Los altos y adyacentes edificios de la desolada ciudad favorecían el eco de los repentinos truenos, el chaparrón inclemente, los alaridos del aire y el sonido de las chispas de las apagadas farolas, que saltaban segundo a segundo. Sobre tal cúmulo de tenebrosos murmullos, se alzaban unas acompasadas zancadas que perseguían muy de cerca a la muchacha. Al percibir la cercanía del hombre que la acosaba, sus latidos se tornaron más fuertes y agitados como si fuesen golpeados tenazmente por un martillo de enorme cabeza de hierro.
Aceleró el paso. Saltó entre los colmados charcos de agua. Evitó los salientes de la acera y las piedras del asfalto. Corrió más de lo imposible. Más incluso de lo que hubiese podido nunca imaginar. De vez en cuando, miraba aterrorizada por encima del hombro, procurando calcular la distancia que la separaba de su perseguidor. Pero la espesa oscuridad de la noche no la permitía vislumbrar nada a más de dos metros.
Entonces, cayó de bruces sobre un charco. La escasa percepción que tenía sobre el entorno y la celeridad de sus pies habían dado con ella en el suelo. Se revolvió frenética en el agua, liberándose de las manos líquidas y negras que intentaban arrastrarla hacia la profundidad. Cuando por fin logró incorporarse, un rayo rompió la oscuridad de las calles, y pávida, con el corazón en un puño, la mente hundida y el alma acongojada, pudo vislumbrar nítidamente a su perseguidor a escasos metros de distancia. Caminaba muy lentamente hacia ella, enfundado en una gabardina de cuero, los ojos inyectados en sangre y un revólver en la mano derecha.
El terror la envolvió sobremanera bajo las intermitentes luces de la tormenta, que infundían incluso más miedo que la oscuridad. Sintió el rechinar de la mandíbula y el temblor involuntario de los músculos. La palidez de su rostro se semejaba a la única estrella de aquel frío y tenebroso averno. Sus ojos desorbitados contemplaban aterrados al hombre de negro. Sus labios tartamudeaban clemencia. Al fin, devolvió protagonismo a sus piernas y corrió por las calles de la ciudad.
Al mismo tiempo que acrecentaba el pavor de su alma, decrecía la anchura de la calle, hasta que las aceras cedieron terreno ante una calzada pedregosa y alquitranada cercada por altos muros de rojizo ladrillo. Había llegado a un callejón sin salida.
Estaba atrapada.
Se dio la vuelta y emitió un grito ahogado.
Él estaba ahí, justo ahí.
El hombre de negro se aproximaba hacia a ella con parsimonia. Mantenía el escaso espacio y el asfixiado tiempo de aquella ciudad bajo su entero control. Su perfil se alzaba sobre los charcos negros y bajo el punzante chaparrón. Los edificios se inclinaban ante él y las centellas le iluminaban como los focos de una obra de teatro. Era guardián, rey y protagonista de una metrópoli desolada y muerta.
Y además, el único que conocía el guión.
—Por favor —tartamudeó Laura—, no me hagas daño.
Los gemidos de la muchacha se desvanecieron bajo la lluvia sin contagiar algún sentimiento de pena o misericordia. Se vio encerrada ante la condensada oscuridad de la noche y confusa por el total desconocimiento de lo que estaba acaeciendo; ignoraba qué hacía en aquel lugar, cómo había llegado a él y por qué Dios la había condenado a ello, estuviese donde estuviera. De lo que estaba segura, y esto lo sabía merced al instinto animal, era de que acechaba el peligro, un peligro mortal.
El hombre de negro se detuvo entonces a menos de un metro de distancia. Miró a la joven con una ambiciosa y cruel sonrisa dibujada en el rostro, tan sombrío como helado. Tan lentamente como un gesto de dolor, levantó el brazo hacia una posición vertical, y las gotas de la tormenta, temerosas de entorpecer el avance de aquel poderoso brazo, se detuvieron, quedando suspendidas en la atmósfera. De esta forma, se configuró una pintura estática, llena de expresionismo, donde el vacío habido entre el hombre de negro y Laura resultaba claustrofóbico, espeluznante y aterrador. La única claridad plasmada en aquel cuadro era la frágil aura que rodeaba a la muchacha, menos que un rayo de luna.
—Por favor —suplicó Laura—, no me hagas daño.
Sin embargo, el ruego resultaba vano e inútil. El arma que el hombre de negro aferraba en la mano brilló como un relámpago. Movió flemáticamente el dedo índice y apretó el percutor. La bala surgió de la cámara de la muerte y atravesó el exterior, rompiendo con el lienzo de la estática. A velocidad vertiginosa, las gotas de la lluvia se estamparon contra la calzada, las luces intermitentes de las centellas aparecieron y desaparecieron y el grito de Laura sonó desgarrado cuando se contempló ante la trayectoria de la bala.
El proyectil se desvió de la línea de fuego en el último instante, pasando a pocos centímetros de la muchacha. Percibió nítidamente como la bala le arrancaba unos escasos cabellos al pasar junto a su oreja y como desintegraba las gotas de agua halladas en el camino. Al final, se empotró contra el fondo del callejón, explosionando en un terrible rugido y haciendo añicos la pared rojiza con una facilidad sobrehumana. En donde antes se había erguido una imponente barrera de ladrillo, ahora se presentaba una gigantesca abertura alumbrada por las luminarias del cielo.
El hombre de negro volvió a disparar, pero para entonces Laura ya se había internado entre los escombros de piedra, en aquel camino de la salvación iluminado por la estrellas. Un instante después, desapareció en el interior de la pared rojiza.
Llegó a una habitación umbrosa, donde el aire se respiraba envenenado y el pavimento resultaba resbaladizo y traicionero. Una penetrante opacidad impregnaba los muros y se elevaba hasta la techumbre. Parecía que se encontraba en una pequeña estancia de carbón, cuando en realidad se trataba de un cuarto de proporciones kilométricas. Anduvo sin meta y sin dirección, ciega y desorientada sin ninguna noción de espacio. Finalmente, tuvo que detenerse al encontrarse perdida. Buscó entre las sombras al hombre de negro, pero no podía percibir nada. Aquel tenebroso aire la rodeaba.
Giró pausadamente sobre sí misma, buscando algo, un vestigio de esperanza, un velo de salvaguardia. Un aliento de vida le recorrió el alma cuando vislumbró al fondo de la estancia unas tímidas luces que titilaban a media altura. Se encaminó hacia la llamada luminosa presa del pánico, alejándose de la oscuridad impermeable.
La distancia que la separaba de las paredes llameantes le pareció infinita. Finalmente pudo alcanzar el reclamo de luz. Se trataba de un monumental muro dorado litografiado con palabras que irradiaban una llama sobrenatural, como una armoniosa comunión entre la pureza del cielo y el fuego del infierno. En el centro de la pared se abría un profundo túnel.
Laura se esmeró en descifrar los vocablos, artísticamente impresos, que recorrían la piedra caliza con un sinuoso caminar. Esto decía:
Los sueños y las pesadillas son los pinceles de la fantasía que retratan las ilusiones y las fobias más profundas del corazón
No pudo entender el significado implícito de las palabras y no tuvo tiempo de reflexionar. Apreció una incómoda sensación de malestar y amenaza, una sombría presencia ajena a la plenitud de la luz. Se dio la vuelta y le vio. Era el hombre de negro.
Vislumbró como levantaba el arma y le apuntaba a la cabeza con una certeza letal. Sus reflejos la salvaron. Rápidamente se internó en el pasadizo que había en la pared y se volatizó dentro de sus entrañas. Siguió corriendo bajo un techo pedregoso cubierto de afiladas y amenazantes estalactitas sáxeas, hasta que el lúgubre túnel se estrechó tanto que fue incapaz de caminar por él. Tuvo que girarse y andar de lado, deslizándose como una hoja de papel entre el hueco que dejaban ambos muros de roca. Varias esquirlas le zahirieron en el rostro y unas tímidas heridas de sangre afloraron en él. Dolían, sí, pero no tanto como el miedo de su corazón.
Miró hacia delante queriendo encontrar la salida de aquel claustrofóbico antro. Miró hacia atrás no deseando ver al hombre de negro apuntándola con la pistola. No vio ni lo uno ni lo otro. Sólo vio oscuridad, una agobiante oscuridad. Tenía los músculos atenazados por la fatiga y los ojos húmedos como pozos desbordados. Habría muerto de terror en ese mismo instante si unas leves muescas en el muro no hubiesen cautivado su atención.
Fue así, por casualidad, como distinguió varios vocablos de letras cuneiformes labradas como consecuencia de perseverantes golpes de martillo y cincel. A pesar de la primitiva y borrosa grafía, no le costó mucho descifrar la acepción de la frase. Decía lo siguiente:
Los sueños liberan el cansancio de nuestro cuerpo.
