El magnicidio de Ekaterimburgo

La cocina se encuentra bien iluminada. Al estar destrozados los cristales de las ventanas debido a la refriega y a las balas, la luz del sol penetra a raudales por los vanos. En el centro de la estancia, hay una mesa redonda de madera, algo ajada debido al constante uso; se notan las cicatrices de cubiertos y vasos de cristal. En una silla, se encuentra sentado un prisionero, vestido con el uniforme del Ejército Rojo. El símbolo comunista destaca sobre su pecho, manchado de pólvora y suciedad.

El soldado cautivo tiene el rostro sudoroso y las manos magulladas encima de la mesa. Unas férreas esposas impiden cualquier movimiento. Se llama Vládimir, tiene veinticinco años y ha vivido en aquella casa durante los últimos meses, desempeñando las tareas de un carcelero. Sin embargo, las cosas han cambiado para él. Ahora él es el prisionero.

Aquella vivienda se llama casa Ipátiev; aunque los dirigentes bolcheviques la denominan Casa del Propósito Especial. Sita en Ekaterimburgo, capital del distrito de los Urales, actual Rusia, futura URSS.

—Ahora vas a contarme todo lo que ocurrió durante la noche del 16 de julio hasta la madrugada del 17 de julio de 1918. Han pasado pocos cinco días, así que espero que te acuerdes de todo. No escatimes en detalles —ordena un veterano oficial del Ejército Blanco, sentado frente al cautivo.

El prisionero alza la mirada llorosa y observa a su captor, quien tiene una frondosa perilla, los ojos oscuros y el semblante inclemente. Viste una cazadora de piel y unas botas marrones del mismo material. Por un momento, aquel oficial le recuerda a Yákov Yurovsky, su superior hasta hace pocos días.

—Como quieras —contesta Vládimir, acomodándose en la silla antes de dar inicio a su largo relato.

—————–

Como cada noche desde hacía meses, me encontraba en el pasillo de las habitaciones reales, patrullando la zona y vigilando a cada uno de los inquilinos. Conmigo, había otros dos guardias, pero no contaban con mi experiencia y veteranía, por lo que yo hacía las veces de coordinador.

Pocas semanas atrás, el gobierno había enviado a la casa Ipátiev a un nuevo comandante: Yákov Yurovsky; quién había reorganizado la vigilancia de la mansión con una actitud férrea y decidida. Muchos de mis antiguos compañeros habían sido trasladados al exterior de la casa; y muy pocos habían permanecido en el mismo puesto. Entre ellos me contaba yo. Ignoraba que se tramaba Yákov, o mejor dicho, que órdenes había recibido del Sóviet Central, pero lo que me quedaba claro es que había que mantener a los prisioneros vigilados en todo momento, casi controlando cada una de sus respiraciones.

De esta guisa, yo me encontraba merodeando por el pasillo del piso superior, donde se encontraban los aposentos de la familia imperial y su pequeño séquito de sirvientes. La monarquía había pasado de ser gobernadora de Rusia a prisionera de un pueblo hambriento de cambios.

Aún no eran las diez de la noche. La cena había sido servida y consumida con anterioridad. Mientras los sirvientes recogían los enseres y limpiaban la cocina, la familia aristocrática se solazaba unos minutos antes de acostarse, pero siempre vigilados por soldados como yo.

El ex-zar Nicolás II y su esposa Alejandra acostumbraban a despejarse jugando a las cartas. Sus dos hijas mayores solían escribir en su diario antes de ir a la cama, mientras las niñas pequeñas, María y Anastasia, disfrutaban de una amena y tranquila lectura. El zarévich Alexei, el único hijo varón del zar, se encontraba en aquel instante en su habitación bajo la supervisión del médico imperial. El joven príncipe sufría la irremediable enfermedad de la hemofilia, y aquella noche había mostrado intensos síntomas de debilidad. Desgraciadamente para él, el doctor no tenía el poder de curar su mal, tan solo mitigar sus dolores.

En total, los prisioneros de la casa Ipátiev eran once. Por un lado, el zar, su esposa, sus cuatro hijas y Alexei, que integraban una familia de siete miembros. Por otro, los fieles criados y criadas, entre los que se contaba al reputado médico.

Me detuve un instante frente a la habitación de las hermanas mayores. La puerta estaba abierta hasta la mitad y la luz salía a raudales del interior. Pude ver a Tatiana sentada frente a un escritorio de caoba, un mueble práctico y hermoso a la vez. Estaba escribiendo en su diario y parecía no haber reparado en mi presencia.

Avancé un paso, y justo cuando me disponía a sobrepasar el linde de aquel dormitorio, la vi de reojo. Vi a Olga, la hija mayor de los zares; la primogénita. Para mí, la mujer más bonita que hubo nunca en Rusia. En aquel momento, estaba sentada frente a un tocador, peinando su sedoso cabello color cereza que le caía en ondas por la enhiesta espalda. Tenía veintidós años, sólo unos pocos menos que yo. Era simpática, inteligente y preciosa. Durante aquellos meses en los que ella era mi cautiva y yo su guardián, había soñado con amarla, con besarla, con tenerla entre mis brazos. Si hubiera podido, la habría rescatado de aquella mansión en la que estaba confinada para llevarla lejos, a Europa Occidental, y protegerla con mi propia vida. Pero no era más que un sueño idealista.

Así que de pie, en medio de la puerta del dormitorio de la Gran Duquesa, pensaba en ella como un adolescente bobo y enamoradizo, que se pasaba más tiempo reflexionando que viviendo la vida.

En ese preciso momento, Olga se alzó del asiento del tocador, mientras me enviaba una afectuosa sonrisa. Supuse que me había visto a través del espejo. Dejó el peine sobre el mueble y se digirió a mí con las mejillas coloradas. Su hermana Tatiana seguía ensimismada en el diario, cincelando con la pluma la escultura de sus recuerdos. No se había percatado de mí.

—Vládimir —saludó ella.

—Olga —respondí yo.

La duquesa se había apoyado en la puerta. Tenía la cabeza ladeada y me miraba fijamente esbozando una sonrisa. Noté su aliento nervioso y sus palpitaciones aceleradas. Yo la observaba de igual modo; inmóvil y sin saber qué decir.

—Será mejor que cierre la puerta, Tatiana y yo vamos a acostarnos dentro de poco —añadió Olga.

—Por supuesto, perdóname —me disculpé apresuradamente. Me imaginé su cuerpo desnudo bajo aquel camisón de seda que remarcaba sus curvas; sus pechos derritiéndose bajo el murmullo de mis labios. Debía ser lindo y sabroso, como una fruta en almíbar. Desgraciadamente, nunca lo descubriría—. Buenas noches.

—Buenas noches, Vládimir —se despidió, y cerró la puerta.

Me quedé inmóvil frente a la entrada, concibiendo en mi mente las formas de desafiar y derrotar los obstáculos que se interponían ante mí. Pero yo era un soldado ruso del ejército comunista, y ella una princesa sin patrimonio de una monarquía casi extinta. Mi historia de amor sólo tendría cabida en una relato de ficción, una especie de Romeo y Julieta bajo el título de Vládimir y Olga.

Me quité aquellas fantasías de la cabeza y seguí rondando el pasillo. Pasé junto al dormitorio de las hijas pequeñas de los zares. La puerta estaba cerrada y la luz no egresaba por el umbral. Supuse que las hermanas se habrían acostada ya. Algo extraño sabiendo que Anastasia, la hija pequeña de diecisiete años, era una joven bastante traviesa, aunque simpática, muy habladora y que por lo general acostumbraba a acostarse tarde.

Sin darle importancia al asunto, pasé junto a los aposentos del único hijo varón de Nicolás: Alexei. La puerta estaba cerrada y un tímido hilillo de luz se filtraba por ella. Escuché un ladrido, emitido por la mascota del príncipe, un bulldog francés llamado Ortino. También oí la voz del médico, Sergéi Botkin, llena de piedad, como si intentara revertir la frágil salud del joven de trece años mediante un hechizo verbal. Pero la hemofilia no perdonaba ni siquiera a los príncipes.

Finalmente, alcancé el final del pasillo. La última de las habitaciones era un pequeño salón que hacía a su vez de biblioteca. Constaba de un sofá, un escritorio y varias estanterías repletas de voluminosos libros. El antiguo zar Nicolás y la zarina Alejandra se encontraban en su interior matando el tiempo y el aburrimiento con un juego de cartas.

