Estaba acostumbrada a masturbarse por la noche, después de haber pasado la tarde con él. Con la molesta presencia de sus padres al otro lado de la habitación, siempre presentes, solo le quedaba la soledad de la madrugada para disfrutar de su cuerpo mientras pensaba en su chico. En esos momentos, se acurrucaba bajo las sábanas y saboreaba la humedad de sus muslos con los dedos voluntariosos y firmes. La temperatura de su cuerpo acrecentaba hasta límites insospechados. El vapor egresaba de su boca, carrusel de gemidos. Sus manos se ahogaban en la pequeñez dilatada de un secreto que nadie había descubierto todavía, mientras su mente divagaba entre cuerpos sudorosos fundidos en un abrazo.
Una vez, incluso, había tonteado con un juguete vibrador, cortesía de su mejor amiga. Sin embargo, sus expectativas se acabaron pronto, cuando descubrió que carecía de la flexibilidad de sus dedos y de la suavidad de sus yemas. Comprendió que una máquina difícilmente podría reemplazar el sentido y la sensibilidad de un ser humano.
Varios meses después, perdió la virginidad con su novio. Fue como abrir una caja de bombones sin ningún dulce de chocolate. En las siguientes ocasiones, saboreó chocolatinas de todos los sabores y texturas.
Aun así, siguió masturbándose por las noches porque ninguno de sus novios supo nunca como complacerla de verdad. Y lo peor es que ninguno se molestó en preguntarla.
Iraultza Askerria