Las pesadillas lo plagan sin cesar
No entendió aquellas esotéricas advertencias, pero un gélido escalofrío la perturbó por dentro, desde las entrañas hasta la garganta, y a punto estuvo de perecer asfixiada. El pánico y el instinto la salvaron, obligándola a reaccionar con el último impulso de sus energías.
Se deslizó velozmente por el estrecho túnel sin considerar las heridas y las magulladuras que se extendían por sus brazos y sus rodillas, y finalmente, vio el final del camino. Aceleró el paso y llegó a una estancia circular iluminada por cuatro antorchas dispuestas equidistantemente, una en cada punto cardinal. En el centro de la estancia una escalera de caracol ascendía en espiral hasta la techumbre, cuya altura y forma eran imposibles de percibir.
Laura permaneció unos segundos contemplando la enorme escalinata interior. Los escalones se alzaban sobre la nada. No había ningún soporte, ninguna columna, ni ningún muro que soportase su vasta ascensión. Y, sin embargo, la escalera parecía tan segura como una atávica verdad, tan firme como el poder indestructible del universo, tan resistente como el vacío. No tuvo miedo de subir por ella.
Si lo tuvo, empero, cuando percibió al hombre de negro surgir por el túnel que conducía a la estancia, el mismo túnel que había lacerado su piel y herido su rostro. A su perseguidor, no obstante, el estrecho pasadizo no le había afectado en absoluto. Proseguía con su austero hermetismo y siempre acorde con gestos de maldad y locura.
Laura tembló, aterrorizada, y se lanzó hacia las escaleras de caracol. Subió y subió sin detenerse a mirar abajo, sin preocuparse de donde pisaba y dejaba de pisar. Subió ayudándose de las barandillas que flanqueaban la escalinata, especialmente construidas para favorecer el ascenso de los inquilinos. Subió tomando aceleradamente las curvaturas de los peldaños, evitando chocar contra los ángulos más cerradas y prosiguiendo, siempre, una ascensión repetitiva y tediosa. Comenzó, entonces, a marearse, víctima del esfuerzo, y tuvo que detenerse un instante, apoyándose en una de las barandas.
Resollando y con el corazón palpitando aceleradamente, miró hacia abajo. Se sorprendió de la elevada altura en la que se encontraba y de cómo había llegado hasta allí tan velozmente. Distinguió el sombrío cuerpo del hombre de negro varias decenas de metros más abajo. Estaba lejos, aún tenía tiempo. Se embargó de la resolución de la adrenalina y reemprendió la marcha, ascendiendo por los escalones alfombrados por una tela de color rojo, en cuyo centro había…
Letras. Había letras. Una en cada escalón. Así había sido desde que pisara el primero de los peldaños, pero no se había percatado hasta entonces. Aquellos símbolos, en el centro de la enorme moqueta, avanzaban parejas a la eternidad.
Reparó en las palabras como antes había reparado en las frases de las paredes que había encontrado durante el agónico trayecto. Mientras ascendía, se percató de que los símbolos pertenecían a un mismo ciclo de repeticiones, componiendo una oración de sutil advertencia:
Los sueños y la vida son dos mundos paralelos conectados superficialmente por el hilo de las emociones humanas.
Lo que sucede en uno, puede suceder en el otro
Y mientras subía, leyó reiteradamente aquella oración subordinada a un latente escalofrío, hasta que, casi sin percatarse, alcanzó el rellano de la elevada escalinata. Egresó a una estancia cuadrangular y amplia acotada por luces multicolor. El ambiente brillante pero tenue se marchitaba como una rosa en una tarde otoñal, tiñéndose de una lóbrega penumbra y de un silencio fúnebre.
Sin embargo, el salón estaba exento de rayos y truenos, y por tanto, se figuraba más acogedor que la ciudad exterior donde los gemidos de la noche habían simulado alaridos de clemencia y gritos de crueldad. Laura se encaminó concienzudamente por los pasillos rectilíneos que se bifurcaban en multitud de corredores y travesías, formando un matemático laberinto que conectaba con todos los rincones del vasto lugar. Cuando hubo andado unos metros y su vista se había aclimatado al bailoteo de los destellos policromos y las seductoras sombras, vislumbró un panel semejante a una cristalera blanca incrustado en el fondo de la sala. Su forma era enorme y rectangular, como una gigantesca ventana alargada tapiada por cortinajes de hielo, y estaba apoyado sobre un escenario de madera que se alzaba un par de metros. Varios focos de luz amarilla se cernían amenazadoramente sobre la tablazón, como una desvergonzada revelación del amancebamiento entre el bien y el mal. Había algo hermoso en todo aquello, pero contagiado de una maliciosa frialdad.
