El legado de Akademos

Academia de Atenas (Resist version) - Santiago AtienzaMucho se ha hablado de Helena de Troya a lo largo de la historia, y es que aún hoy resulta incomprensible como el rapto de una mujer pudo provocar una guerra de diez años, culminada en el popular caballo. Pero lo curioso es que esta hermosa mujer llamada Helena, ya había sido secuestrada con anterioridad.

El rapto de Teseo

Porque mucho antes de que sucediera la guerra entre aqueos y troyanos frente a los muros de Ilión, Helena de Esparta fue secuestrada por Teseo, el legendario héroe griego que se había enfrentado al Minotauro y que por aquel entonces era rey de Atenas.

Helena, de apenas doce años, pertenecía a una poderosa estirpe de aristócratas espartanos. Una vez conocido el rapto de la niña por parte de Teseo, los hermanos de la primera acudieron en su rescate, dispuestos a destruir Atenas si fuera necesario.

Pero cuando los hermanos llegaron a las afueras de la ciudad griega, sus habitantes proclamaron que ni Teseo ni Helena se encontraban allí. Los invasores, sin embargo, descontentos con la situación, amenazaron con una sangrienta batalla.

Fue entonces cuando entró en escena un desconocido personaje, llamado Akademos. Se trataba de un gentil ciudadano que en defensa de la ciudad de Atenas desveló que Helena había sido conducida a Afidnas, un lejano pueblo del norte.

Akademos, el salvador de Atenas

Los hermanos de Helena aceptaron la revelación y marcharon sin mayor perjurio para Atenas. Allí quedó Akademos, el valeroso ciudadano, como el salvador de la polis. Los atenienses le glorificaron de tal forma que sus tierras pronto se convirtieron en lugar de culto y veneración.

Los terrenos de Akademos se ubicaban a seis estadios de distancia de Atenas, cerca del río Cefiso. Allí se engendró un bosque de olivos y en las inmediaciones se enterró al emblemático ciudadano. La localización se hizo sagrada.

La escuela platónica

Los siglos pasaron por la ciudad de Atenas, entre gobernadores y batallas, entre la amenaza persa y las discusiones filosóficas, pero los jardines del difunto Akademos continuaron fértiles e inmaculados.

Hasta que en el año 388 a.C., el filósofo Platón fundó en aquel lugar su insigne escuela. En honor al antiguo héroe ateniense, Platón llamó a su primitiva universidad la Akademia.

La Akademia atesoró todo el saber de la antigüedad, instituyendo una sociedad científica y literaria. Matemáticas, medicina, astronomía, retórica, oratoria. Fue el antecedente de las universidades modernas y el núcleo cultural durante los siguientes siglos.

Academias y liceos

La Akademia de Platón fue tan popular y tan trascendente para el saber occidental, que los milenios rindieron homenaje a tal nombre. Hoy en día, la palabra academia hace referencia a cualquier institución docente, pero no hay que olvidar que su verdadero origen se encuentra en la figura de Akademos, el héroe ateniense.

Finalmente, hay que apostillar que, siguiendo los pasos de Platón, su discípulo Aristóteles fundó su propia escuela, a la cual bautizó como Liceo. De esta forma, debemos a ambos filósofos griegos el significado y el empleo de estas dos palabras milenarias, que hoy son sinónimo de centros de enseñanza y cultura.

Una carrera hacia Maratón

MEDIA MARATON DE SANTA POLA (ALICANTE)--ESPAÑA--SPAIN - jose antonio andresDurante los primeros años del quinto siglo antes de cristo, el mundo civilizado antiguo estaba en vilo. Los persas de Oriente habían extendido su imperio hacia poniente, estableciéndose con rotundidad en Anatolia y desplegando su flota naval en el mar Egeo. Los griegos observaban intimidados la repentina expansión propulsada por Darío I, mientras las costas tracias caían derrotadas por el avance persa. Algunas islas y ciudades helénicas se doblegaron ante la amenaza, y pasaron a ser aliadas del Imperio Persa, también llamado Imperio Aqueménida.

La batalla de Maratón

En este contexto tan poco plácido para la Antigua Grecia, dos ciudades se alzaban como el última baluarte griego. Por un lado, la militarizada Esparta, que poseía, posiblemente, las mejores legiones del momento. Por otro, Atenas, el centro democrático por excelencia, situada en la península de Ática.