Me detuve bajo el dintel y observé a la pareja. Ambos despachaban las cartas sobre el tapete verde con un hastío mortecino, como si hubieran perdido cualquier esperanza por la vida o cualquier ilusión por la felicidad. Era comprensible. Habían vivido durante décadas en los más altos excesos y comodidades. Ahora, no obstante, eran los prisioneros del pueblo sobre el que habían imperado y al cual habían matado con hambre, guerras y negligencia.

Nicolás vestía una chaqueta marrón oscuro. Tenía la cabeza ladeada y la mejilla apoyada en el brazo derecho. La barba asomaba con profusión en su rostro herido por las arrugas y la responsabilidad; siendo su mostacho lo más destacable. Su cabello aún lucía castaño, sin canas, y con entradas poco profundas. Tenía los hombros caídos y los brazos fibrosos, aunque delgados. Aquella noche, su desgana era patente mientras su esposa repartía las cartas.

La mujer del antiguo emperador era una dama hermosa, pero seria y reticente, como una flor en invierno. Sus rasgos eran nítidos, limpios y agradables; la vejez no parecía pasarle factura pese a su semblante grave y ceñudo. Desde mi comienzo como guardia en la casa Ipátiev, pocas veces había tenido la oportunidad de charlar con la zarina; y siempre que tenía la ocasión, se comportaba reservada y distante, aunque sin perder las formas. Pensaba que su actitud se debía a su origen alemán y a su dominio incompleto del ruso. No en vano, Nicolás acostumbraba a comunicarse con ella en un perfecto inglés.

En definitiva, la pareja disfrutaba, o mejor dicho, se conformaba con una aburrida partida de cartas. Si no los hubiera conocido, habría pensado que su amor estaba marchito, pero lo cierto es que los zares se profesaban un apego fraternal, intenso y profundo; un cariño del que hubo carecido el pueblo que los había destronado.

Me arraigué bajo la puerta del salón, apoyado en el marco y en silencio. Observé la interacción de Nicolás y Alejandra con suma curiosidad y envidia, imaginando que algún día podría imitar aquel momento con su primogénita.

—¿Te encuentras bien, solecito? —preguntó Nicolás a su esposa, en un áspero inglés que yo escasamente comprendía.

Alejandra levantó la vista y lo miró a los ojos. De los suyos egresó una lágrima, un destello de tristeza que se estrelló contra la baraja de cartas. Sacó un pañuelo de uno de los bolsillos de su blusa y se enjugó el llanto. Al final, dijo:

—Echo de menos el Palacio de Invierno.

Su voz parecía el trino de un pájaro moribundo. O al menos, eso me pareció a mí. Lo cierto era que la habíamos enjaulado como a una golondrina y sus alas anhelaban jugar con el aire. Supongo que la falta de libertad conducía a aquellas sensaciones y sentimientos; supongo que los campesinos que habían sufrido el duro invierno de 1917 habían sentido la misma impotencia.

—Yo también, solecito.

La zarina Alejandra se enderezó del asiento. Sin ni siquiera fijarse en mí, cruzó la sala hasta los ventanales que daban al exterior. Apartó las cortinas con las manos e inclinó la cabeza hacia el cristal, hasta casi rozarlo. Luego, escuché un sollozó.

—Ya ni siquiera nos dejan ver la calle —se lamentó la emperatriz—. Han pintado los cristales de blanco para que no podamos ver el exterior ni nos puedan ver a nosotros; han apostado más guardias en los balcones y fuera de la casa y Yurovsky ha ordenado a sus soldados que eviten dirigirnos la palabra. —Me pareció escuchar que nombraba al Yákov Yurovsky, pero tampoco podía cerciorarme de ello. Me pregunté si el comandante dominaba el inglés tan bien como su mal genio—. Añoro San Petersburgo, añoro el Palacio de Invierno. Recuerdo a las niñas correteando por los pasillos y cómo sonaban sus pasos sobre el mármol, sobre las escalinatas interiores, sobre las alfombras rojas. Recuerdo los amplios salones, con sus columnas de oro. Recuerdo la vajilla de plata y la mesa alargada de nogal. Recuerdo a nuestro hijo escondido tras las estatuas de piedra y a las niñas elaborando ramos de flores en el jardín. ¿Lo recuerdas tú, Nicolás?

—Claro que lo recuerdo… —contestó el emperador con voz apagada.

—¿Y qué tenemos ahora? ¡Nada! Lo hemos perdido todo. Las niñas se pasan las horas tejiendo chaquetas o entre libros, porque poco más pueden hacer. Alexei está cada día más débil; necesita salir de esta prisión y respirar aire puro. Nuestros criados están asustadísimos, ¡el cocinero tiembla siempre que algún soldado entra en su cocina! ¡El criado parece haber envejecido cien años! ¡Y Anna es incapaz de esbozar una sonrisa! El único de los nuestros que aún mantiene la compostura y la esperanza es Sergéi. —La emperatriz hizo una pausa, que aprovechó para volverse hacia su marido. Tenía el rostro pálido y húmedo por las lágrimas, y los labios le temblaban como unas brasas a punto de arder—. Van a matarnos, Nicolás. Lo sé…

La cabeza de su marido se movió de un lado a otro.

—No, ya hemos hablado de eso, cariño. Somos la familia real de Rusia. Tenemos parientes en otros estados de Europa. Los comunistas no se atreverán a hacernos daño y provocar la ira de las monarquías. No les interesa soliviantar a primo Jorge. Incluso, podrían pedir un rescate por nuestras vidas. Les somos más útiles vivos que muertos.

Nicolás mantenía la mirada fija en el rostro de su mujer, con una sonrisa de condescendencia y fidelidad. Pero ella estaba cabizbaja, muda y distante, como si su alma se hubiese evaporado hacia un mundo más noble. Al final, respondió:

—El gobierno comunista no quiere riqueza ni falsas alianzas. Quiere el final de la aristocracia, Nicolás. Nos quiere muertos.

Se me heló la sangre al escuchar la voz de la emperatriz tan llena de fatalidad y temor. El zar, sin embargo, se mantenía firme. La sonrisa en sus labios no había desaparecido. Se alzó de la silla gallardamente y se encaminó despacio hacia su esposa. La miró fijamente, con inabarcable cariño; la estrechó entre sus brazos y la besó. Fue un beso largo y pausado, repleto de ternura, como la caricia de los rayos del sol sobre una tierra virgen. Después de besarla, la abrazó con fuerza al tiempo que mantenía su mirada fascinada.

—Mientras me tenga en pie, no os pasará nada ni a ti ni a los niños.

Ella asintió, incapaz de contradecir nada al que fuera el zar de todas las Rusias. Permanecieron unos instantes más abrazados, saboreando el cariño y el apego del otro. Luego, Nicolás añadió:

—Es hora de acostarse.

—Sí.

Esto último lo dijeron en ruso, que lógicamente, yo entendía a la perfección. Me aparté de la entrada del salón para que sus altezas pudiesen salir, y cuando me crucé con ellos, les saludé con una reverencia. Siempre había sido extremadamente respetuoso con la familia real, a pesar de que a Yákov Yurovsky no le gustaba en absoluto tanto uso de genuflexiones y respetos. El comandante argumentaba que el zar era un hombre como otro cualquiera, y por ende, como tal deberíamos tratarle. No estaba por encima ni por debajo de nadie, sólo al mismo nivel. El problema era que su primogénita era para mí mucho más que cualquier mujer.

Suspiré con la cabeza gacha, hundido en mis pensamientos. Cuando alcé la vista hacia el pasillo, observé a Alejandra caminando lentamente hacia su aposento. De espaldas, intenté imaginarla como si de Olga se tratase; el caballo era del mismo matiz, aunque con diferente peinado, pero los movimiento de las reina eran torpes y fatigosos, al contrario que la gracilidad con la que se movía su hija. Esto era debido a que la zarina sufría de una ciática que le afectaba desde la juventud. Ciertamente, la familia real de Rusia no había tenido mucha suerte con las enfermedades. Esperaba que Olga no sufriera tanto como su madre o su hermano.

