Eros, como todos los muchachos, era hermoso. Las quince primaveras de sus ojos de cielo brillaban sobre un perfil menudo de rostro impoluto y terso, sobre el cual se esparcían los destellos de unas nutridas sortijas. Su mirada atenta y hermosísima, acaso fruto de la ternura de Venus, se desprendía en un derroche de carácter bohemio y libre, haciendo honor a la grafía despreocupada y atrevida de los adolescentes.
Esos largos ríos de oro vistiendo superficialmente el oval de su rostro y esos grandes zafiros de destellos celestes iluminando el pozo de sus cuencas, generaban un semblante de refinada hermosura. En el fondo de su mirada, las aguas de un mar siempre vehemente rompían con un eco de autoridad.
Era terco, quizá a causa de la vanidad aristocrática heredada de su padre, un insigne noble reconocido a lo largo y ancho de toda la península peloponésica. Gracias a él, el muchacho siempre había saciado cada uno de sus caprichos.
Pero los caprichos no son sino un deseo material que dista mucho de ofrecer la felicidad consagrada a las virtudes del amor, cuya simiente fue sembrada por aquel joven de catorce años en quien nadie se había fijado hasta entonces, hasta que llegó Eros.
Era un chico de catorce años, de esculpido y desnudo torso, de marcados y apetecibles músculos, de firmes y exquisitos labios, que se erguía recto e imponente al filo de la entrada. Eros le observó como un mortal que observa a Zeus en la cima del Olimpo: uno en la llanura de la mortalidad y el otro sobre la divina cima.