Era la vigésima vez que la pareja se personaba en aquel hotel costero, y siempre bajo los mismos procedimientos. Llegaban por la tarde, prácticamente sin equipaje, y notificaban la reserva de una habitación por una sola noche. Al día siguiente, abandonaban el hospedaje a las cinco de la mañana en un taxi con destino al aeropuerto, sin haber salido del hotel, ni siquiera para disfrutar de la playa o el sol. Así durante los últimos dos años.
La idiosincrasia de la pareja había despertado gran interés en el alojamiento hotelero. Se trataba de una mujer de rasgos soviéticos y un hombre de origen africano. Ambos rondarían la treintena, si bien él parecía algo más mayor.
Algunos mayordomos sugerían que conformaban un matrimonio, con algún trabajo importante que les obligaba a trasladarse a España frecuentemente. Las asistentas opinaban, sin embargo, que podían estar viviendo una aventura, y que se desplazaban a la península ibérica para perpetuar su romance alejados de sus respectivos cónyuges. El director, por su parte, prefería no deliberar nada, consciente de la trascendencia de no entrometerse en la vida de sus clientes.
Aun así, todos los empleados del hotel querían saber la verdad. Y todos se equivocaban en sus conclusiones. Ninguno pudo nunca intuir que la pareja la integraban dos hermanos que viajaban a España bimensualmente para visitar a sus padres adoptivos, y que tras descansar en el hotel regresaban a sus países natales, en Rusia y en Sudáfrica, con el avión de primera hora.