Un cuento de dragones y lagartijas – Érase una vez

The Dragon of Hell - {author}Érase una vez un dragón llamado Eigon.

Vivía solo en una montaña, sin ninguna compañía. Había abandonado su hogar natal en la Tierra de los Dragones porque los demás miembros de su raza se reían de él. Eigon era un dragón adulto y fuerte, pero a pesar de ello, aún no había aprendido a echar fuego por la boca. Y eso le avergonzaba tanto que se había exiliado voluntariamente. Desde entonces, Eigon había vivido muy lejos, en lo más hondo de una gigantesca montaña. Su única compañía eran las lágrimas.

Un día que Eigon estaba llorando en el fondo de su gruta, una pequeña lagartija se topó con él. La lagartija se detuvo para ver de cerca al dragón, intentando adivinar por qué lloraba. Las lágrimas que caían de sus enormes ojos dorados eran tan grandes como ella misma. Tuvo que andar con mucho cuidado para llegar hasta él.

—Hola, dragón. Dime, ¿por qué alguien tan poderoso y grande como tú está llorando? Tú no puedes tenerle miedo a nada.

Eigon no contestó. Escondió la cabeza entre las garras. No quería que nadie le viera llorar. Ni siquiera aquel diminuto reptil. La pequeña lagartija insistió:

—¿Cómo te llamas? Mi nombre es Tija. ¿Y el tuyo?

—Eigon —respondió el dragón, sin ganas de hablar.

—¿Eigon? ¡Me gusta! Cuéntame qué te pasa. Tal vez pueda ayudarte.

Al principio, Eigon no contestó. Se sonrojaba incluso ante aquel pequeño animal de larga cola, del tamaño de uno de sus dientes. Pero poco a poco, hizo frente a sus miedos. Y aún con lágrimas secas en sus resplandecientes pupilas, dijo:

—Estoy triste porque no sé echar fuego por la boca.

Tija lo miró sorprendida, no sabía muy bien qué intentaba decir.

—¿Y eso es malo?

—Soy el único de mi especie que no puede hacerlo. El único dragón. Soy una ofensa para mi raza.

Tija se quedó un instante pensativa. Luego añadió:

—Ahora entiendo por qué lloras tanto. Pero no te preocupes, creo que puedo ayudarte.

—¿De verdad? —exclamó Eigon, emocionado.

Ella lo miró, con una sonrisa:

—Sí, estoy segura.

Los dragones eran los seres más maravillosos del mundo. Eran hermosos y también fieros, pero siempre benévolos. De corazones orgullosos, pocas veces perdonaban a un malhechor o aceptaban en su clan a alguien que no fuera de su condición.

Y eso Eigon lo sabía muy bien.

Cuando conoció a la simpática Tija, nunca pensó que un animalito minúsculo y de voz estridente pudiese ayudarle a recuperar su honor. Seguía pensando lo mismo, pero no tenía nada que perder.

—¿A dónde vamos?

—A las casas de unos viejos amigos míos.

—¿Y esas casas están en unas montañas?

Eigon levantó la mirada. En lo alto de los montes, las cimas estaban nevadas. Por suerte para él, no tendrían que subir hasta arriba.

—Es aquí —indicó Tija.

—¡Impresionante! —exclamó Eigon.

Frente a ellos se alzaba la enorme entrada a una cueva. Las piedras habían sido esculpidas con habilidad. Las más altas se elevaban por encima de la cabeza del dragón. Era gigantesco. Si allí dentro vivía alguien, debía ser dos veces más grande que él.

—¿Quién vive aquí dentro? —preguntó Eigon, receloso.

—Tranquilo, no tengas miedo.

Y la lagartija se escabulló al interior de la caverna, rápidamente.

Eigon se lo pensó dos veces antes de entrar, pero luego no le quedó más remedio que hacerlo. En el interior, un túnel infinito iluminado por antorchas se abría paso hasta el corazón de la cordillera. Al final, llegaron a una enorme estancia que sujetaba mediante columnas de mármol el peso de las montañas. En la oscuridad, surgieron varias sombras, pequeñas y robustas, con el rostro oculto por tupidas barbas de varios años. Eran enanos, los habitantes más misteriosos de Gea.