Allí, en Ática, desembarcaron los persas cerca de la ciudad de Maratón. Su intención era conquistar la ciudad ateniense, y después todo el Peloponeso. Pero el ejército griego esperaba plantar cara. En las fértiles llanuras de Maratón se conformó aquella trascendental batalla.

Maratón se encontraba a poco más de cuarenta kilómetros de Atenas. En el lugar se dispusieron las legiones atenienses dispuestas a resistir las embestidas de las fuerzas persas. A pesar de que éstas eran mayores en número, los griegos aplastaron la invasión oriental e infligieron una durísima derrota al Imperio Aqueménida, cuyos supervivientes regresaron a los navíos anclados en el mar.

Una carrera de fondo

Tras la eufórica victoria, los griegos se apresuraron a enviar un mensajero a Atenas. Debían difundir cuanto antes la exitosa noticia, para tranquilizar a mujeres, niños y ancianos. El encargado de la misión se llamaba Fidípides y recorrió a la carrera la distancia kilométrica que separaba Maratón de la polis griega.

El mensajero llegó a la ciudad y difundió la nueva, pero el esfuerzo le costó la vida.

Sin embargo, todavía hoy se recuerda aquella popular carrera. La lejana batalla entre persas y griegos concibió lo que hoy se conoce como la disciplina deportiva de los maratones, que se ha venido celebrando desde los Juegos Olímpicos de 1896.

Ciertamente, este hecho parece retocado con tintes míticos. Algunos autores afirman que fue todo el ejército griego quien caminó la distancia que separaba Maratón de Atenas, en contra de la creencia popular de que lo hizo un solo corredor. Este testimonio se encuentra en los libros de Heródoto, quien afirmaba que las tropas griegas se replegaron rápidamente hacia Atenas para prevenir un segundo ataque persa desde la costa.

La existencia de Fidípides tampoco ha podido ser verificada. Sí parece ser una figura histórica, y de hecho, Heródoto cuenta que recorrió la distancia entre Atenas y Esparta (240 kilómetros) pocos días antes de la decisiva batalla, aunque no mencionó nada sobre la carrera final de su vida.

En cualquier caso, nunca sabremos con exactitud la certeza de estos hechos. No obstante, podemos afirmar con rotundidad que este es el origen de esta popular carrera de fondo.

El género de la palabra

Como punto final, me gustaría explicar la concordancia de género de la palabra maratón. Si bien el término está actualmente definido por la RAE como sustantivo masculino, la misma entrada del diccionario agrega que puede utilizarse también en femenino. La razón se remonta a ediciones anteriores del diccionario, cuando el vocablo estaba catalogado como sustantivo femenino, compartiendo similitud de género con otros sinónimos como: carrera, prueba, competición. Nótese, sin embargo, que otras palabras que terminan en “-tón” son, generalmente, masculinas; como por ejemplo, apretón, portón, botón, frontón, pisotón.

Así, el uso exponencial de “el maratón”, obligó a la academia española a modificar la aceptación, llegando a la situación actual: ambos usos, tanto femenino como masculino, son correctos.

El Mausoleo de Halicarnaso

Mucho antes del nacimiento del ilustre Alejandro Magno, la península de la Anatolia —actual Turquía— pertenecía al Imperio aqueménida persa. Los aqueménidas favorecieron la autonomía de las regiones locales mediante el sistema de satrapías. Éstas eran unidades geográficas y administrativas gobernadas por un único sátrapa, que a su vez estaba subordinado al emperador persa.

Caria y la dinastía Hecatómnida

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Una de estas satrapías pertenecía a la región de Caria, ubicada en el extremo suroriental de Asia Menor. A principios del siglo IV a. C., un nuevo linaje adquirió la satrapía del lugar. Se trataba de una familia de origen cario, que llegó a fortalecerse y a enriquecer las arcas estatales, convirtiendo Caria en una próspera comarca.

El primero de estos reyes carios fue Hecatomno. Gobernó entre 391 a. C. y 377 a. C. Además de Caria, obtuvo por intervención del emperador persa el gobierno y la administración de Mileto, la mayor ciudad griega de Anatolia. En consecuencia, Hecatomno no sólo logró una importante prosperidad, sino que también recibió la influencia de la cultura griega, algo que llegó a fascinarlo.

A la muerte de Hecatomno, su hijo heredó la satrapía y se inició una nueva y vital página en la historia de Caria, conformándose así una nueva capital.

Halicarnaso: la nueva capital

El nuevo sátrapa demostró una desbordante inteligencia tanto en lo civil como en lo local. Obtuvo una posición favorable dentro del Imperio Aqueménida, conquistó algunas ciudades griegas y entabló prósperas alianzas con otras localidades cercanas. Además, trasladó la capitalidad de la región. La nueva capital fue Halicarnaso. Esta metrópoli pronto adquirió fama, riqueza y un aumento progresivo de la población, además fue embellecida con plazas, estatuas y monumentales edificios.

Pero este segundo gobernador de la dinastía Hecatómnida aún quería más. Antes de su muerte, proyectó y ordenó la construcción de un inmenso y colosal edificio funerario, que habría de alberga su cadáver. Se sabe que contrató a los arquitectos griegos Piteo y Sátiro de Paros para tal empresa.

Tras veinticuatro años en el poder, el sátrapa murió en el año 353 a. C., dejando una esposa desolada por un profundo dolor. Se llamaba Artemisia y se perfiló como la gran artífice de esta ancestral historia.

El Mausoleo de Halicarnaso

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Fallecido su esposo, Artemisia se sumió en un abismal sufrimiento, muy próximo a la locura. Pero más que demencia, era un amor fiel y sensato que no buscaba sino venerar a su difunto cónyuge. Para ello buscó a los mejores arquitectos y escultores, queriendo culminar el monumental sepulcro comenzado primeramente por su marido. A la llamada de Artemisia llegaron célebres artistas griegos como Briaxis, Escopas, Leocares o Timoteo. El edificio resultante fue una obra maestra de la arquitectura y la decoración escultórica.

45 metros de altura, 38 de longitud y 32 de ancho hacían de este monumento funerario algo colosal. La obra se dividía en tres pisos. El primero de ellos albergaba en la fachada una profusa ornamentación de bajorrelieves, inspirada en escenas mitológicas, bélicas e históricas. En el segundo piso se alzaba un recinto de 36 columnas, rematadas mediante estatuas de dioses griegos. El último sector estaba coronado por un espectacular techo piramidal. Sobre él mismo, se ubicaba una cuadriga tirada por cuatro corceles que portaba las efigies de Artemisia y su difunto esposo.

El amor de una mujer propició la gestación de esta obra maestra de la arquitectura. Su fama precedió a la de Halicarnaso durante más de quince siglos. El Mausoleo de Halicarnaso fue una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo.

La etimología de mausoleo

Por propia voluntad, se ha omitido el nombre del difunto esposo de Artemisia. Ahora debemos regresar a él. Este sátrapa que reinó durante 24 años en Caria, falleció en el 353 a. C. y tras ello, fue conducido a la tumba erigida para él. Se llamaba Mausolo, y el lector habrá adivinado con esto el origen de la palabra mausoleo.

La imponente tumba funeraria de Mausolo no tuvo parangón. Fue el monumento sepulcral por antonomasia, y desde entonces toda tumba magnífica y suntuosa ha sido llamada mausoleo. Artemisia había rendido un inmenso homenaje a su marido, haciendo que su nombre perdurase en la eternidad. Cada vez que se quisiera enaltecer la figura de una persona tras su lecho de muerte, todos tendrían que recordar a Mausolo, a Artemisia y al Mausoleo de Halicarnaso.

Es curioso como la historia tiene el poder de desechar y acoger nombres. Algunos apelativos fluyen por los siglos sin mácula y llenos de pureza, arraigándose en las lenguas de una u otra región. El nombre de Mausolo y su sustantivo derivado son prueba de ello. Prácticamente, todas las lenguas occidentales tienen el vocablo mausoleo en su diccionario.

Desde el Taj Mahal, hasta el Ángel de la Independencia, pasando por el Mausoleo de Qin Shi Huang o la Tumba de Jahangir. Emblemáticos edificios todos ellos y monumentos sepulcrales, que recuerdan de una forma u otra al primer mausoleo de la historia: el Mausoleo de Halicarnaso, el mausoleo de Mausolo.

