Velocidades

Con el coche acelerando al límite de la legalidad, pasé mi mano por la palanca de cambios, con tanta suerte que rocé con los dedos tu rodilla cercana. Sentada junto a mí, parecías ignorar mi involuntario roce, al tiempo que tu mirada de oro se perdía en la argéntea autopista.

Quise probar suerte y comprobar hasta que punto tu ausencia era real o quimérica. Mi mano se posó como una pluma en tu liviana rodilla, donde la cobertura de un pantalón negro me insinuaba la perfección de tus huesos. Casi podía sentir bajo la tela tu piel de alabastro, de arena, de brisa cadenciosa y tibia.

Driving The Volvo-Thomas Anderson

No dijiste nada, aunque te escuché suspirar, y sentí como se te erizaba el vello a causa de la emoción. Supe que, acomodada en el asiento del copiloto y con el asedio de mi mano sobre tu rodilla, poco podías hacer salvo dejarte llevar.

Tomé una curva y luego rocé las tuyas con mi palma apresurada. Subí por el muslo voluptuoso, tonificado y curvo, recordando aquella lejana vez en que un beso mío inauguró la apertura de tu virginidad. Seguí en mi avance ofuscado mientras mis dedos tanteaban tu pierna. No había mejor sustento para el porte de una princesa.

Supe que si seguía subiendo por el muslo, llegaría a la frontera prohibida, cálida y húmeda de tu sexo; a tu ingle izquierda donde podría reconocer entre los bordados de la ropa interior, a tu tesoro, a tu bomba de relojería, a tu mayor secreto.

Entonces, el coche chocó contra el guardarraíl de la carretera y se despeñó poco después por un barranco de varios metros. Nuestros cuerpos se ataron en un amasijo de hierros y sangre.

Pero no me importaba morir de una forma tan romántica, recorriendo tu sexo y tu corazón a la máxima velocidad.

Iraultza Askerria

Después de un largo beso

Libby & Austin | The Pub *Explored* - Sean MolinNos entregamos un beso largo, ardiente como el sol, de infinita existencia. Sus rizos pintaban caricias sobre mi rostro, suavizando mi piel con su seda, como un algodón de brillante pureza que propagaba su tersura, su finura. Sus complacientes labios, una acuosa ambrosía, me atravesaban a voluntad, hiriéndome muy dentro mientras yo procuraba defenderme con la pericia de las mismas estocadas, pero sus quites y envites me desarmaban, me hacían enloquecer. Ni siquiera el escudo de mi hermética boca podía resistir sus acometidas.Cerré mis húmedos labios contra los suyos, atenuando el beso de fuego que nos había unido, pero ella terminó por romperlo.

Se despidió con el roce de sus labios y se desligaron sus dedos de los míos antes de que su cuerpo traspasase la entrada de la soledad.

Cuando me percaté, me hallaba solo, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Sobre mí cabeza, se alternaban amenazadores el cielo y el infierno, dudosos de cuál debía caer primero.

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria