que había obviado, y después, le pedí la construcción de un nuevo formulario con el que debería realizar varias integraciones con bases de datos mediante DML. Se lo expliqué concienzudamente para no dejar puerta abierta a la duda. De esta forma, tendría trabajo para, por lo menos, una jornada entera.
Volví a mi escritorio y descubrí que el reloj frisaba la una del mediodía. El becario se marcharía en breve, por lo que decidí reactivar la conexión de su red del móvil. Poco después, el chico se levantó de la silla, se despidió de mí amablemente y abandonó la oficina. Antes de que traspasase la puerta, divisé cómo extraía su smartphone del bolsillo y se enfrascaba en su visor táctil. Luego, le perdí de vista.
Me tocaba ahora cavilar sobre cómo podía motivar al estudiante. No era partidario de largos sermones y de levantar la voz, pero sí de una correcta educación sobre aquellos que tendrían en su espalda la carga del mundo: los jóvenes. En esto pensé durante todo la jornada. Incluso cuando llegue a casa, agotado, seguí meditabundo.
Al día siguiente, lo tenía todo claro: le daría otra oportunidad, fielmente, y en caso de fallo, ejecutaría mi plan el jueves venidero.
Durante todo el miércoles, procuré que mi acercamiento al becario fuera lo mínimo posible, nada más allá que resolver un par de dudas y relajarnos tomando un café. Desde mi escritorio, podía atisbar cada movimiento suyo y comprobar si el móvil seguía influyendo devastadoramente en él.
Con la susodicha pauta, transcurrió la mañana, y muy a mi pesar, comprobé que, efectivamente, el joven seguía alternando sus charlas en Facebook con la labor que le había encomendado. No parecía además que su carácter fuera a cambiar de un momento a otro.
No me quedó más remedio que suspirar y aguardar a que llegase el ansiado mediodía. Alcanzada la puntual hora de la una, el becario se marchó habiendo finalizado ya su jornada laboral, francamente improductiva tanto para él como para la empresa.
En ese instante, me senté frente a su ordenador. En poco menos de diez minutos, instalé un programa, configuré la sesión de inicio y comprobé, tras reiniciar la computadora, que el plan seguía su curso. Por tanto, volví a mi escritorio y procedí a escribir un email, cuyo destinatario lo leería al día siguiente:
Hola,
Me he visto obligado a tomarme ciertas libertades debido a la enorme dependencia que tienes con tu teléfono móvil. Con esto quiero ahorrarte futuros problemas en las cervicales y pasar demasiado tiempo en la cola del paro. Para evitar que tu atención se desvíe tantas veces de la pantalla de tu ordenador, he instalado en tu equipo una aplicación que permite chatear mediante Facebook. Así, podrás dedicarte al verdadero trabajo que debes desempeñar y ocasionalmente revisar tu red social. Además, no tendrás que gastar la batería de tu móvil.
Todo ventajas.
Saludos,
Revisé el email por dos veces y lo envié, con una sonrisa de satisfacción dibujada en mi rostro curtido. Después, postergué este tema y me dediqué a la escrupulosa realización de mis tareas laborales. Pacté además una reunión con el departamento de ventas a primera hora del siguiente día, lo cual me serviría para distraerme de la responsabilidad que tenía sobre el becario.
Llegó la siguiente jornada y por dos horas verifiqué con varios comerciales las cuantías presupuestarias de dos proyectos en fase de análisis. Al finalizar aquella congregación con aprensivos capitalistas, me encaminé a las oficinas. Cuando entré en nuestro departamento, contemplé con avidez a mi aprendiz.
Se encontraba sentado frente a su ordenador, mirando la pantalla. En la mesa, no había rastro del teléfono móvil, lo cual significaba que mi plan había dado resultado. Sonreí. Evitando el uso del dispositivo, tal vez con los meses, el joven podría desprenderse de esa nociva adicción que la modernidad había propagado como un virus. Tal vez consiguiera centrarse en lo bueno y en lo importante, y cambiar este mundo.
Cosa que yo no pude ni he podido hacer.
Lo cierto es que bastantes horas ha perdido el ser humano enfrascado frente al estúpido televisor durante el bélico siglo veinte. En consecuencia, nosotros, no podemos permitir que toda una nueva generación de jóvenes se vea involucrada en otra toxicidad tecnológica. El constante uso de un teléfono móvil para comprobar el estado de nuestras redes social o la recepción de mensajes de correo electrónico sólo sirve para aumentar el estrés y la ansiedad. Del mismo, la televisión sólo ha sido útil para aumentar el sedentarismo, el lavado de cerebro y la indiferencia en mentes sin sentido común.
El avance de la humanidad no está relacionado con el desarrollo tecnológico. Sino con el uso que se le da a la tecnología. Ser capaces de comunicarnos con nuestras amistades casi instantáneamente es un avance tecnológico y un progreso para la humanidad. Pero parlotear como charlatanes con nuestras amigas y amigos un minuto sí y un minuto también resulta, sencillamente, un retroceso. Entrar en un perfil de Twitter y encontrarte con un mensaje que reza “tengo que comprar un cepillo de dientes” es una sandez, una pérdida de tiempo y una falta de sentido común tremenda.
A veces pienso que tanto avance tecnológico, tanto recurso multimedia y tanta red social sólo es una cortina de humo frente a los inmensos problemas que sufre el mundo. Lo veo como un virus no letal que aletarga la conciencia humana. Una sutil forma de empachar a las masas. Un grillete, una cadena, una prisión…
Sólo con iniciativa, buena voluntad y sentido común, puede escaparse de estos peligrosos círculos de vicio que amenazan con minar nuestro futuro. Está en nuestras manos.
Así que desconecta Internet, apaga el teléfono móvil y recapacita.