Un bandido en el metro

Me encontraba inmerso en la lectura de una novela, apoyado contra uno de los vagones del metro y aguardando inconscientemente a que el suburbano me condujera a mi destino. Como tantos otros, me había repartido en el estrecho espacio prodigado por el transporte, tomando de referencia una distancia de metro y medio para separarme de los restantes ocupantes. Había varios asientos libres en el vagón, así como algunas zonas exentas de inquilinos que aguardaban, con atávico deseo, a que alguien arrendara su lugar.Al no sentir la invitación ni el acecho de ninguna mirada ajena, proseguí enfrascado en la revelación del librillo que tenía entre las manos. Al desentrañar sus épicas frases pude comprender como la belleza y el dolor pueden extenderse a lo largo de las palabras, en nada más que palabras. Entre tanto que mi mente y mi alma se alejaban volando de la realidad, mi cuerpo se zarandeaba víctima del trajín del tren, hasta que finalmente el transporte se estacionó frente al andén de una nueva parada. El frenazo me desequilibró y tuve que aferrarme a una de las barras verticales del vagón para no caerme. La novela, ajena al escándalo, aún reposaba entre mis dedos.

Con la mirada lejos de las melosas láminas de papel, acerté a mirar a través de los cristales del metro y un panel enorme de luces fluorescentes me reveló el apelativo de la estación. Con el nombre martilleándome la mente y turbado por la amplia visión del maremágnum que se agolpaba a las puertas del metro, comprendí que el número de pasajeros del interior iba a incrementarse considerablemente, y con ello, la incomodidad y el sofoco. Opté por cobijarme en la esquina más remota del vagón y atrincherarme tras el libro escrito por Juan Rulfo, lejos, muy lejos, donde los sueños se hacen realidad. No tenía miedo de la gente, pero odiaba su presencia así como el alarde de sus fantasmas.

Un instante después, las puertas del suburbano se abrieron flemáticamente y los pocos transeúntes que procedían a apearse del coche, tuvieron que hacer un tremendo esfuerzo a base de empellones y codazos para alcanzar, como un aliento de vida, el exterior. A este tiempo, distinguí como el perfil serpentino de dos jóvenes se escabullía al interior con una velocidad asombrosa y se apoderaban de los últimos dos asientos que quedaban libres en el vagón de cola. Se sentaron orgullosos y profirieron una larga carcajada, que para mí, fue peor que un insulto.

Reparé en ellos. Los miré con el desprecio del corazón y los aborrecí sin apenas conocerlos. Su aparente falta de civismo, su irrespetuosidad hacia quienes los rodeaban, su mirada engreída y sus ademanes ufanos… Todo eso me asqueaba. Sentí un fino odio filtrarse por entre los vapores del alma, y poco a poco, diluirse desde los poros hasta las venas.

Fotografia de Marc SchuelperNo pude dejar de contemplarlos, con la mirada de quien ha olvidado que tiene un corazón. Los dos muchachos, que rondarían la mayoría de edad, destacaban por su policromo atuendo de ropas holgadas, sus gorras de resplandecientes colores y el múltiple juego de collares de oro que llevaban al cuello. Pero, ante todo, descollaban por el color de su piel; una piel atezada, extranjera; latinoamericana. En contra de la razón, imágenes de bandas criminales comenzaron a perfilarse en mi mente, amén de un odio desconocido. Los miré de nuevo… y de nuevo sentí un desprecio tan intenso, tan ensordecedor, que fui incapaz de reconocerme a mí mismo. Los jóvenes, con sus deportivas ropas de tantas tallas, sus adornos de oro y plata y, sobre todo, por su aparente falta de urbanidad, me causaron náuseas.

Fue en ese preciso instante, cuando entraron en escena una pareja de ancianos. Ambos caminaban por el tortuoso vagón ayudándose de la reciedumbre de un bastón de madera. Los ojos que había en sus rostros estaban cansados, grises por la tristeza, insípidos por tantos años de calvario, sudor y desdicha. Sentí un estremecimiento de compasión al verlos tan débiles, tan solos, tan ausentes del mundo de los vivos y tan parejos a la senda de la muerte y el olvido. Pero nada más lejos que la realidad.

Entonces, antes de que me percatara, ocurrió. Ocurrió lo indecible. Ocurrió que, contra los insidiosos sentimiento de mi alma, el mayor de los jóvenes que se había adjudicado el último de los asientos del vagón, se incorporó con presteza y decisión, prestando su ayuda —en forma de mano— al primero de los dos ancianos. No escuché ni un ápice de las palabras que intercambiaron, pero pude entender el significado de las dos miradas —una joven, henchida de vigor; otra, anciana, víctima del desamparo— que conectaron a la perfección, como si fuesen hijas de los mismos ojos.

La sorpresa inicial que había asaltado a la anciana se desdibujó en un tenue gesto de agradecimiento. A raíz de esto, una tímida sonrisa se configuró en el rostro atezado del joven. Su compañero se levantó de igual modo del asiento y lo cedió en ayuda del otro anciano. La pareja, casi sin fuerzas, se acomodó en los asientos y cargaron sus fatigadas almas a lomos del moderno carruaje.

Los dos jóvenes de holgada vestimenta se alejaron del lugar y permanecieron de pie cerca de una de las ventanas del vagón. Sin molestar a nadie. Sin meterse con nadie. No sabían que un bandido los estaba mirando. Prosiguieron riendo y hablando, mientras la benignidad se reflejaba en sus rostros foráneos.

Yo, desde mi remoto cubil, no pude dejar de acecharlos. Por suerte para mí, ninguno de los dos chicos me miró. Si lo hubieran hecho, se me habría caído la cara de vergüenza.

Arrepentido, volví la atención hacia los ancianos que habían logrado sentarse tras una ardua búsqueda por todo el tren. No hablaban, en absoluto. Simplemente, escuchaban y miraban como fantasmas sin más meta ni destino que el morir.

Yo bajé la mirada, vilmente, y retomé la lectura del libro. Pero no pude concentrarme en ninguna de las frases escritas y sentí que sus palabras me agredían y me injuriaban. Desesperado, tuve que cerrar la novela.

A partir de aquel día, dudé de mis propios juicios, y las cosas las pensé dos veces.

Iraultza Askerria