La saliva me cae por la barbilla mientras esbozo una sonrisa de euforia. Noto la humedad llegar hasta mi cuello, y a partir de ahí, unirse a los latidos de mi corazón revolucionado.
Ante mí, la gente pasa a toda velocidad, como en un circuito de fórmula uno. El humo borbota en el ambiente cada vez más denso y constantemente regenerado por las caladas de los cigarros liados.
Alguien se detiene ante mí y me dice algo. Sólo me quedo con el hedor a ron viejo de su voz. Otra persona se sienta violentamente en el sofá, junto a mí, entre carcajadas. Me imagino hundiéndome en el almohadón, directo al infierno, y que esas carcajadas son las risas del diablo. Diablo, buen amigo, dame una dosis más… a fuego lento.
Comienzo a desternillarme de risa. Es muy gracioso, hilarante; pero vosotros no lo entendéis. Mi compañero del sofá también se ríe, pero solo él sabe por qué. La música da un respiro entre canción y canción, lo cual me permite escuchar mejor la voz de mi acompañante. Creo que es una chica. Me giro para comprobarlo. Sí, es una chica, bonita chica, vestida únicamente con una falda negra y unos botines grises.
Sin pensarlo mucho, me inclinó hacia ella y comienzo a lamerle los pezones. Estoy salivando tanto que pronto sus pechos están inundados, hasta el punto que me ahogo en mi propia saliva. Levanto la cabeza y la miro a los ojos. Soy incapaz de atinar la forma de sus cuencas ovaladas; no las veo, y si lo hago, se me figuran agujeros negros que me devoran el alma. Cierro los párpados y me dejo arrastrar hasta la puerta de sus labios. Saben a alcohol, a marihuana y a saliva que no me pertenece. Incluso, su lengua juguetona me evoca el aroma del sexo femenino, húmedo y lubricado. La mía no es la primera concavidad que visita esta noche.
Aunque la chica besa con maestría, me canso rápidamente de sus besos insípidos. Necesito adrenalina, emociones, vacilación, espanto; algo que me ponga cachondo de verdad. Nada de cuerpitos cálidos tan vacíos de amor como de razón.
Me alzo del sofá donde he permanecido las últimas horas de la noche. Ni siquiera me despido de mi fugaz amante. Me encamino hacia el mueble bar sorteando a la gente que baila y se zarandea como péndulos atemporales. Al final, llego al mueble. Huelo, saboreo y engullo todas las botellas de licor, pero ningún sabor me resulta exquisito; mucho menos vivificante.
Me vuelvo hacia la pista de baile. Veo sombras y luces que danzan al son de un sonido funestamente irritante, como las campanas de un entierro. Perfiles de jóvenes amándose, tocándose, bebiéndose a sorbos entre carcajadas. Rock and roll al gusto de la marea. Pero las olas no me abrazan, no me acarician, ni siquiera las siento.
Comienzo a buscar entre la gente un aroma, un humo, un cigarrillo odorífero. Lo encuentro al final. Arranco una calada, aspiro, fumo y retengo. Lo siento dentro de mí expandiéndose en torno a mi alma. Pero no es suficiente, mucho menos emocionante. Sigo vacío, solo, desamparado e insensible, extraviado en placeres solitarios.
Empiezo a temblar de miedo. Tal vez haya perdido cualquier gusto por la vida y esté condenado al aburrimiento eterno. Solo se me ocurre una forma de descubrirlo.
Me dirijo con presteza al lavabo. El mármol pálido brilla amenazante. Pronto, unto su superficie con polvo de estrellas; nieve, azúcar, sal. Cuando el canuto está listo, lo coloco en mi nariz y aspiro con fuerza. Echo la cabeza hacia atrás, los ojos se me abren como platos y siento una enorme explosión en el interior de mi cuerpo. ¡Boom! ¡Boom! Y luego… de nuevo… vacío.
Me siento perdido, ni el alcohol ni la marihuana ni la cocaína; tampoco las mujeres. No siento placer por la vida, ni ímpetu para hacer o actuar. El tedio se abalanza sobre mí, acompañado de la indiferencia.
No lo soporto más. Abandono el recinto báquico y me extravío en la madrugada. Llueve ligeramente. Pienso que las gotas de agua me llenarán de vida al rozar mi rostro, pero las siento como un escupitajo.
Sigo capitaneando la espesura de la noche. Quiero que la oscuridad me succione, me convierta en una sombra, me haga desaparecer de un mundo que ha perdido cualquier tipo de interés para mí. Si muriese ahora, nadie me recordaría. Ni siquiera sentiría dolor por la muerte.
En ese instante, llego a un amplio soportal. Su interior está resguardado de la lluvia y el frío. Al fondo, vislumbro la figura de un vagabundo cobijado dentro del recinto. Está tendido en el suelo, dormido bajo un montón de cartones viejos.
Entonces, sonrío. Quizá haya encontrado al fin el placer por la vida.
Me pierdo en el interior del soportal y me acerco sigilosamente al vagabundo. Cuando llego a su altura, le observo como una madre mira a su hijo: con un intenso cariño. Estoy deseoso de ampararlo.
Amago una sonrisa y mi rostro se llena de crueldad.
Me abalanzo sobre el vagabundo como un lobo, como un cazador, como un loco que ha perdido la razón. Le propino un fuerte puñetazo mientras él se debate desde el suelo. Pero mi peso le ha inmovilizado y no tiene fuerzas para responder. Acerco las manos a su yugular, cierro los dedos alrededor de su cuello y aprieto… y aprieto con pasión, con lujuria, con descontrol.
Siento las sacudidas del orgasmo revolverme las entrañas. Se me pone dura y empiezo a sudar. Mi respiración se acelera. La de mi víctima desaparece poco a poco mientras yo me acerco al clímax. Tan agónico, tan exquisito.
Poco después, el vagabundo deja de forcejear. Cae lánguido, inerte, muerto. Yo sonrío, complacido y gozoso. He encontrado un nuevo placer en la vida, mucho más satisfactorio que el sexo, el rock and roll o las drogas.
Ahora, ya entiendo cómo se forman los asesinos.