El asesinato

Su rostro estaba totalmente destrozado. Más que a un ser humano, sus facciones se asemejaban a las de una serpiente de coral, con su cuerpo ribeteado con los matices níveos del polvo y rematado con la áspera sensación coagulada de la sangre. Carecía de nariz, puesto que la prominencia carnosa había sido reducida a un insignificante segmento agudo de cartílago y piel. Además, su lengua tenía la forma de un músculo bífido debido a que el ingente dolor le había obligado a mordérsela en varias ocasiones. Por suerte para él, y gracias a que había perdido varias piezas dentales durante la tortura, aún le quedaba lengua suficiente para gritar de dolor.

Su asesino, implacable y cruel, se detuvo frente al moribundo. Le oprimió la muñeca con la suela del calzado, y con la guitarra, le golpeó delicadamente la mejilla para que volviera el rostro hacia él.

Contempló su mirada, o al menos, intentó contemplarla entre la infernal oscuridad de las horas nocturnas. Los párpados estaban todavía abiertos, pero el brillo de las pupilas se hundía en aquel abismo rojo. Las gotas de sangre y las gotas saladas de las lágrimas anegaban los dos globos oculares como los infinitos nubarrones del ocaso que, en tardes tormentosas, colmaban cada espacio azul del firmamento.

En definitiva, toda la vida que podía brillar en sus ojos, estaba oculta por el dolor de la sangre y el pesar del llanto. Sus segundos estaban contados, deslizándose ante aquella atormentada mente con una lentitud agónica. Ni siquiera sus débiles gemidos podían empujar el tiempo hacia la deseada muerte.

El único que gozaba de tal don o acaso maldición de matar era el asesino, quien se deleitaba perversamente de la angustia de la víctima. Al final, exhausto de una película monótona que sólo contenía los mismos ríos de sangre y las mismas lástimas lacrimosas, alzó la guitarra por el mástil y le partió el cuello con un golpe súbito.

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria

Sala de torturas

Llevo años encerrado en esta estancia de mármol, de azulejos blancos y húmedas paredes. Soy incapaz de moverme y solo puedo examinar mi entorno con mi único ojo, siempre humedecido por los escupitajos de mis carceleros. Pero lo peor no es la penuria de mi cautiverio, sino ver como torturan a mi compañero de celda.

Todos los días, a la misma hora, tres veces por jornada, entran en la estancia de mármol, le agarran por el cuello con sus férreas manos y estrujan y estrujan hasta que un líquido blanco egresa por su garganta. Luego, como si fuera un despojo, apartan al herido y se vuelcan sobre mí, lanzándome su asquerosa saliva mezclada de agua e inmundicia. Me escupen, me ensalivan, babean y carraspean sobre mí; me ensucian y me gritan con insultos mientras mi compañero, herido, se retuerce de dolor. Así día tras día, noche tras noche. De uno en uno, pero todo los carceleros repiten el ritual.

Ignoro que pretenden, cuál es su cometido; pero desde que tengo uso de razón, han repetido incansablemente el proceso. No se a cuántos compañeros he visto morir estrujados por el cuello por esas manos homicidas; pero seguro, que veré muchos más.

A éste último no le resta mucho tiempo de vida. Le han apretado la garganta una docena de veces. Ha exhalado mililitros del valioso líquido blanco que tanto aprecian sus torturadores. Posiblemente, su garganta no pueda aguantar ni una embestida más.

Así fue.

El primer torturador irrumpe en la estancia de mármol, lo agarra con sus manos firmes y le aprieta con insistencia el pescuezo. La víctima despide su última bocanada de vida y luego fallece, macilenta y arrugada. El carcelero ni siquiera se inmuta: coge el lánguido envase de pasta dentífrica y lo arroja a la papelera.

Después, se abalanza sobre mí.

Iraultza Askerria