El balbuceo bárbaro

German Hero - Giovanni

La semana pasada, sentado en los asientos del aeropuerto de Ginebra, aguardaba intranquilo la voz intrigante del megáfono. Mi vuelo de regreso se había retrasado hasta nuevo aviso debido a las constantes huelgas en aeródromos europeos. Cuando al fin sonó la voz, en un francés femenino y sensual, no escuché más que “ua-ua-ua-ua-ua”. Un balbuceo ininteligible que reflejaba mis escasos conocimientos idiomáticos.

Algo similar me ocurrió en Edimburgo cuando, habiendo perdido mi equipaje de mano -sí, mi equipaje de mano-, me entrevisté con la policía local, y en la conversación no pude entender más que “sfi-sfi-sfi-sfi-sfi”.

De la misma forma, supongo que si un anglo o francoparlante escuchase hablar mi gangoso castellano, sentiría resonar en su mente una onomatopeya del tipo: “bla-bla-bla-bla-bla”. Así que, en definitiva, independientemente del lado de la frontera en la que uno se encuentre, cuando se escucha hablar a un extranjero de idioma desconocido, sólo se percibe un murmullo ininteligible, un balbuceo impreciso, un “blablabla”.

Esta discordancia entre los pueblos, viene sucediendo desde tiempos inmemoriales: cuando las más incipientes civilizaciones comenzaron a conocerse unas a otras, como la egipcia, la asiria o la griega. Debido a que nuestra cultura es básicamente un legado grecorromano, lo más sencillo para nosotros es estudiar la cultura grecolatina.

Situémonos en la Edad del Hierro varios siglos antes del último milenio que antecedió a Cristo. El Peloponeso estaba dominado por la civilización micénica, fundando la base sobre la que se cimentaría la cultura griega. En la península cohabitaban varias tribus prehelénicas. Cada una de ellas hablaba su particular dialecto del griego, como el eólico o el jónico. Pero en cualquier caso, compartían un idioma similar y único que aglomeraba a estos pueblos bajo una misma cultura.

Naturalmente, lejos de la península del Peloponeso, habitaban otros pueblos, cuyo lenguaje nada tenía que ver con el idioma griego. Cuando las tribus prehelénicas escuchaban hablar a un extranjero sólo distinguían sílabas sin sentido, algo como “bar-bar-bar-bar-bar”.

Fuesen asirios, hititas o egipcios, los griegos englobaron a estos pueblos foráneos bajo un mismo nombre, del mismo modo que nosotros tenemos una palabra para ellos: “extranjero”. Este término que acuñaron los griegos fue: “barbaroi”.

Con los siglos, los griegos conformarían una civilización que no tendría parangón a nivel cultural, llegando a su apogeo con obras de poesía, epopeyas, tratados filosóficos y códices políticos. El idioma griego sería el más culto y el más avanzado de Europa hasta la consolidación del latín, el cual a su vez heredaría multitud de grecismos.

Para la civilización griega, el resto de pueblos cuyos lenguajes eran incomprensibles seguían siendo “barbaroi”, con un balbuceo confuso como única seña de identidad. Pero además, no eran tan cultos, refinados, educados y civilizados como el estado griego, que ya había alcanzado su cenit. Por tanto, el significado del término “barbaroi” evolucionó pasando de “gente que habla de manera extraña” o “no-griego” a “gente incivilizada, inculta, ignorante y tosca”. Esta designación se corresponde con el significado actual de la palabra “bárbaro”, que nosotros hemos heredado del latín y éste del griego.

Los romanos llamaron bárbaros a todos aquellos pueblos que limitaron con sus fronteras y, especialmente, a las tribus germánicas que finalmente destruyeron el Imperio Romano de Occidente. Asimismo, los romanos bautizaron los pueblos del norte de África como “bereberes”, que es una transliteración de la palabra bárbaro.

De esta forma, durante la consolidación del Imperio Romano, el mundo estaba dividido entre los habitantes latinos y los pueblos bárbaros, que ya no eran sencillamente tribus con un balbuceo ininteligible, sino gente incivilizada, inculta, bestias que sembraban el terror y la brutalidad por donde pasaban. Al menos estas fueron las descripciones que nos legaron los historiadores romanos, siempre tan demagogos.

