Te mordí las magdalenas con la delicadeza de un Romeo. Suave y dulcemente escuché tu gemido de Julieta, proyectado desde el balcón de tu boca. Abajo persistía yo en escalar tus magdalenas para unir mi voz a la tuya, pero me resultaba tan exquisito el sabor de tu pequeña repostería, que finalmente preferí quedarme a dormir al pie de tu balcón.
Así lo hice, cobijando mi rostro entre tus íntimas magdalenas, y no hubo nunca un amante que mejor disfrutara de las alhajas de tu corazón.