Tija los saludó con alegría, volviéndose a reencontrar con viejos conocidos. Los anfitriones le dieron la bienvenida unánimemente. Pero ante el dragón se mostraron un tanto desconfiados. Cuando Tija les contó el grave problema de Eigon, los enanos estuvieron más que dispuestos a auxiliarle.

Durante siglos, las cavernas y las montañas más frías habían sido hogar de los hábiles enanos. Con sus magníficas dotes como arquitectos, escultores y mineros hacían de sus cavernosas moradas verdaderos palacios. Además, los enanos también eran excelentes herreros y sabios conocedores de la alquimia. Si alguien podía ayudar a Eigon a recuperar la fe en sí mismo, eran los enanos.

Los primeros días de convivencia fueron duros para el dragón. Necesitaba salir al exterior y volar por los cielos, pero allí dentro era imposible. Ni siquiera podía extender las alas y planear unos metros sobre el suelo.

Por suerte, tenía a la agradable Tija como compañera. Con ella entabló una profunda amistad.

Pasaron los días y los enanos enseñaron a Eigon los secretos del fuego. Al principio, y para desesperación del dragón, las lecciones iniciales eran pura teoría química, donde pautas sobre elementos naturales se confundían con la base científica. El dragón se aburría sobremanera, con tanta lección intelectual. Sin embargo, los sabios enanos le exigieron paciencia y serenidad. “Espera, y sabrás”, solían decir, constantemente.

Y así fue como, dos semanas después, Eigon comenzó a expulsar de su boca los primeros vapores; y luego de un mes ya podía exhalar largas llamaradas y bocanadas de humo. Los enanos y Tija se entusiasmaron y Eigon por primera vez en mucho tiempo, sintió que todo iba bien en su vida.

Días después los enanos mostraron su cara más triste cuando tuvieron que despedir a la pequeña Tija y al gran dragón. Luego de tanto tiempo de convivencia, tenían que regresar al mundo exterior. Pero gracias a la espesa barba que cubría los rostros de los enanos, ni Tija ni Eigon percibieron la pena que sentían sus anfitriones.

Ya en el exterior y bajo un horizonte donde el sol irradiaba toda su fuerza, Tija y Eigon tomaron rumbo hacia las Tierras de los Dragones, el hogar natal de Eigon. Tija decidió acompañarle, al menos un trecho del trayecto.

Esa noche, acamparon en un claro cercano a un río y Eigon pudo encender una hoguera con el fuego de su propia boca. Antes de dormirse, el dragón, entusiasmado por sus logros, estuvo contando historias de sus parientes y de lo maravillosa que era la tierra en la que vivían ellos y los famosos dragones blancos. Eigon no se dio cuenta, pero cuando terminó de narrar las leyendas draconianas y se acostó, Tija estaba melancólica.

Al día siguiente, el dragón se despertó tarde. Había tenido un sueño muy bonito donde el rey de los dragones le nombraba guardián de las Tierras de Fuego. Se dio la vuelta para contárselo inmediatamente a Tija.

Entonces se asustó.

La pequeña lagartija no aparecía por ningún sitio. Eigon se alzó sobre sus garras y echó a volar por encima del bosque. Escudriñó con ojos de lince cada arbusto y matorral en busca de su amiga, y finalmente, la encontró agazapada bajo una roca, junto al río.

El dragón descendió hasta allí.

Tija estaba llorando.

—¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

Tija se sorprendió de ver al dragón, y al instante, ofendida, corrió a esconderse en el fondo de su escondrijo, donde Eigon no pudo verla.

—¡Vete! —sollozó ella—. No quiero que me veas llorar.

—¡Vamos, Tija! Sal de ahí. Tú me viste llorando y me ayudaste. Ahora me toca a mí ayudarte a ti.

—¡No!

Eigon sabía que sería incapaz de convencer a Tija con palabras, así que hizo uso de su descomunal fuerza y levantó la roca. La lagartija quedó a la vista del dragón.

Seguía llorando desconsolada.

—Dime, Tija. ¿Qué te ocurre?