Cuando los esposos irrumpieron en su habitación, mis ojos alcanzaron el fondo del pasillo. Allí, junto a las escaleras que descendían al primer piso, dos de mis compañeros charlaban apáticamente al amparo de unos cigarrillos. Por su bien, más valdría que Yákov no les descubriera.

Sin pensar en el asunto, me interné en la salita donde hasta hace poco Nicolás y Alejandra habían jugado a las cartas, y me dirigí sin pensarlo hacia la ventana por donde la emperatriz había estado mirando la calle poco antes de echarse a llorar. Los cristales estaban teñidos de blanco, aunque todavía se podía ver el exterior desde algún resquicio. El tintado de las ventanas se había ordenado con la intención de que ningún transeúnte anónimo pudiese ver lo que pasaba dentro de la vivienda. Nadie debía saber que en la casa Ipátiev estaba recluida la familia Romanov. A pesar de que habíamos ganado la revolución e instaurado el gobierno del proletariado, la guerra civil no había hecho más que empezar. Los enemigos del Estado eran muchos.

En el exterior, la noche caía silenciosa sobre Ekaterimburgo. Había sido un verano caluroso, pero aquella madrugada se antojaba fría. Al día siguiente, una fina capa de rocío cubriría las fachadas de la casa, además de empapar los abrigos de los soldados que montaban guardia junto a la empalizada de madera. Por suerte para mí, yo estaría durmiendo. O eso pensaba. Ignoraba que la noche no había hecho más que empezar.

De repente, escuché voces nerviosas al otro lado de la pared. Escopetado salí al pasillo y pasé junto al aposento del zar, completamente iluminado. Pero las voces provenían de la habitación contigua, donde se hospedaba el joven príncipe Alexei. Temía que le hubiera ocurrido algo.

Cuando llegué a la habitación, vi a la zarina arrodilla junto a la cama de su hijo, mientras cogía su mano. El padre se encontraba al otro lado, con rostro preocupado, mientras tentaba la frente de su primogénito. Sergéi, el médico imperial, estaba inmóvil frente al lecho, hablando quedamente y en susurros. Todo parecía indicar que no había ningún problema, ya que Alexei se encontraba acostado en el lecho, con los ojos cerrados y respirando pausadamente. Junto a él, descansaba su perro Ortino, silencioso.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

Los tres adultos volvieron la cabeza. El médico me indicó con el dedo que bajara la voz, a lo cual asentí con la cabeza. El propio doctor desveló mi incertidumbre:

—Alexei tiene bastante fiebre y está exhausto. He conseguido que se duerma después de administrarle una infusión. No parece grave. Sólo necesita reposo.

Asentí con la cabeza. No eran raras las súbitas recaídas del púber de trece años. La hemofilia golpeaba su salud tan firmemente que en ocasiones no podía siquiera levantarse de la cama. Esos días, la familia se volcaba con él, e intentaba alentarlo a base de ternura y voces animosas. Pero desafortunadamente, el niño tendría que convivir con esa enfermedad el resto de su vida.

—Id a la cama —dijo Nicolás con despreocupada sencillez. Pese a ello, su voz sonó autoritaria e inamovible—. Dormiré con Alexei esta noche, por si pudiera empeorar.

—No, Majestad —contradijo Sergéi, agarrando al aristócrata del hombro. El médico había servido a la familia imperial durante años, por lo que tenía permitido reflejar libremente su opinión—; me quedaré yo. Vos, descansad. Si Alexei empeora, dios no lo quiera, tendrá un médico que le auxilie.

—Está bien, gracias —zanjó Nicolás.

En una de las esquinas del dormitorio, había un amplio sillón acolchado, que serviría al doctor para hacer guardia y echar una cabezadita si todo iba bien. El padre de Alexei le dijo algo a su mujer, y después de acariciar el rostro de su heredero, abandonó el aposento. Al pasar junto a mí, me saludó con la cabeza. Yo, por mi parte, también salí al exterior del pasillo. Alejandra dio un fraternal beso a su hijo en la frente y luego abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

—Espero que el pequeño se recuperé —le dije a la zarina con empatía y franqueza.

—Gracias, Vládimir. Buenas noches.

Contesté con un gesto de cabeza, mientras ella y su esposo se encerraban en el aposento. Luego se hizo un vacío sepulcral, sólo inquietado por la presencia de los dos guardias al otro lado del corredor. En mi soledad tan intensa, me apoyé en la pared y cerré los ojos. No pude más que imaginar a Olga entre mis brazos; tan dulce, tan húmeda, tan tierna como el pan, tan exquisita como un sueño.

Los tres criados de la familia real no tardarían en acostarse, y pensé que yo debía seguir esa misma pauta si quería seguir pensando en mi princesa abrigada por la intimidad, pero justo entonces escuché un sonido grave y delatador proveniente de las escaleras. Giré la cabeza hacia el lugar y vi como los soldados se ponían firmes, mientras uno de ellos tiraba el cigarrillo al suelo y lo escondía bajo la suela del calzado. Ambos se quedaron inmóviles frente a las escaleras, con la mirada clavada en el techo.

Un instante después, Yákov Yurovsky apareció en el pasillo. Su rostro denotaba seriedad y mal humor. Sus labios, herméticos como una cicatriz, afloraban entre su frondosa perilla pulcramente arreglada y su bigote delgado y distinguido. Sobre éste una nariz aguileña adquiría la forma de una cuña, bajo los oscuros pedernales que eran sus ojos duros.

—Comandante —saludó el soldado del cigarrillo, firme como una estatua pero pálido como la muerte. Si Yákov descubría su deshonrosa adicción a la nicotina, el castigo sería gravísimo.

Yurovsky, sin embargo, hizo caso omiso del soldado. Ni siquiera le miró a los ojos. Igualmente, ignoró al compañero. No obstante, yo no tuve la misma suerte, y su mirada fría y negra como la oscuridad se clavó en mí. Sentí una punzada de dolor cuando sus pupilas atravesaron las mías.

—Vládimir —me llamó el comandante Yákov con su voz grave y entrecortada—. Acércate. Tenemos que tratar un asunto.

—Sí, comandante —respondí con el ceño fruncido, incapaz de determinar el objetivo de aquella esporádica reunión a tan altas horas.

—Esta noche tenemos que prolongar vuestra guardia —se limitó a explicar Yurovsky—. Quiero que los tres os mantengáis atentos. Que ninguno de los prisioneros abandone sus aposentos bajo ningún concepto hasta nueva orden. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, comandante —respondió uno de los guardias.

Yo asentí con docilidad aunque sin el menor convencimiento. Tenía dudas al respecto de aquella inusitada misión.

—Si puedo preguntar —empecé con cautela—, ¿a qué se debe esta vigilancia?

—Órdenes del Sóviet Central —respondió Yákov ariscamente—. No os preocupéis, está todo bajo control. Manteneros alerta, nada más. Buenas noches.

Inclinó la cabeza a modo de saludo y seguidamente desapareció por las escaleras. Sus botas de piel repiquetearon por los escalones como el obús de un tanque. Me quedé en silencio intentando discernir qué estaba sucediendo, pero me resultó imposible.

—¿Sabéis qué ocurre? —pregunté a mis compañeros, que no parecían muy perturbados pese a que tendrían que pasar la noche en vela.

Uno de ellos me miró con ojos vacíos, sin un ápice de entusiasmo.

—Por lo que he oído esta mañana, un contingente del Ejército Blanco se dirige a Ekaterimburgo. Yákov habrá redoblado la vigilancia por precaución.

Le miré sorprendido, casi perplejo, al ras del terror más sincero.

—Si eso es cierto y el Ejército Blanco está de camino, tendremos que presentar batalla.

—Sólo un contingente. Ya has oído lo que ha dicho Yákov: no nos preocupemos.

Asentí, resignado, y dejé a mis compañeros con su animosa charla alrededor del vodka y las mujeres. Paseé unos instantes por el pasillo, de un lado a otro y sin sentido alguno. Los aposentos de la familia real estaban en silencio. Imaginé el bendito sueño de cada uno de ellos, e irremediablemente, terminé pensando en Olga.

Me detuve frente a su aposento y me senté en el suelo del corredor. Mi mirada se perdió en el vaivén de unas reflexiones que empezaban en la guerra y desembocaban en el amor. Si aquel soldado estaba en lo cierto y el Ejército Blanco se dirigía a Ekaterimburgo, Yákov no permitiría de ningún modo que el zar y su familia fuese liberada. Era patente que el gobierno comunista no podía permitir la liberación de la aristocracia imperial. Tenerlos bajo arresto impedía que la monarquía volviese a ser impuesta en Rusia, con las mismas consecuencias fatídicas para cualquier obrero y agricultor. Tal y como había venido a suceder desde hacía décadas.

Yo, a pesar de ser militar, había crecido en una familia de campesinos. Mi padre era un esforzado arador y ganadero, y mi madre se ganaba la vida con obras textiles. Mis hermanos mayores pronto comenzaron a trabajar en el campo ayudando a mi progenitor. El mediano murió al contraer unas fuertes fiebres. Mi padre lo acompañó unos años más tarde, en uno de los inviernos más crudos que recuerdo. Murió por desnutrición. Tenía que elegir entre morirse de hambre o dejar que la inacción matará a sus hijos. Fue el mejor padre que pude tener.

Después de aquello, y viendo que el campo no daba suficientes alimentos para todos, decidí alistarme en la milicia. La guerra ruso-japonesa había terminado hacia años, por lo que pensaba que si quedaba alguna guerra por venir, llegaría luego de muchos años. Iluso de mí, dos años después, me encontraba combatiendo en las trincheras.

No es necesario que diga que la Gran Guerra fue mucho más cruel que el campo: pasé más hambre, más frío y más necesidad. Mis compatriotas caían como moscas, desnutridos y congelados en las frías estepas rusas. La disentería y la locura estaban a la orden del día. Muchos deseaban combatir en la vanguardia para morir en honor de la patria y evadirse de tanto sufrimiento y tanta penuria. Yo, por mi parte, pude aguantar hasta el final.

Después del abandono del conflicto, regresé a mi amada Rusia, ya con el zar Nicolás II depuesto. El país estaba patas arriba, envuelto en el más absoluto caos. El hambre, el frío, la desolación y el miedo campaban a sus anchas. Me había librado de una guerra mundial para sumirme en una guerra civil de pura auto-destrucción. Los aristócratas ortodoxos se negaban a ceder el poder a los socialistas, comunistas y liberales, hombres de a pie que habían de convertirse en los verdaderos benefactores del pueblo. Era una causa justa por la que yo me identifiqué rápidamente.

Finalmente, fui destinado a la casa Ipátiev, como carcelero de la familia zarista. Había transcurrido el último lustro entre bombas, metralla y trincheras. Ahora me tocaba servir en la morada de un linaje monárquico casi extinto. Hacía años que no veía a mi familia. Sabía que mi madre había muerto durante la guerra, y lo único que sabía de mi hermano era que aún seguía con vida. Mi única familia estaba condenada a tener forma de fusil y bayoneta. Pero en cierto modo, me sentía feliz. Mi nueva existencia me permitía luchar por la libertad, la igualdad y la justicia. Entes que tal vez no fueran más que una quimera, pero que yo me esforzaba en concebir.

Pensando en esto, debí de caer dormido, o al menos, adormecido. Cuando quise darme cuenta, una mano me estaba agitando el hombro.

—Despierta Vládimir. El comandante viene hacia aquí.

Abrí los ojos de par en par y borrosamente distinguí a uno de mis compañeros

—¿Qué hora es? —respondí, aún amodorrado.

—Son casi las dos de la madrugada. ¡Arriba!

Me incorporé con la ayuda del soldado y miré hacia el fondo del pasillo. El otro guardia se encontraba de pie en el descansillo, rígido como una estatua. Una voluminosa sombra parecía ascender por los escalones. Nos dirigimos hacia allí, aunque yo tambaleándome debido al reciente despertar. Al final, vi claramente la figura del imponente Yákov Yurovsky.

El comandante estaba serio como una amenaza. Tenía tensos los músculos del rostro, los ojos bien abiertos y los labios cerrados herméticamente. Sentía su respiración entrar y salir de sus pulmones como un rugido monstruoso. Estaba claro que no había dormido en toda la noche, y aunque no se le percibía nervioso, estaba inquieto. Algo muy raro en él.

—Caballeros, tenemos una misión que cumplir. Ha sido remitida a última hora por el Sóviet Central. Necesito la colaboración de todos que será tan sencilla como guardar silencio y seguir mis órdenes. —Nos miró a los tres con su mirada incontestable, imbuyéndonos tanto docilidad como ímpetu—. Vosotros dos despertad cuidadosamente a los criados. Con tranquilad, no quiero alarmas; indicadles que necesitamos desalojar el piso —dijo, mirando a los otros dos soldados—. Vládimir, sígueme. Tengo que ver al verdugo coronado.

Nadie se aventuró a preguntar que estaba ocurriendo aunque todos nos temimos lo peor. Cuando quise darme cuenta, Yákov me había sobrepasado y avanzaba hacia el dormitorio de los zares. Tocó suavemente la puerta. Cuando llegué allí, el comandante ya la había abierto. El propio Yákov encendió la luz mientras irrumpía mansamente en el interior.

—Nicolás, Alejandra —llamó suavemente. Vi como el zar se incorporaba de la cama, sobresaltado. Su mujer únicamente alzó la cabeza—. Tranquilos, no ocurre nada. Necesito trasladaros al piso inferior lo antes posible.

—¿Qué… qué… qué sucede? —tartamudeó Nicolás. El emperador se alzó de la cama mientras Alejandra intentaba resguardarse bajo las sábanas.

—Nada —respondió Yákov Yurovsky—. Pero han llegado informes de que nuestros enemigos se dirigen a Ekaterimburgo. No sabemos lo que puede llegar a ocurrir y no queremos que nadie resulte herido. Por favor, seguidme y despertad a vuestros hijos.

Pude ver como el rostro del emperador se iluminaba como un astro. Al igual que yo, había identificado como los “enemigos” a los soldados del Movimiento Blanco, aquellos que luchaban por derrocar al gobierno bolchevique y restaurar la monarquía. Ellos, al fin y a la postre, eran los aliados del zar.

—Tengo que vestirme. No puedo bajar así —se apresuró a decir la zarina en inglés, mirando a su marido, alarmada.

—Vístete, yo despertaré a Alexei —contestó Nicolás.

—Esperamos fuera —añadió el comandante.

Salió al exterior y fui en pos de él.

—Despierta a las niñas —me susurró.

Miré hacia el pasillo y contemplé como los tres asistentes de la familia real habían abandonado sus habitaciones. Faltaba el médico, pero recordé que se encontraba en el dormitorio del zarévich.

Mientras Yákov se dirigía a parlamentar y tranquilar a los criados, yo me encaminé al aposento de Olga. En cierto modo, me sentía plenamente dichoso por tener la oportunidad de irrumpir en sus secretos sueños, pero al mismo tiempo, me azoraba la posibilidad de desconcertarla, inquietarla o, aún peor, aterrorizarla. A pesar de que Yákov mostraba una seguridad inamovible, yo no estaba tan convencido de nuestra superioridad ante el Ejército Blanco. Si era cierto que los soldados zaristas estaban cerca, nos hallábamos bajo una temible amenaza. Así de sencillo.

Giré suavemente el picaporte de la puerta y asomé la cabeza al interior del dormitorio. La oscuridad dominaba el entorno, aunque unos tímidos destellos de luz irrumpían entre los resquicios de la ventana del fondo. En derredor, se había creado una penumbra llamativa, que parecía imbuir cierto aura de seguridad alrededor del lecho de las dos princesas.

Entré en el interior y cerré la puerta lentamente, con intención de que la airada conversación que Yákov mantenía con los criados no despertase a las jóvenes. Posteriormente, encendí la luz. La misma absorbió las tinieblas del dormitorio y repasó el perfil de Olga con un exquisito brillo. Estaba tendida en la cama, de lado, con las rodillas flexionadas. Su boquita estaba entreabierta y sus labios refulgían por el tacto de la saliva. Casi podía escuchar sus respiros pausados aflorar por aquel deseo incontenible.

Podía haberme pasado toda la noche mirando aquel rostro irreemplazable, ensimismado en mis quimeras, pero percibí como Tatiana se revolvía en el lecho. Ella se había despertado, no así su hermana.

—¿Pasa algo? —inquirió Tatiana.

