Los rascacielos de Tokio se afilan bajo el cielo volcánico. Entre tanto, la lluvia ácida se derrama cual cianuro sobre las ventanas de los altos edificios, rascando el cristal como uñas insistentes.
Abajo, las calles están vacías. El viento de la tempestad lo domina todo; desde la soledad hasta los recuerdos de antaño, que en forma de coches y establecimientos, evocan una pasada época repleta de humanos y de vida.
Ahora, la polución y las altas temperaturas del sol han convertido las grandes ciudades en poco más que grandes cementerios. Lo único que queda de pie son las inmensas construcciones que el ser humano erigió por encima de su cabeza, con la estúpida intención de alcanzar los cielos.