Finalmente, la palabra bárbaro se convirtió en el adjetivo peyorativo que designa a cualquier persona “fiera, cruel, inculta, grosera o tosca” o más precisamente a “los pueblos que a partir del siglo V invadieron el Imperio Romano”; perdiendo su significado original de “extranjero” o “aquel que balbucea”.

Este es el origen etimológico del vocablo “bárbaro”. Yo, personalmente, y en mi orgullo más primordial y salvaje, diré que cuando estuve perdido en el aeropuerto de Ginebra y Edimburgo, me vi completamente rodeado de “bárbaros”.

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Iraultza Askerria

El primer asesino

Si consideramos la terminología bíblica, el primer asesinato conocido ocurrió cuando Caín mató a su hermano Abel. Desde entonces, los milenios de la historia han estado plagados de asesinatos, atentados y homicidios. El faraón Teti, Jerges II, Filipo de Macedonia, Darío III, Seleuco, Viriato, Pompeyo, Julio César, Jesucristo, Calígula o Godofredo de Frisia forman parte de este tan poco envidiado elenco.

No obstante, a pesar de tantos siglos de atentados y conspiraciones, el término “asesino” tiene su origen en el último milenio, durante el apogeo del Islam. En el contexto de un mundo dividido entre cristianos y musulmanes, estos últimos habían erigido un imperio religioso que se prolongaba desde la Meca hasta la península ibérica. Las ideas del profeta Mahoma se habían extendido abiertamente por los tres continentes del mundo conocido.

Sin embargo, como en todas las grandes ideologías, pensamientos y doctrinas, el Islam también sufría de disputas internas, escisiones y cismas. Ya en los albores de la religión ocurrió una importante ramificación de la ideología musulmana, creando grupos enemistados de chiítas y sunitas. Las causas fueron disputas sucesorias.

Estas lides entre partidarios de la misma religión se vio empeorada por divergencias en la propia doctrina chiíta, que se dividió entre imamíes e ismailíes. A su vez, del ismailismo brotaron otras corrientes independientes como la secta nizarí. En esta última vamos a centrarnos.

La fortaleza de Alamut

La fortaleza de Alamut

Durante el siglo XI, la hermandad nizarí, llamada Hashshashin por sus detractores, se granjeó la fama y el miedo de sus enemigos. El líder Hasan ibn Sabbah, consagrado con el título de “El Viejo de la Montaña”, consolidó dicha comunidad. Su principal fortaleza era Alamut, ubicada en un macizo montañoso al sur del mar Caspio. Era un paraje inexpugnable donde los nizaríes se reforzaron mientras sus enemigos vivían en el más íntimo miedo, en el pánico más visceral, en la inseguridad más hiriente.

Pero… ¿por qué este terror? ¿Cómo fueron sembradas las semillas del miedo? ¿Qué convertía a los nizaríes en la secta más peligrosa y aterradora de la región?

Si el lector ha sido atento, se habrá fijado en la curiosa etimología del sobrenombre de la secta nizarí: Hashshashin. Si obviamos el uso de las molestas haches y simplificamos esta palabra árabe, obtenemos la raíz “assasin”, de donde derivan nuestras palabras actuales de asesino, asesinato o asesinar.

Aunque existen diversas hipótesis acerca del significado y el origen de la palabra Hashshashin, la mayoría de las fuentes la traducen como “bebedores o consumidores de hashish”, siendo el hashish el cáñamo índico.

Es bastante probable que el líder de los nizaríes ponía a sus súbditos bajo la influencia del hachís, momento en el que estos disfrutaban de cualquier tipo de placer carnal. Este “paraíso” no duraba eternamente y cuando los nizaríes despertaban del letargo de la droga estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para poder regresar a ese preciado edén, a ese lujurioso cielo al que acudirían al término de sus vidas. De esta forma, el líder nizarí tenía a su disposición a decenas de hombres leales y preparados para consumar cualquier orden, sin valorar la posibilidad de morir.