En ese instante, chocó contra un saliente del pasillo. Era un bordillo estrecho formado por una placa fluorescente que se extendía a un lado y al otro de todos los corredores. En el medio, el suelo alfombrado de color rojo gemía placenteramente bajo el liviano peso de Laura.
Supo entonces que se encontraba en una sala de cine.
Arriba, los focos y los amplificadores se reproducían como telarañas suspendidas en el orbe del mundo; siempre a la vista, siempre presentes, siempre seguras. Al fondo, la implacable pantalla, que a pesar de estar apagada, titilaba levemente como una luna rota. Y en torno, los corredores que se expandían hacia los asientos, hacia las butacas, hacia las tumbas…
Porque no había ni sillones ni asientos ni butacas. Había lápidas, sepulcros y losas. Un cementerio engendrado en un lugar digno del espectáculo y el ocio. Un cementerio donde los espectadores protagonizaban una película de terror henchida de sadismo y locura. Un cementerio de una atrocidad ingente sazonado con los miedos más profundos del ser humano.
Desconcertada, Laura profirió un grito y reculó hacia atrás. No pudo moverse más que unos pasos, porque chocó contra el mármol límpido de una tumba. Se giró, y vio la inconfundible lápida en forma de cruz que se alzaba sobre el lecho del muerto. En el interior había un féretro dorado.
Y estaba abierto.
Abierto para mostrar el rostro desfigurado y medio descompuesto de un hombre.
—¡Oh, Dios! —exclamó Laura, aterrorizada. Quiso volver a gritar, pero el miedo había congelado su saliva, y las nauseas impedían formular cualquier sonido inteligible.
Vomitó ahí mismo, sobre la lápida, expulsando el asco y la repugnancia de aquella visión tan gore.
Y, entonces, surgió la voz:
—Y las pesadillas concluyen en la muerte.
Laura volvió la mirada, tan desprevenida como amedrentada, y vio al hombre de negro, a menos de cinco metros de distancia, examinándola con sus ojos rojos como quien observa un objeto fútil y sin valor.
—Y las pesadillas concluyen en la muerte —repitió el hombre, con una firmeza universal.
—No, por favor —suplicó Laura tan aterrorizada que fue incapaz de moverse de allí, de alejarse, de sobrevivir. Únicamente sus ojos revoloteaban alrededor del cañón de la pistola—. Te lo ruego, por favor.
El hombre de negro, impasible como quien ha nacido para ejecutar acciones en vez de para dudar de los medios, alzó despiadadamente el revólver de nueve milímetros y apunto diestramente a la cabeza de la muchacha. Disparó, se escuchó una tremenda explosión y una bala surgió de la recamara destinada a estamparse en la impoluta frente de Laura. Pero, por suerte para ella, el plomo se incrustó en la lápida que había detrás, destruyéndola al instante con el poder de un dios impío.
En esta ocasión, ni siquiera vaciló: Laura se lanzó a correr lejos del hombre de negro con la única idea de seguir los pasadizos de la sala de cine en busca de la salida de emergencia. Si es que la había, claro está.
Pero, en un momento dado o, más bien, elegido por la irónica voluntad de la Divina Providencia, Laura tropezó con sus propios pies y cayó de lleno sobre un sepulcro. La tumba estaba abierta y se desplomó en el interior. Por suerte para ella en aquel momento, el féretro estaba vacío, aunque saturado de un olor a decadencia y soledad capaz de envenenar el espíritu de cualquier humano.
Intentó incorporarse de la tumba, pero una fuerza invisible y ajena a las leyes de la física la impedía moverse. Lo único que pudo hacer fue girar levemente la cabeza hacia el exterior y topar con el mármol recién cincelado que configuraba la lápida. Con góticas y artísticas hendiduras se revelaba la identidad del difunto:
Laura Elcano Yañez
R.I.P
1990 – 2007
(¡Oh dios!)
No pudo más que proferir una maldición sorda al leer su inconfundible nombre esculpido sobre la tabla de la ley. Sabía que toda vida muere. Pero se negaba a creer que había llegado su hora entre las puntiagudas agujas del desconocimiento y el terror.
Cuando la perplejidad dejó paso a un brutal instinto de supervivencia, Laura luchó fieramente contra las sombras que se cernían sobre ella e inmovilizaban sus miembros. Se debatió entre la inconsciencia de la muerte y el dolor de la vida en un intento de concebir un hálito de esperanza, y al fin vio una luz pálida y brillante que se alzaba sobre su cabeza. Pero el destello, como un sueño de invierno, se desvaneció ante la sombría envergadura del hombre de negro, que surgió ante ella como una columna dórica de sobrio arte e inamovible eficiencia. La inconfundible pistola se proyectó lentamente sobre el féretro en el que se encontraba.
—Por favor, no me mates —suplicó la muchacha, sepultada en el interior del ataúd.
—Y las pesadillas concluyen en la muerte —sentenció. Y su voz resonaba con el vigor pétreo de las entrañas del mundo. Y sus delgados dedos empuñaban el cuerno del infierno. Y sus ojos brillaban como un ocaso. Como el ocaso de la vida. De su vida.
—Ten piedad —rogó Laura, y su voz sonó fracturada, como miles de huesos y cristales al romperse por la voluntad de una bomba.
—Y las pesadillas concluyen en la muerte —reiteró, persistentemente.
Tras esto advino un hermético silencio y un imperturbable gesto de austeridad. El hombre de negro clavó la mirada en el cuerpo estremecido de Laura incapaz de sentir compasión o clemencia. Por muy profundos que fuesen los lamentos de la muchacha o por muy abundantes que se prodigasen las lágrimas, La Muerte no presentaba emociones ni sentimientos. Sólo presentaba razón y deber.
No perdió más tiempo.
Alzó la pistola y disparó a la cabeza de Laura.
Y en esta ocasión, no falló.
Entonces, se despertó, profiriendo un suspiro desesperado al tiempo que sus párpados se abrían de par en par. Jadeó unos instantes, con el corazón palpitando tenaz y velozmente y el alma encogida por la transpiración del miedo. Cuando sus ojos identificaron la oscuridad danzante de su dormitorio se sintió más segura y aliviada.
Había sido una pesadilla. Una pesadilla que había concluido en su muerte, pero una pesadilla al fin y al cabo. Nada más que una fútil pesadilla, como las que le acosaban cuando era una niña pequeña.
Miró el reloj de la mesita de noche. Marcaba las seis y dos minutos de la madrugada. No, las seis y tres minutos. Todavía tenía tiempo antes de que sonara el despertador. Pero no tenía sueño y, de haberlo intentado, tampoco habría podido dormir. En el exterior, las ventanas de aquel séptimo piso eran abatidas constantemente por los aceros del chaparrón y los gritos invasores de la tormenta. Los rayos, los truenos y la lluvia patrullaban el cielo con la autoridad de un dictador. Su rumor creciente y cercano resultaba innegable.
Se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Tenía el cuerpo sudoroso y el pijama se le pegaba a la piel como cinta aislante. Sentía los ojos rojos y empañados y la boca reseca. En su mente, aún se evocaban retazos de la anterior pesadilla.
Pero, paulatinamente, sus latidos y su respiración recuperaron el equilibrio normal, y el bullicio de la tormenta se tornó remoto y ausente, como si hubiese decidido personarse sobre otro barrio u otra región. El sueño y la pesadilla se volatilizaron ante las chispas de la actividad humana, y Laura se sintió plena de vida y felicidad.
Se rió de sí misma.
Encendió la luz. No tuvo miedo de encontrarse al hombre de negro escondido tras las cortinas de la ventana o al monstruo de las profundidades del alma colgado del techo como una araña de mirada cruel, porque todo aquello era fruto de la imaginación, de las pesadillas… y las pesadillas, pesadillas son. Lo único que vio ante ella fue el típico dormitorio de una estudiante de bachillerato, ornamentado por diversos carteles, un equipo de música, el siempre presente escritorio, un par de muebles destinados a la ropa y varios estantes colmados de discos, libros y estuches de maquillaje. No había nada ajeno a la realidad terrenal.
Reparó, finalmente, en el libro encuadernado con tapa dura que reposaba sobre la mesita. Unas letras selénicas rezaban sobriamente Antología de poesía castellana y bajo las cuales yacía un diminuto epígrafe. Todavía no había finalizado su lectura, y a pesar de que no le atraían profundamente los sonetos y las rimas de los antiguos literatos, era su deber zanjar el estudio. Se tendió suavemente sobre el colchón, tomó el libro entre las manos y, a la seis y cinco minutos de la madrugada, prosiguió su lectura.
El marcador de páginas la condujo a la hoja diecisiete. El encabezado y la sinopsis posterior exponían la vida de Calderón de la Barca y el origen del populoso Segismundo. Bajo el texto informativo, aparecían ordenadamente los versos más sinceros de la inspiración:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son
Tuvo que detenerse ante el logrado y musical encabalgamiento, y releerlo de nuevo para entender su significado. Los dos últimos versos resonaron en su mente amplificados por la garganta de una lúgubre caverna.
Que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son
No pudo eludir un tétrico pensamiento de resignación, víctima de la fantasía adolescente: «Que toda la vida es pesadilla, y las pesadillas, pesadillas son». Se sorprendió así misma plasmando dichas palabras, y la oración tomó la forma grave y estentórea de un trueno, reiterando una y otra vez la misma idea, seguida, a continuación, por la fúnebre misa que había escuchado en el interior de su cabeza:
«Y las pesadillas concluyen en la muerte».
—Tonterías —murmuró Laura, pretendiendo suprimir un miedo que súbitamente se había introducido en su interior. Sus pulmones se agolparon bajo el retumbante corazón y, al instante, su piel comenzó a transpirar. Intentó mantener la calma. No lo consiguió. Había algo que no marchaba bien.
Dejó el libro sobre la mesita y se alzó de la cama, aterrorizada.
Había creído escuchar algo. Un sonido ajeno, lejano. Pero hostil y amenazante.
Al principio, pensó que se trataba de su propia imaginación; luego, cuando oyó nítidamente como una figura de porcelana se precipitaba al suelo haciéndose añicos, supo que había alguien al otro lado de la puerta.
—Papá —gimió Laura, retrocediendo inconscientemente hacia la gélida ventana de la habitación.
Tenía los ojos abiertos de par en par y clavados en la puerta del dormitorio. El rostro, contraído en una mueca cadavérica, exudaba el hedor del espanto.
—Mamá —repitió la aterrorizada muchacha fuera de sí.
Estaba paralizada, completamente paralizada, a pesar de que sus sentidos se habían agudizado y de que su mente cavilaba activamente. Pero era incapaz de resolver cualquier decisión. El pánico era demasiado ingente como para actuar. Le estaba oprimiendo el alma como una camisa de fuerza.
Fue entonces cuando el picaporte de la puerta se movió. Podía haber corrido hacia allí, intentar inmovilizar el manillar y evitar que quien quiera que fuese irrumpiera en su dormitorio, pero de nada habría servido. Quien quiera que fuese lograría entrar de todos modos.
Cuando la puerta comenzó a deslizarse bajo el quicio, y una mano enguantada aferró el marco de la entrada, Laura lanzó un grito de desesperación. Tras esto, la sombra imponente del hombre de negro apareció en el umbral del dormitorio, con un revólver en la mano derecha.
Esta vez la muchacha no grito. Estaba demasiado asustada como para gritar, y los efluvios de sudor, orina y miedo estaban emponzoñando su razón. Supo que aquello era real; completamente real. Nada de sueños ni de pesadillas. Sólo vida. Su vida.
El hombre de negro entró en el dormitorio y cerró la puerta. Sus ojos inyectados en sangre enfocaron a su víctima y su rostro de sombras gesticuló severamente antes de proclamar:
—Y las pesadillas concluyen en la muerte.
—No, no —suplicó Laura, delirante. En ningún momento apartó la mirada de su asesino—, déjame.
—Y las pesadillas concluyen en la muerte —respondió, cual autómata.
Alzó la pistola y disparó.
La bala, lenta pero inamovible como el destino, abandonó el cálido cañón y penetró en el dulce, tibio y débil corazón de la chica de diecisiete años que nunca llegué a conocer. Ella ni siquiera tuvo opción de gritar. Su cuerpo osciló como una muñeca de trapo hasta chocar contra la mesita de noche. Luego, se derrumbó sobre el suelo alfombrado de la habitación y la Antología de poesía castellana se desplomó junto a su rostro, a escasos centímetros del mismo. El libro se abrió milagrosamente en la página diecisiete, en el monólogo de Segismundo.
Confusa, dolida y casi inconsciente, enfocó turbiamente los versos de Calderón y consideró aquellas sutiles metáforas de la vida y de los sueños… y de las pesadillas… y de cómo las pesadillas concluyen en la muerte.
En los últimos desvaríos de su vida, soñó que se estaba muriendo.