Entonces, otra vez igual que ayer, el ruido y el color rompieron la templanza del universo. Desaparecieron las estrellas bajo resplandores azules, rojos, blancos y verdes.
No había nada más hermoso. Vecinos y turistas de la capital lo sabían. Allí estaban los taberneros, con su merecido asueto. Feriantes despachando buñuelos y churros. Bailarines exhaustos tras genuinas manchegas. Los niños pequeños subidos a los hombros de los padres y las madres más atentas a los fingidos llantos del carricoche que a la propia realidad. Y entre esa multitud, resaltaban los jóvenes.
Los fuegos artificiales siguieron, como siempre, adornando el cielo sin estrellas, atrapando la atención de la gente. Ruido y más ruido en el recinto ferial.
Pero más allá, allí donde terminaba las barracas, sorbida por las brumas de la soledad, una muchacha de quince primaveras lloraba arrodillada ante Dios. Pero nadie acudió a rescatarla, y solo la mirada noctámbula de un escritor pudo vislumbrar alrededor del ojo de aquella niña un terrible moratón.
Y, efectivamente, día tras día, año tras año, siglo tras siglo, se repetía la misma historia, la misma injusticia, la misma actitud cobarde que había convertido a la Y en una variante sin perdón, y a la X en un símbolo de perfección y gloria.