La verdadera fama de la comunidad deriva de los asesinatos que cometieron. Estos atentados eran premeditados y estaban dirigidos contra los líderes políticos o religiosos de sus enemigos. Eran infalibles, mortíferos y osados. No tenían porque salvaguardar su propia vida: si conseguían cometer el asesinato, tendrían el paraíso asegurado. Morir durante el atentado era un mal menor.

Por todo esto, los nizaríes fueron una célula terrorista kamikaze que durante siglos acobardó a sus enemigos. Fueron capaces de derrocar gobiernos, asesinar ministros y acabar con líderes religiosos. Sabiendo que los nizaríes eran una comunidad minoritaria del ismailismo, a su vez minoritario del chiísmo y éste a su vez minoritario del Islam, se puede decir que no les faltó trabajo.

Tal fue la fama y la popularidad de la hermandad, que el término árabe “fumadores de hachís” ha desembocado en la palabra “asesino” de la cultura occidental moderna, vocablo que no sólo se utiliza en el castellano, si no también en otros muchos idiomas como el inglés, el francés o el italiano.

Iraultza Askerria

La casa del faraón

Templo de Ramsés II - Abel Jorge

La memoria del Antiguo Egipto se ha mantenido viva hasta nuestros días gracias a dos de sus entidades más representativas: las pirámides y los faraones. De las primeras aún queda la imborrable edificación en honor a Keops, que en la meseta de Guiza se alza majestuosa como la última de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Entre los segundos, cabe destacar a Tutankhamón, el faraón niño; al longevo Ramsés II, gobernante de Egipto durante 67 años, y a la hermosa Cleopatra. Esta última, sin duda, la reina más famosa de la historia.

La raíz etimológica

Como bien es sabido, la palabra “faraón” se utiliza para designar a los monarcas que gobernaron en el Antiguo Egipto, desde el faraón Narmer (Menes) alrededor del 3050 hasta la reina de origen griego mencionada anteriormente, quien dirigió el país africano hasta el año 30 a.C.. Aunque no se puede precisar con certeza debido a la pérdida de referencias contemporáneas, el número total de faraones durante esos tres mil años puede haber superado la cifra de trescientos, dividida, al menos, en una treintena de dinastías.

Sin embargo, a pesar de tan larga historia, el pueblo egipcio no empezó a utilizar el término “faraón” hasta el siglo XIV a.C., durante el reinado de Amenofis III. Por tanto, rígidamente hablando, éste fue el primero de los faraones egipcios.Entrando de lleno en la etimología de la palabra, “faraón” deriva del latín “pharaon”, éste a su vez del griego “paraoh”, que proviene del hebreo “paroh”. Fueron los hebreros quienes adaptaron la palabra egipcia original, que se transcribe como “per-aa”.

El significado de la palabra

Siguiendo el esquema lógico, el significado de “per-aa” debería ser “rey”, “monarca” o “majestad”. No obstante, nada más lejos de la realidad: significa “casa” [per] “grande” [aa]. Esta “gran casa” no era más que el palacio donde vivía el faraón, a quien se mentaba utilizando la personificación de su propia vivienda.Esta actitud, no debe parecernos extraña. Generalmente, el pueblo, y especialmente un pueblo tan religioso como el egipcio, consideraba al monarca una figura divina, relevante, suprema, que se encontraba por encima del individuo común. Por consiguiente, los egipcios utilizaban la metáfora de “gran casa” para referirse al rey de Egipto, del mismo modo que nosotros utilizamos fórmulas como “Su Majestad”.

Distintos vocablos, mismo sentido

Además, cabe señalar que en la sociedad moderna actual existen sutiles paralelismos con esta curiosa etimología del monarca egipcio, comola Casa Blanca, que frecuentemente se utiliza para simbolizar al presidente estadounidense o a su gobierno. Otro ejemplo, se puede encontrar en la innecesaria e infructífera monarquía del Reino de España: el Palacio de la Zarzuela, que en multitud de ocasiones, personifica a toda la familia real. En la práctica, este modelo de “vivienda-gobernador” se repite en otras tantas instituciones.

En definitiva, aunque pueda parecer curioso el verdadero significado de la palabra “faraón”, no debe extrañarnos de ninguna manera. Así como los reyes y monarcas sucumben ante el beso de la muerte, sus moradas pueden permanecer en pie durante siglos, trascendiendo al propio nombre de sus anfitriones.