—Mírame, Eigon. ¿Cómo soy?

—Pues… —dudó el dragón, desconcertado—. Eres muy bonita.

—¿Bonita? ¡Mírame bien! Soy minúscula, diminuta, pequeña. Quiero ser como tú. Grande, enorme, ¡y poder volar por el horizonte! Pero sólo soy una lagartija. Una pequeña lagartija. Quiero ser una dragona.

Y volvió a llorar, desilusionada.

—Escucha Tija, quizá podamos cumplir tus deseos. En la Tierra de los Dragones vive un poderoso mago que tiene fama de cumplir los anhelos de las personas bondadosas. Tal vez pueda convertirte en una dragona si lo deseas de verdad.

—¡En serio! ¿No estás bromeando? —preguntó Tija, esbozando una sonrisa.

—No, jamás te haría una broma de mal gusto. Vamos. Cuanto antes lleguemos a la Tierra de los Dragones, antes conocerás al famoso mago.

Y de esta forma, Eigon y Tija tomaron rumbo hacia una nueva aventura, buscando cumplir el sueño de nuestra simpática protagonista.

Iraultza Askerria

El bastón

Múltiples Facetas - AndreaLa noche estaba cubierta por una fina neblina.

Un hombre fumaba un cigarrillo apoyado contra una farola. Su rostro estaba oscurecido por un sombrero. Unas frondosas patillas le cubrían verticalmente la cara, surgiendo como una plaga en aquella silueta tenebrosa. Vestía un esmoquin negro a juego con el sombrero y unos zapatos de charol, como los de un bailarín de claqué.

Tras una última calada, el desconocido tiró el cigarrillo al suelo. Lo aplastó con un largo bastón que aferraba con habilidad en la mano izquierda. Era de un metal negro, cuajado de estrías, con la cabeza engalanada por una esfera de oro. En la misma se habían engarzado dos pequeños diamantes, como ojos. La parte inferior del báculo quedaba rematada en una doble punta de acero. A pesar de su extravagancia, aquel artilugio era toda una obra de arte y misterio.

El desconocido se enderezó y comenzó a caminar por la calle desierta. A cada paso que daba, se ayudaba del bastón negro, aunque ciertamente no parecía necesitarlo: su figura lucía un cuerpo atlético y saludable. Aun así, el bastón semejaba su tercera pierna, un objeto prácticamente unido a su cuerpo mortal.

Las dos puntas del báculo repiqueteaban sobre las baldosas de la acera, penetrándolas en lo más profundo de sus resquicios, casi con un ímpetu sádico. El desconocido movía el bastón como una extensión de su mano, como una prolongación de su alma y corazón. En ningún momento lo soltaba, agarrándolo justo por debajo de la cabeza dorada.

Al final de la calle, apareció el continente de una joven mujer. Caminaba cabizbaja y en silencio, embutida en un abrigo de piel y con las manos incrustadas en los bolsillos. No se había percatado del desconocido, pero este, al igual que los ojos diamantinos de su bastón, la habían descubierto entre la plena oscuridad.

Cuando ella pasó junto a él, el hombre extendió el báculo horizontalmente. La mujer se vio obligada a detenerse para no chocar contra el objeto. La joven levantó la mirada al instante, tan sorprendida como asustada. Pero los ojos del desconocido no lanzaban ninguna amenaza, solo una inexplicable fortaleza de control y serenidad.

—No me mires a mí —indicó el desconocido—. Míralo a él…

El hombre alzó la vara hasta colocarla frente al rostro de la mujer. La cabeza del bastón con sus diamantes engarzados, atrapó la conciencia de la chica casi al instante, como un hechizo. Ella quedó cautivada por aquel resplandor diamantino. Sus pupilas se habían dilatado hasta cubrir toda la esclerótica.

—Ahora síguenos —pidió el desconocido.

Comenzó a andar por la calle y la muchacha lo siguió.

La noche era fría y tal vez por eso el hombre se desvistió la chaqueta negra para colocarla suavemente sobre la espalda de la joven.

—No conviene que te enfríes —añadió él—. El calor es vital.