Debió de verme como una amenaza, porque se cubrió con las sábanas por encima del pecho, como intentando protegerse. Al escuchar su voz familiar, Olga se desveló. Pero la hermana mayor no hizo ademán de levantarse. Solamente giró la cabeza hacia la puerta y me miró con sus ojitos entornados, que parecían un bombón de leche y chocolate.

—Vládimir… —Su voz, recién amanecida, se me figuraba el trino de un ruiseñor—, ¿qué hora es?

Olga aún estaba adormecida y no parecía inquieta de ningún modo, sino absolutamente tranquila. Durante unos instantes, me ahogué en esos soñolientos ojos mientras sus labios me escribían una sonrisa.

—Son las dos de la madrugada —respondí—. Tenemos que desalojar las habitaciones y llevaros al piso inferior.

Esta vez, la joven se alarmó:

—¿Qué sucede?

Olga se ahogó en aquella exclamación, mientras su hermana se mostraba igual de preocupada.

—No os preocupéis. Cuidaré de vosotras —respondí, con una sonrisa tranquilizadora—. Supongo que querréis cambiaros de ropa. Os espero fuera, no tardéis.

Hice una reverencia, e incapaz de contemplar el rostro contraído de Olga, abandoné apresuradamente la habitación. Cuando salí al pasillo, me sentía abatido como si hubiera traicionado a mi corazón. Pero no había tiempo para recomponerse. El corredor parecía sumido en el caos. Por un lado, la zarina había salido de sus aposentos, vestida con una blusa blanca y unos pantalones de tela negros, y se había adentrado asustadísima en el aposento del joven Alexei. La voz de Nicolás brotaba del interior del dormitorio de su hijo, altisonante y nerviosa. Debido a que no vi a Yákov en el pasillo, supuse que también estaba allí.

Con tal premisa, me dirigí presto al aposento del príncipe.

En el interior, la luz recortaba los perfiles de los adultos que se afanaban por cuidar del niño. Alexei estaba en la cama, despierto, pero con el rostro pálido como un moribundo. El único que se mostraba insensible al estado del príncipe, era el comandante: erguido y con las manos a la espalda, frente a la cama de Alexei. El médico se encontraba arrodillado junto al zarévich, tomando su temperatura corporal con la mano. Nicolás intentaba vanamente reconfortar al chiquillo con palabras generosas. La madre, que acababa de entrar al dormitorio, parecía a punto de sufrir un ataque.

—¿Qué ocurre? —pregunté, mirando a Yurovsky. Pero el comandante me ignoró por completo.

El zar me contempló con ojos suplicantes:

—Alexei está muy débil. No puede caminar, no tiene fuerzas. Necesita descansar.

—¡Tonterías! —exclamó Yákov, con su rostro rígido como la justicia—. Será mejor que abandonemos las habitaciones cuanto antes. Tú y Sergéi podéis cargar con el chico sin problemas. Vamos, en marcha.

Nadie contradijo al comandante. El médico asintió con la cabeza mientras miraba al zar, y se dispusieron a tomar al niño en brazos. Alejandra intentó ayudar, pero casi era más un estorbo que un auxilio.

—Ortino —gimió el zarévich entre los brazos de su padre. Su voz sonaba como una débil brisa ante los muros de un torreón—, Ortino.

El perro, acurrucado en el interior de una cesta junto a la cama, ladró al escuchar su nombre. El pequeño bulldog francés se alzó de su lecho de mimbre y lana y sacudió la cola, como un fiel amigo.

—Yo cogeré al perro, cariño —dijo Alejandra—. No te preocupes.

Cuando Yurovsky pasó junto a mí, me preguntó:

—¿Has despertado a las niñas?

—Eh… sí —dudé un instante, a sabiendas de que únicamente había despertado a Olga y Tatiana—. Bueno, faltan las pequeñas.

El comandante soltó un bufido de rabia y abandonó el aposento. Yo fui en pos de él, con la cabeza gacha. Por nada del mundo quería toparme con los ojos de Yurovsky.

Por suerte para mí, alguien había despertado a María y Anastasia, y todo el séquito se encontraba reunido en el pasillo. Al fondo, junto a las escaleras, los dos soldados montaban guardia, a la espera de órdenes. Frente a ellos se encontraban los tres criados de la familia real, algo adormecidos, pero serios. Las cuatro hijas del zar se consolaban entre ellas y era Olga, la mayor, quien había tomado la iniciativa de tranquilizarlas. Sus padres salieron del aposento del zarévich poco después. Nicolás cargaba con su hijo, Alejandra con el perro y el médico estaba atento a cualquier síntoma de debilidad del niño. El comandante Yurovsky se situó frente a todos nosotros e inició su parlamento:

—Hemos recibido noticias de que soldados desleales del Movimiento Blanco amenazan Ekaterimburgo. No debemos alarmarnos, porque el Ejército Rojo protege la ciudad, y mientras sea así, estaremos seguros. Como preocupación vamos a trasladaros a todos vosotros al piso inferior. Siento las molestias, damas y caballeros, pero es por vuestra seguridad. —Al cabo, el comandante nos miró fijamente, como si buscase algún semblante vacilante entre la multitud. Posteriormente, alzó la cabeza por encima de todos hasta toparse con los dos soldados—. Vosotros, os quedaréis aquí montando guardia. Vládimir, tú vendrás conmigo y protegerás a la familia.

Me sentí aliviado al escuchar el precepto. Por nada del mundo quería dejar sola a Olga en esos instantes de incertidumbre, duda y temor; sentimientos que precedían a cualquier batalla. Pese a todo, tenía la esperanza de no entrar en combate y que todo terminase tan inofensivamente como una pesadilla.

Sin dilación, el comandante atravesó el pasillo y se dirigió a las escaleras. Todos avanzamos en fila india tras él, silenciosos. Sólo las niñas ahogaron un saludo de “buenas noches” cuando pasaron junto a los dos guardias. Yo les saludé con un austero gesto de cabeza.

Como hombre de la retaguardia, comencé a descender los peldaños alfombrados de rojo mientras me agarraba a la barandilla de mármol. Frente a mí, caminaba torpemente el emperador, cargando a su hijo soñoliento. Nicolás se había ataviado para la ocasión con unos pantalones cenicientos y una cazadora9 del mismo matiz. Si no fuese por que carecía de emblemas, insignias y bandas de colores, bien habría pasado por un uniforme militar.

—¿Necesitas ayuda? —pregunté.

—No, gracias —contestó el zar, mirándome por encima del hombro con una sonrisa. El padre siguió acunando a su hijo mientras ponía toda la atención en cada uno de los pasos que daba. El pasillo era lo suficientemente ancho como para no chocar contra la barandilla que lo flanqueaba, pero tenía que tener cuidado con no perder el equilibrio.

Finalmente, llegamos al rellano del piso inferior. Yákov ni siquiera se paró un instante, ni para recuperar el resuello ni para comprobar si el resto de la comitiva lo seguía. Inmediatamente, se internó por un pasillo, giró un recodo y tomó las escaleras que conducían a los sótanos. Las niñas se miraron asustadas, pero su madre Alejandra las reconfortó con una sonrisa, mientras el perro que llevaba entre brazos lanzaba un ladrido amistoso. Me percaté entonces de que las cinco mujeres vestían una indumentaria prácticamente idéntica: blusa abultada, y una falda negra y ancha que les cubría hasta los pies. No debería parecerme raro, porque generalmente siempre vestían ropa similar: holgada y sin abalorios. Había oído rumores al respecto de que las princesas y la zarina escondían joyas y diamantes en el interior de sus corpiños, y que lo ocultaban bajo vestimentas poco ceñidas. Pero siempre había dudado de aquellos chismes. Incluso en el cuerpo militar, había tiempo para chanzas, bromas y sandeces; en tiempos de guerra inclusive.

En cualquier caso, las cuatro jóvenes parecían tranquilas. María y Anastasia caminaban juntas entre susurros, mientras sus hermanas mayores se mantenían en silencio, pero no por ello serias o tristes. Aunque Olga, como hija primogénita, era casi seis años mayor que la más joven Anastasia, de diecisiete años, las cuatro hermanas habían estado muy unidas, entre las risas de la infancia y las confidencias y los secretos de la adolescencia. Era agradable verlas en aquellos instantes de duda y temor tan unidas en cuerpo y alma, tan seguras mientras su selecto cuarteto no se dividiese. Alexei mantenía una buena relación con sus hermanas, a pesar de tener trece años. Cada una le quería con un inmenso cariño. Los hijos de la familia Romanov eran un modelo a seguir.

Mis pensamientos reinantes, con la siempre presencia de Olga, se apagaron cuando Yákov se detuvo frente a una puerta. Nos hizo pasar a todos con calma. La habitación era pequeña, sin mobiliario y con una única bombilla amarilla colgando del techo. Tanta sobriedad pareció intranquilizar a los majestuosos prisioneros, que veían aquellas paredes de ladrillo como una prisión.

—¿Cómo? —exclamó Alejandra, irrumpiendo de lleno en la pequeña habitación y contemplando sus paredes desnudas—. ¿No hay ninguna silla? Mi hijo está exhausto, necesita sentarse.

Se giró hacia el comandante, con suplicante mirada.

—Por favor —pidió Nicolás, saliendo en defensa de su mujer y del hijo hemofílico que acarreaba en los brazos.

Yákov asintió con la cabeza y salió de la habitación con un gruñido.

Me tocó a mí, como único soldado de aquel sótano umbrío, custodiar a la familia real, al médico y a los tres criados. También al perrito, que se había escabullido de las manos de la zarina y ahora olisqueaba las rústicas esquinas de la estancia. Empecé a sentir la tensión y el miedo en los rostros contraídos de los prisioneros. También los vestigios del cansancio se advertían en los músculos flácidos del zar. Su hijo, débil, gemía tan apagadamente que casi era imposible escucharle. Olga me miraba fijamente, con una tristeza concebida por la incertidumbre. Parecía que me rogaba ayuda, pero allí, en el sótano de la casa Ipátiev, mi único poder era mirarla a los ojos y desearla con el corazón.

En esto, Yákov regresó a la sala con dos sillas.

Alejandra suspiró, tranquila. Sentaron al chiquillo en el centro de la habitación, colocaron la otra silla junto a él y allí se acomodó su madre. Nicolás se quedó detrás de Alexei, apoyando las manos en sus hombros. Las hijas de los zares revolotearon alrededor de su madre, en un intento de consolarla. Mientras el médico hacía una revisión superficial del zarévich, los tres criados se apartaron a un lado de la habitación.

Yákov me indicó con la mirada que me colocará contra la pared, junto a la puerta. Luego se volvió hacia la familia y comenzó a hablar:

—Aquí estáis a salvo de cualquier bala perdida, explosión o enemigo. Permaneced tranquilos, colaborad, y nadie resultará herido. Volveré en un rato, después de asegurar el perímetro. —Yákov volvió la cabeza hacia mí—. Vigílalos.

Asentí con la cabeza mientras el comandante desaparecía por la entrada. De tal forma, me quedé a solas junto a mis once prisioneros, que ignoraban igual que yo cómo terminaría aquella noche. Afortunadamente, no había escuchado ningún disparo ni grito ni aviso de bomba, por lo que deduje que la batalla, si la había, se estaba desarrollando lejos de la casa Ipátiev. Eso me dio fuerzas para sonreír y pensar que nada malo podía sucederle a mi preciosa Olga.

– – – – – – – – – –

—Agua, por favor —solicita educadamente Vládimir, esposado ante la mesa de caoba de la cocina.

En frente, el oficial del Movimiento Blanco que tanto le recuerda a Yákov Yurovsky, le contempla fijamente a los ojos, como dos balas rojas de fuego. Sus labios, inmóviles, no dan señal de aceptar súplicas. Sin embargo, el oficial alza la mirada hacia uno de sus subordinados, que está de pie junto a la puerta de la cocina, y al cual dirige un rústico gesto de cabeza como asentimiento.

Poco después, una jarra de cristal repleta de agua se interpone entre Vládimir y el oficial blanco. El prisionero engulle el contenido con avidez, seco ya en palabras e inundado de desidia. Sus ojos, rojos por la tristeza y el polvo, traslucen el dolor que supone para él narrar aquella fatídica noche.

—Prosigue con el relato —ordena el oficial acariciándose la perilla con seriedad.

Vládimir carraspea con la garganta y procede a reanudar la narración, pero justamente, un soldado del Ejército Blanco irrumpe en la cocina.

—Señor —llama el recién llegado, contemplando al oficial. Éste vuelve la cabeza—. Hemos registrado la casa.

—¿Y bien?

—Ni rastro de la familia Romanov. Pero hemos encontrado algo… —El soldado vacila, mezclando el nerviosismo con el miedo.

—¿Qué?

—Es mejor que lo vea con sus propios ojos —sentencia, profético.

El oficial asiente con la cabeza y se alza del asiento. Se vuelve hacia Vládimir, cautivo como un criminal, como un asesino. Sus únicos pecados han sido creer en sus ideales y luchar en el bando perdedor.

—Tú vendrás con nosotros —ordena, con brusquedad. Después, contempla a sus soldados—. Vosotros dos: escoltadle.

Los subordinados ayudan al prisionero a levantarse. Poco después, los cuatro abandonan la cocina y enfilan un largo pasillo que conduce al piso inferior. No es la primera que Vládimir recorre ese trayecto, pero el recuerdo le provoca nauseas. Ni siquiera el hermoso perfil de Olga, tan presente en su mente, puede quitarle las ganas de vomitar y gritar de furia.

Flanqueado por los dos soldados, Vládimir avanza por el pasillo con paso inseguro. Tiene las manos a la espalda y nada le provoca mayor respeto que estamparse de bruces contra el suelo. Tras él, el oficial del Ejército Blanco sigue la estela de sus soldados. Finalmente, alcanzan la entrada de un pequeño y lúgubre sótano.

El primero en entrar es el oficial. Prorrumpe en una ahogada exclamación provocada por la más bárbara perplejidad. Vládimir penetra en el interior junto a sus guardianes, que le empujan contra la pared lateral. El prisionero, exhausto, se deja caer hacia el suelo, haciendo resbalar su espalda por la pared desconchada. No hacía mucho, se había encontrado en ese mismo lugar y en esa misma posición.

Ante ellos se extiende un pavimento cubierto por astillas de madera, polvo y espesas manchas oscuras. El reflejo de la luz del techo se expande mortuoriamente a través de los muros destartalados, que exhiben pequeños agujeros como engarces de plata. No hay ventanas, lo cual dificulta la ventilación de la estancia. Consecuentemente, el aire se respira viciado por el dolor, como una cripta que acaba de ser profanada.

—Éste es el lugar —explica el soldado, intrascendente.

—Un lugar que tiene la estampa del diablo —sentencia el oficial, rondando como un loco por el recinto. Se inclina y roza con el dedo un amplio vestigio rojo de forma circular—. Hay sangre por todas partes. —Se levanta y se dirige a la pared más cercana. De rodillas, examina con escrúpulo los agujeros que han atravesado los ladrillos. Tras desenfundar su pistola y calibrar el diámetro del cañón, lo ve todo más claro—. Son agujeros de bala. Aquí dentro ha habido un tiroteo.

Después de tan nefasto veredicto, el oficial se incorpora y, arma en mano, se dirige a Vládimir, sentado en el suelo. Le contempla con una mirada fiera e inclemente, como el latido de Dios, y termina diciendo:

—Supongo que aún no has terminado tu relato.

—No —corrobora Vládimir, cabizbajo.

——————

Ortino, el perrito de la familia, se había acomodado bajo la silla del zarévich. El animal parecía el más tranquilo entre todos los presentes. Nicolás tenía la frente ceñuda y los ojos perdidos, como si imaginase un final fatídico para aquella noche. A su mujer le temblaba la mano mientras recibía los susurros sosegados de su hija Tatiana. El resto de las hermanas estaba de pie y en silencio, evitando llamar la atención. El médico y los tres asistentes que formaban el séquito estaban igualmente mudos.

Yo, por mi parte, no había abierto la boca desde que el comandante Yurovsky abandonase la habitación. Aún así había transcurrido los minutos concibiendo unas palabras tranquilizadoras para la familia, alegando que todo saldría bien, que la refriega entre los ejércitos acabaría pronto y que podrían volver a sus habitaciones a descansar en menos que canta un gallo. Pensaba en todo ello con el único propósito de forzar una sonrisa en el rostro demacrado de Olga.

No obstante, la fuerza de mi voz me había abandonado y, además, ni siquiera creía yo en mis propias mentiras. Ignoraba lo que estaba sucediendo en las calles de Ekaterimburgo, pero estaba seguro de que no era nada bueno.

En ese preciso instante, escuché un ruido de motor. Venía de la calle y parecía el grave aullido de dos camiones. Su tos contaminada de combustible se filtraba por los poros del techo hasta mis oídos. El resto de los congregados también se había percatado del ruido.

—¿Qué es eso? —quiso saber el médico, aliviando la incertidumbre de los demás.

—Sólo son unos camiones. Nada más —respondí con serenidad, mientras me mantenía erguido junto a la puerta de la entrada. Pero justamente, como siguiendo al jaleo maquinal de los camiones, se escuchó el repiqueteo de varias zancadas. Las pisadas se dirigían atropelladamente desde el pasillo hasta el recinto en el que nos encontrábamos.

Cuando giré la cabeza hacia la puerta, me acometió la sombra de Yákov Yurovsky. Entró apresuradamente, con el gesto rudo como un monstruo, la mirada penetrante como un puñal y la cazadora abrochada hasta arriba. Tenía una pistola automática en la mano derecha.

Tras el comandante, irrumpió un pelotón formado por once hombres. Todos vestidos con abrigos de piel, botas de cuero y gorro de lana. Sus rostros parecían inescrutables bajo el ornato de seriedad, sus miradas indescifrables bajo las sombras ceñudas y sus manos…, sus manos aferraban un fusil rematado en bayoneta.

—¿Qué significa esto? —gritó el zar Nicolás II, con el último ápice de valor que le quedaba, al tiempo que cubría los ojos de su hijo con las manos.

Escuché los gritos sordos de las mujeres, ariscos, inoportunos, como zumbidos de mosquito. Ortino, el can, se alzó sobre sus cuatro patas y comenzó a ladrar. Vi las lágrimas de la tierna Anastasia, la menor de las hermanas. El pelotón de fusilamiento se había desplegado frente a mí. En medio de estos, el comandante Yákov Yurovsky, rígido como la muerte, observaba a la familia real y a la comitiva con un gesto de satisfacción sádica. Y mi corazón latía vertiginosamente, a punto de estallar.

—¡Silencio! —gritó el comandante, alzando la voz por encima del ruido de los camiones. Luego, se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y extrajo lo que me pareció ser una carta. Procedió a leerla, entonando como un profeta—. Debido a que bandas checoslovacas amenazan la capital roja de los Urales, Ekaterimburgo, a que un complot de la Guardia Blanca que pretendía llevarse a toda la familia imperial ha sido descubierto y a que el verdugo coronado podría escapar al tribunal del pueblo o ser liberado, el Presídium del Comité Divisonal, cumpliendo la voluntad del pueblo ruso, ha decidido que el ex zar Nicolás II, de la dinastía Romanov, culpable ante el pueblo de innumerables crímenes sangrientos, sea fusilado inmediatamente junto a toda su familia y su séquito.

Los alaridos de terror estallaron en la habitación. La zarina esbozó un gesto de súplica. Anastasia y María recularon unos pasos, ciegas de terror y tropezando la una contra la otra. El rostro de Tatiana se empapó de lágrimas. Mi hermosa Olga se llevó las manos al pecho donde le colgaba una cruz, al tiempo que sus labios se movían en trémulos golpes llamando a Dios. El perro ladraba alterado consciente del tumulto, mientras Alexei, tan débil, era incapaz de reaccionar ante la desgracia que se cernía sobre él. Sergéi, el médico imperial, estaba inmóvil con gesto serio; manteniendo su honor y su compostura como una manifestación de inocencia. Los tres criados de la familia se apartaron lentamente hacia la pared lateral, en un intento de alejarse de la puntería de los fusileros. Sin embargo, entre tanto desorden y lamento, la figura de Nicolás, apareció como un verdadero emperador, irradiando honor y bizarría:

—¡Yákov! Mi familia es inocente. Mátame a mí si quieres, pero por favor, te lo suplico como un padre, protege a los niños. No han hecho nada.

Yurovsky le envió una sonrisa sarcástica al zar.

Alzó la pistola y disparó.

Le acertó en la cabeza.

—¡Fuego! —gritó el comandante a sus fusileros, mientras el cadáver del zar se desplomaba.

Lo demás ocurrió muy deprisa.

Desde mi posición privilegiada, había observado el magnicidio. No pude hacer nada ni hice ademán de intentarlo. Frente a mí, se erguían once asesinos armados con bayonetas y un comandante con sed de venganza, inclemente y cruel. Como joven soldado, lo poco que podía hacer era bajar la cabeza, desviar la mirada y ocultar los chillidos de dolor en lo más profundo de mi memoria. En la milicia se nos enseñaba dos cosas: primero callar y luego obedecer. Y si era necesario, cerrar los ojos. Pero aquella nefasta madrugada de julio, lo último que quería hacer era apartar la mirada. Mi amor hacia Olga me obligaba a observarlo todo con atención.

Los fusileros no dudaron en cumplir las exigencias del comandante. Parecían deseosos de asesinar a sangre fría a toda una estirpe imperial, incluyendo a niños y a sirvientes. Tras la fatal orden de Yákov Yurovsky, las balas comenzaron a herir la atmósfera con su mortal explosión. Pude ver con claridad que cada fusilero tenía asociado un objetivo predeterminado. El perro cayó inmediatamente con un aullido tímbrico; a lo cual, siguió la muerte del joven Alexei. Varias balas atravesaron su pecho enfermizo, y casi sin decir nada, el chico se derrumbó de la silla.

Su madre, junto a él, intentó cogerle entre sus brazos. Pero inmediatamente una bala impactó en su rostro contraído por el dolor. Un batiburrillo de sangre, cabello y masa encefálica saltó por los aires, como un cohete.

Cada disparo, cada bala me arrancaba las energías. Cuando quise darme cuenta, me encontraba de rodillas en el suelo, con los ojos colmados de lágrimas. Mis pupilas estaban asistiendo a una macabra aniquilación, a un abuso de autoridad, y por mucho que amase el comunismo y la libertad social, no podía aceptarlo.

Los tres asistentes y el médico se desplomaron inertes tras varios impactos de bala. El doctor fue quien más resistió las acometidas del plomo, pero finalmente cayó entre el humo y la pólvora que envenenaba el ambiente.

Sólo quedaban las niñas, las cuatro jóvenes princesas que correteaban de un lado a otro de la habitación, resguardándose en las esquinas y agachándose en un intento de escapar de la muerte.

Las balas se incrustaron en la pared, en el suelo e incluso en la sillas, que estallaban en lluvias astilladas. Pero más tarde o más temprano, los proyectiles acertaron a las hermanas. Vi con claridad como la cadera de Anastasia se cubría de sangre lentamente. María había caído al suelo y se arrastraba en busca de la libertad, mientras su pierna izquierda sangraba profusamente. Tatiana había recibido un impacto en el hombro, pero por lo demás, su pecho y su vientre estaban limpios de mácula. Mi preciosa Olga estaba acurrucada en una esquina, temblando. Con una mano intentaba aferrarse un hombro destrozado por el impacto de una bala, con la otra se cubría la cara en un reflejo de protección. Sus ojos estaban inundados.

—¡Alto el fuego! —gritó Yákov.

Por un momento, el barullo cesó. Los fusileros replegaron sus armas y las cuatro hermanas supervivientes miraron suplicantes al comandante. Estaban heridas, pero no moribundas. Pensé ilusionado que aquella pesadilla había terminado para ellas. No obstante, me equivoqué.

—¡Fuego a discreción! —ordenó Yurovsky.

Nuevamente, las balas cubrieron de lado a lado el dormitorio, impactando de lleno en el pecho de las mujeres. Vi claramente como varios proyectiles acertaban en el corazón de Olga, pero aún así, la chica seguía viva, ilesa, sin que el plomo lastimase su esbelto pecho.

Lo mismo ocurrió con las demás chicas: las balas se ensartaban en sus bustos, pero no parecían sufrir más que un inofensivo arañazo.

Entonces lo comprendí: habían cosido joyas, diamantes y otras alhajas a sus propios corpiños y corsés; lo cual, actuaba como una resistente coraza ante los disparos de los fusileros. De ahí, que las niñas hubiesen soportado la descarga de plomo sufriendo únicamente heridas en las extremidades. Sólo había una única posibilidad de matarlas: acertándolas en la cabeza, pero debido al humo de la estancia y a los movimientos furtivos de las víctimas, los fusileros lo tenían harto difícil. Más tarde me dije a mí mismo que más valdría morir como había muerto el emperador que como murieron sus inocentes hijas.

—¡Quietos! —gritó el comandante.

Los disparos cesaron y, paulatinamente, el humo, la ceniza y el polvo de la estancia se fue dispersando. Se escucharon los gemidos entrecortados de las cuatro jóvenes. Anastasia, que aún no había cumplido la mayoría de edad, se arrastraba por el suelo, sangrante, mientras suplicaba clemencia ante los ojos de Yurovsky. Fue quizá la más valiente, y por ello, la primera en morir.

—¡Rematadlas a bayonetazos! —ordenó el comandante Yurovsky—. ¡Rápido!

Las niñas gritaron aterrorizadas, como cerdas en un matadero. Pero de poco les serviría; los fusileros no rezumaban ni piedad ni compasión. Sólo una oscura fidelidad de obediencia que les impedía discernir entre el bien y el mal.

Anastasia, arrodillada junto a una pared, rogaba entre gritos que le perdonaran la vida. Su verdugo no tuve reparos en alzar la bayoneta contra ella, y acuchillarla varias veces hasta que consiguió atravesar su coraza de diamantes. De su boca surgió una tos gutural cubierta de sangre, y murió poco después.

La siguiente en acudir al patíbulo fue María. Igualmente, fue apuñalada con la bayoneta entre chillidos de sufrimiento. Tatiana se resistió al principio, intentando escapar de su agresor y más tarde emprendiéndola a puñetazos. Sólo consiguió prolongar la tortura. Un apuñalamiento tras otro, finalmente, sucumbió.

En aquel desvarío orgiástico de sadismo, Olga fue la última superviviente; y la única que no gritó. Había visto morir a su padre, a su madre, a su hermano y a sus tres hermanas. Ni siquiera su propia muerte podría causarle mayor dolor. Por ello, observó su propio asesinato con un gesto rígido, intachable y aguerrido. Incluso, en un instante, mis ojos se cruzaron con los suyos y la vi sonreír levemente. Después, sus labios se cubrieron de sangre y sus ojos se quedaron vacíos. Una bayoneta le atravesaba el corazón.

Había muerto, y con ello la dinastía Romanov que durante siglos había reinado en Rusia, había desaparecido del mundo, bajo una centena de balas de plomo y una docena de bayonetazos. El fantasma de la monarquía se había evaporado para siempre.

Yákov no dijo nada. Alzó un brazo, y los fusileros se retiraron en cuidadoso orden hasta la entrada del sótano. El comandante se paseó cachazudamente por la estancia, con las manos entrelazadas a la espalda y los labios curvados en ligera sonrisa, mientras examinaba los cadáveres de las once personas.

Después de la pesquisa, el comandante se dirigió hacia mí. Yo estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared. Me di cuenta de que estaba llorando a lágrima viva. Yákov también se percató de ello, y no debió de gustarle nada en absoluto.

—Vládimir, el llanto debilita al hombre —me aconsejó con humana voz, lo cual me sorprendió viniendo de un hombre tan pragmático como él—. Vete a dormir. Ya has hecho suficiente por esta noche.

Asentí, aliviado. Me alcé con dificultad, casi trastabillando, mientras mis ojos se perdían en el cuerpo inerte de Olga. Con paso tambaleante, como si mi pecho hubiese recibido las balas de aquella noche, me encaminé hasta la joven muerta y me arrodillé ante ella.

Tenía la cabeza ladeada y apoyada contra la pared, con los labios ligeramente abiertos. Un hilillo de sangre se deslizaba desde su boca hasta el cuello. Más abajo, se unía en su pecho con un enorme torrente de sangre, justo donde Olga había sido apuñalada. Cogí su mano pálida y lloré desconsolado.

Cuando me calmé, la miré a los ojos por última vez. Seguían abiertos, vacíos, perdidos y sin vida. Los cerré lentamente, con dulzura. Me alcé de aquel fúnebre sepulcro e inmediatamente, dejé de llorar.

Cuando pasé junto a Yákov Yurovsky, ni siquiera lo miré a los ojos. Los once fusileros que se agolpaban frente a la entrada del sótano, se apartaron para dejarme pasar y, poco después, desaparecí por el pasillo.

Cuando llegué a mi habitación, caí rendido en la cama. Ni siquiera me desnudé. Abracé la almohada y pasé el resto de la noche llorando.

– – – – – – – – – –

—Eso es todo —concluye Vládimir, con los ojos llorosos y el semblante entristecido.

Frente a él, el oficial del Ejército Blanco está erguido, con la pistola en la mano y la mirada perdida en el techo. Tiene el rostro descompuesto, la boca abierta de par en par, los dientes amenazan entre sus labios y las aletas de su nariz se expanden y se contraen al ritmo de una respiración entrecortadamente furiosa. Tiene las venas de la frente hinchadas, como una bomba de relojería a punto de estallar.

—Habéis matado a los criados, al médico, al zar y a su esposa, a sus cuatro hijas, inocentes como una flor de primavera, y al único hijo varón, enfermo de hemofilia —acusa el oficial, henchido de ira—. Habéis condenado vuestra ideología de por vida, para siempre. —Vládimir, esposado y en el suelo, no se molesta en defenderse de las recriminaciones—. Dime, ¿que hicisteis con los cuerpos? ¿Dónde están los cadáveres de la familia Romanov?

Vládimir alza la cabeza. En sus ojos resplandece el agua salada de las lágrimas. Tiene la garganta seca y el corazón destrozado. Se auto-inculpa de la muerte de Olga, a quien ama y a quien no ha podido salvar. Ya nada le importa en la vida, ni siquiera la ira del oficial del Movimiento Blanco.

—No lo sé. Ni siquiera conocía el plan de asesinato —admite Vládimir.

—¡Mientes! —clama el oficial blanco, propinando una patada furiosa. El golpe alcanza débilmente las costillas del prisionero, que se desploma con un aullido ahogado—. ¡Vamos! Di la verdad.

Vládimir incorpora el cuerpo ligeramente, y lanza a su captor una mirada desafiante. En sus pupilas, fulgura una férrea defensa que no teme al dolor y un brillo inocente libre de maldad. Tose levemente, y posteriormente, añade con voz impertérrita:

—Cuando me levanté al día siguiente, la familia había sido reemplazada por un silencio total. Nadie sabía nada del zar. Yurovsky actuaba con normalidad, como si la matanza no hubiese sucedido. Incluso llegue a pensar que todo había sido una pesadilla —confesó el joven prisionero—. Pero no fue así. Cuando bajé a este sótano, los cadáveres habían desaparecido, y se habían esmerado en limpiar concienzudamente la habitación, tanto como pudieron.

El oficial del Movimiento Blanco mira a su prisionero hecho una furia. Tiene los ojos rojos por el dolor, irritados por la ira y la impotencia. Todo ha sido inútil. El coraje de sus soldados sacrificados durante el asalto a la casa Ipátiev no ha servido para nada.

—¡Maldito seas! —ultraja el oficial. La rabia hace vibrar sus músculos con violencia, y la pistola se agita nerviosa en su mano derecha—. Habéis asesinado a sangre fría a la única esperanza de supervivencia que le quedaba a Rusia. No había nadie más capacitado que Nicolás II para unir este país desmembrado, asolado por la guerra y la hambruna. Rusia ha caído en manos de gobernantes incompetentes y sanguinarios, individuos llenos de odio, que no dudan en alzar el martillo para forjar una cadena inquebrantable y en utilizar la hoz para degollar a quienes piensan de diferente manera. Rusia ha sido condenada a muerte. ¡Y tú seguirás el mismo camino!

El oficial mira a Vládimir, con unos ojos llenos de cólera, pero también con envidia, y le dispara en la cabeza.

Al igual que el zar, muere al instante.

Iraultza Askerria

Más información:
Wikipedia: Asesinato de la familia Romanov
Wikipedia Ekaterinburgo
Podcast de Juan Antonio Cebrián – 1918, el asesinato de los Romanov