Iraultza Askerria

Lo que esconden las palabras

Por las mañanas, cuando llegaba a la oficina, acostumbraba a tomarme un café con mucho azúcar. Disponíamos de una máquina en recepción, que ofrecía varios tipos de infusiones y bebidas de chocolate. Siempre había pensado que el electrodoméstico despachaba en realidad veneno de matarratas, porque el sabor agrio e insípido de la bebida tenía poco que ver con el café. Pero, visto de otro punto, no teníamos otra cosa en la oficina; y por las mañanas, siempre apetecía una bebida caliente.

En esto estaba: apoyado contra la máquina de recepción mientras mantenía una conversación insustancial con la secretaría. Llevábamos hablando casi cinco minutos, lo cual era todo un récord teniendo en cuenta que el diálogo aún no había sido interrumpido por el teléfono o por el timbre de la entrada.En aquel instante, Olga apareció en recepción. Me saludó con la cabeza y se encaminó directa a la impresora, ese engendro tan amigo de los escritores y enemigo de la naturaleza. Olga era una chica que no llegaba a los veinticinco años. Tenía una piernas largas y un culo de vértigo, siempre ataviado con un vaquero ceñido que hacía refulgir sus curvas de mujer. Se paseaba por la oficina como una modelo, siempre con la cabeza alta, la mirada orgullosa y el ego resguardado en sugerentes escotes. Resultaba excitante verla tan segura de su cuerpo perfecto, tan atractiva. Resultaba excitante respirar su aroma de seguridad y prepotencia. Resultaba excitante imaginar cuál sería el perfume de su húmedo sexo. Pero, desgraciadamente, resultaba patético saber que no tendría nada de excitante dentro de diez años, cuando las arrugas, las ojeras y la grasa localizada comenzasen a mellar su esbelta figura.

Aparté mi mirada de la joven mientras ésta manipulaba un cúmulo de papeles, y volví a centrarme en la conversación que mantenía con la secretaría. Pero el diálogo finalizó un instante después, cuando el teléfono comenzó a llamar la atención de la recepcionista.

Justo entonces, alguien entró en la oficina, abriendo la puerta con su tarjeta electrónica. Se trataba de Eva, otra joven de físico extraordinario, pero caracterizada por un genio fuerte, simpático y suspicaz.

—Buenos días —saludó Eva, con amabilidad.

—Hola —devolví el saludo, escrutándola con mis ojos de cuervo.

Había venido sorprendentemente arreglada. El caballo le caía como una cascada de rizos por los hombros, y resplandecía gracias al uso de alguna laca de fijación. Los ojos estaban adornados por una combinación de sombras azules y negras, y el rímel alargaba sus pestañas y las mantenía húmedas y brillantes. Sus pómulos estaban tersos y coloreados levemente. Vestía una chaqueta negra que se estrechaba en la cintura y una falda vaquera que dejaba entrever sus piernas desnudas. Todo esto se completaba con unas botas altas de cuero. Sinceramente, estaba buenísima.

Entonces, Olga volvía de la impresora con varios folios imprimidos, siempre con su caminar divino y egolátrico. Se detuvo de súbito al ver a Eva.

—Vaya, ¡qué guapa has venido hoy! —lisonjeó Olga, examinando a su compañera de arriba abajo mientras yo las analizaba a las dos.

—Gracias —respondió Eva con una sonrisa, y en sus ojos maquillados pude ver el verdadero significado de aquel agradecimiento.

Posteriormente, las dos jóvenes desaparecieron en el interior de la oficina, charlando entre ellas.

Yo seguía apoyado en la máquina de café, con un pequeño vaso en la mano. Ya estaba frío, tan frío como mi corazón al ver aquel numerito de alabanzas y agradecimientos.

Ni Olga ni Eva habían sido sinceras en sus palabras. Pero en sus ojos, profundos pozos de sinceridad, pude discernir el verdadero significado de sus frases:

“Esa perra está más buena que yo”, había pensado Olga.

“Esa zorra quiere algo”, había pronosticado Eva.

Ninguna de las dos se equivocaba.

Iraultza Askerria