Ella no contestó y no dijo nada en el resto del trayecto. Se dio cuenta, aterrada, de que era incapaz de hablar. De repente se había quedado muda. Cualquier persona hubiese querido escapar de la presencia de aquel extraño, pero la muchacha era incapaz de separarse de su porte sobrenatural, tan misterioso como lo eterno. Además, estaba ese bastón, hipnotizador. Sin recapacitarlo mucho, se abrazó a su cuerpo.

Él la rodeó por la cintura.

—Tranquila, ya estamos llegando.

Atravesaron las veredas de un amplio parque, siempre bajo el ritmo parsimonioso que marcaba el bastón. Alcanzaron luego un terreno amurallado y flanqueado por varias filas de abetos. En el interior de la cerca, se erigía un palacio de fachada blanca, con balcones barrocos y una enorme cúpula como techumbre. Todas las ventanas brillaban con un color rojizo, similar al de los diamantinos ojos del bastón.

—Estamos en casa —informó el hombre—. Sujeta un momento.

Entregó a la muchacha el bastón mientras él buscaba las llaves en el bolsillo. La joven, al tomar el objeto, lo sintió liviano, cálido y suave, como un suspiro de amor, como un juguete delicioso. Sorprendida por ello intentó identificar el material estriado que lo componía, pero entonces el hombre se lo arrebató violentamente.

La puerta estaba abierta.

—Pasa.

La muchacha asintió, pero antes de traspasar el umbral, el hombre la cogió de la mano. La chica soltó un respingo entonces, horrorizada. Su piel estaba fría y áspera como el hierro, acaso muerta. No obstante, no pudo pensar mucho en ello ni tampoco escapar de la influencia de aquel desconocido. Del interior del palacio, surgían unas voces femeninas, agónicas y atormentadas. Parecían hienas con voz de mujer muriéndose de hambre. El hombre irrumpió en el edificio arrastrando con fuerza a la muchacha.

Al entrar, la joven se encontró con una decoración pomposa donde predominaban tapices y alfombras de color rojo e incrustaciones de rubí en el techo y los muros. El vestíbulo estaba adornado con varios muebles de madera de pino. No había puertas, aunque sí pasillos que conducían a una u otra habitación. En el centro, una amplia escalinata acolchada en seda carmín ascendía a los restantes pisos.

En uno de los escalones había dos mujeres gimiendo enloquecidas. Cuando vieron entrar al hombre, se lanzaron rápidamente hacia él. De un salto, alargaron la mano hacia el bastón como si les fuera la vida en ello.

—¡Basta! —exclamó él, visiblemente enfurecido.

Azotó con la vara a una de ellas, que protestó con un gemido. La otra, prudente, se alejó arrastrándose por el vestíbulo.

—Reunid a las otras en el salón principal —ordenó a las dos mujeres que desaparecieron poco después por las escaleras. Después se volvió hacia su nueva inquilina—. Sígueme.

La muchacha estaba petrificada por el pánico, pero nada podía hacer salvo mirar con ojos espantados lo que ocurría a su alrededor. El anfitrión la tomó del codo y la ayudó a ascender la larga escalinata.

Cuanto más subían, más voces femeninas llegaban a los oídos de la joven. Algunas sonaban alarmadas; otras, visiblemente excitadas. No emitían ninguna palabra ininteligible. Parecían meros susurros, súplicas o clamores de euforia. Resultaba casi exasperante.

El hombre se detuvo en el rellano, alzó el bastón en lo alto y lo dejó caer terriblemente sobre el suelo. Al instante, las voces femíneas se apagaron por completo.

Después, condujo a la muchacha a un amplio salón adornado con sofás, sillas tapizadas y una vasta cama acolchada de rojo. En la estancia había al menos una docena de mujeres de edades diversas y fisonomías dispares. Las había rubias, pelirrojas y morenas; ataviadas con vaporosos vestidos de volantes o con cómodos pijamas de algodón. Pero todas ellas compartían un mismo sentimiento fanático. Cuando vieron entrar al hombre, bajaron la mirada hacia el bastón y gritaron hechizadas por su presencia.

—¡Desnudaos! —ordenó el anfitrión.

Nadie osó desobedecer la orden.

Seguidamente, condujo a la muchacha al interior del salón, directamente hacia la cama ubicada en el centro de la estancia. Se tumbó en la colcha cuan largo era, se quitó el sombrero y arrastró consigo a la muchacha. Esta cayó a su lado, entre él y el bastón. No pudo evitar contemplar directamente los ojos diamantinos de aquel báculo.

—Bien —dijo el hombre—. Ahora vas a desnudarme. Empieza por arriba.

Ella asintió sin alejar la mirada del bastón. Vio como el hombre lo arrojaba lejos, casi con desprecio. El objeto cayó entre aquella muchedumbre de mujeres desequilibradas, que comenzaron a disputarse la reliquia entre amenazas y arañazos. Pero al final, todas quedaron satisfechas al poder tocar el bastón, aunque fuera durante unos pocos segundos. Entre gemidos y chillidos desconsolados, comenzaron a desnudarse.

La muchacha no olvidó la orden que el anfitrión le había dado. Pasó los dedos entre los resquicios de su camisa, mientras la desabotonaba. Se percató de que el hombre tenía los ojos cerrados y respiraba entrecortadamente, disfrutando del contacto femenino. La joven le despojó de la prenda un instante después y quedó revelado un busto pálido como la luna, sin un ápice de vello capilar y con los músculos definidos y fuertes como una lámina de acero.

—Bien, ahora sigue con los zapatos. Luego el pantalón —exigió el hombre, alternando las palabras con leves suspiros de deleite. Estaba extasiado—. Después, termina el trabajo.

La joven movió la cabeza de arriba abajo, aprobadora. Se giró para enfrentarse al nuevo quehacer y tropezó con una imagen que no esperaba.

En un lado del salón, las mujeres yacían desparramadas en el suelo, sobre el cúmulo de ropa que anteriormente las había ataviado. Estaban completamente desnudas, exhibiendo sin tapujos la piel bronceada o marmórea, los brazos esbeltos o lánguidos, los pechos firmes o descomunales. Habían formado un círculo alrededor del bastón, y una de ellas se había embutido la cabeza dorada entre las ingles, mientras otra introducía y extraía de la vagina de la compañera aquel preciado objeto, siempre con movimientos delicados y rítmicos. Las demás estaban arrodilladas ante la larga vara, cubriéndola de besos o caricias, al tiempo que se masturbaban solas o con la mano amiga.

Entre tanto, la muchacha no había desestimado la tarea que le había sido encomendada. Sin dejar de contemplar la orgía de las mujeres y escuchando los jadeos de su señor, le despojó del calzado y de los pantalones. Sólo le quedaba una última prenda, antes de poder alzar entre sus manos el trofeo final.

Al volverse hacia el hombre y arrancarle la ropa interior con un agresivo movimiento, se quedó petrificada.

No tenía pene.

Al comprenderlo todo, la muchacha enloqueció con un estruendoso alarido de furia. Saltó de la cama y se lanzó sobre las demás mujeres delirantes.

Sólo cuando pudo tocar el bastón con un triunfal jadeo, se sintió complacida.

Iraultza Askerria

La noche fantástica

Las noches han sido engendradas para concebir sueños y fantasías, las cuales se vuelven contra la voluntad del soñador al arribo de la aurora. Si se limitase el descanso a las indiscretas y entrometidas horas del día, el sol sería incapaz de mancillar las quimeras de cada uno, y por tanto, más fácilmente podrían consumarse al abrigo de la oscuridad; porque durante las noches, tiernas e íntimas, el mundo es sólo de cada uno, el universo nos pertenece. La noche es el instante donde cumplir las fantasías solitarias inspiradas por las musas de la luna. Bien saben esto él y ella, y bien saben que es más hermoso convivir al anochecer y, durante el día, enclaustrarse dentro de la mente de sus sueños. Prefieren no dormir, y tentar mutuamente las despiertas ilusiones que transpiran en la piel ajena. Sentirse en un abrazo y en un beso; libres en las sombras de la madrugada donde cada sueño y fantasía goza de un carácter verosímil y posible.

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria