… y entonces contemplé su espalda desnuda. Se recortaba suave y perlada bajo la luz del dormitorio. Mis ojos se deslumbraron ante la belleza de los hombros desnudos, de la cintura estrecha y de la piel tersa y morena. Tanta hermosura me arrancó el corazón, contagiando mi cuerpo de un insufrible sentimiento de agonía. Tuve miedo de alzar la mirada y observar el reflejo de sus pechos y de su rostro en el espejo del armario. Su divino esplendor me mataría. No pude resistir más angustia y malestar.
Deslicé los dedos por la pared y apagué la luz.