Quizá, El rayo de luna sea la leyenda más conocida de Bécquer. Tal vez se haya convertido en un relato tan popular debido al tema recurrente que abarca: «amor ideal» o, mejor dicho, el «desengaño originado por el amor ideal». Creo que todos, y especialmente en la adolescencia, fraguamos en nuestro mente un amor idílico, platónico, que en forma de mujer o de hombre adquiere todos los canones de la perfección: belleza, inteligencia, simpatía. Concebimos el idea de una mentira que perseguimos tercamente.
Ya en el inicio de la susodicha leyenda, Bécquer nos advierte de dicha realidad:
Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
El propio autor reconoce, dado sus virtudes de creatividad lírica, que él es uno de los primeros en tropezar con la impenetrable roca de la idealización amorosa, una y otra vez, golpe tras golpe. Sin embargo, desgraciadamente, será de los últimos en aprender de esos errores. Si es que acaso consigue aprender algún día.
Quizá por ello, el poeta sevillano deja escapar en el apoteósico final toda la rabia, la frustración y la impotencia del desencanto:
Cántigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.
La lección que aprende Manrique, el protagonista de la leyenda, sobre la desilusión y el amor ideal es algo que todos nosotros aprendemos tarde o temprano. Desde mi punto de vista, no se trata de una experiencia amarga ni dura. Sencillamente, el amor ideal no existe; el amor perfecto es un fantasma vano que formamos en nuestra imaginación. Si el amor fuese perfecto, si nuestra pareja lo fuera, el sentimiento sería monótono e insulso; porque las pequeñas imperfecciones hacen del amor algo maravilloso, algo espléndido, algo por lo que —yo, al menos— daría mi vida.