El bar

La mayoría de aquellos compartimentos ubicados a la izquierda estaban vacíos, puesto que sólo eran utilizados para buscar privacidad, ya fuese para enredarse con la falda de una camarera o para discrepar sobre temas trascendentales y arriesgados. La luz resultaba mortecina en aquella zona, bien alejada de las restantes mesas de la barra del bar.

Ésta estaba construida en la pared lateral de la estancia, a la derecha. Detrás, se ubicaban diversas estanterías repletas de botellas de vodka, ron, whisky y mil licores de todos los rincones del mundo. Los camareros asían y desasían los recipientes situados tanto sobre los anaqueles como bajo la barra, mientras los clientes consumían sus bebidas, algunos con ánimo juerguista y la mayoría con sobriedad tónica.

El escenario, que abarcaba el centro de la pared trasera, estaba flanqueada por un telón rojo. Tras él, se escondía el pasillo que conducía a diversas piezas y camerinos. En el centro del escenario, un empleado estaba arrodillado frente a los restos de una extensa mácula, fregando el lugar.

Además, la sala estaba provista de confortables lugares donde descansar: anaranjados divanes, tresillos y sillones de respaldo reclinable. Pero los emplazamientos más abundantes correspondían a mesas cuadradas y esbeltas rodeadas de cómodas sillas.

Ni una décima parte de los asientos del local estaban ocupados, incluyendo en tal cálculo los taburetes instalados frente a la barra. El recinto era enorme, y ni aunque todos los socios de Jesús se congregasen durante una noche, se conseguiría atestar el local.

Extracto de Sexo, drogas y violencia, de Iraultza Askerria

A las llagas de la memoria

Yo, situado a unos metros del escenario, podía vislumbrar a los músicos y a la mayor parte del público: jóvenes rostros que sacudían la cabeza y el cuerpo con el alegre vaivén de la festividad cotidiana. Aquello parecía una reunión familiar, una íntima ceremonia, el casamiento entre la libertad y la noche que se habían amado durante siglos enteros, y que ahora se desposaban bajo un rocío de voces privilegiadas que cantaban al unísono.

Y entonces la vi.

Justo cuando terminó la canción, la vi.

Vi venir su imagen hacia mí como un huracán súbito e imparable, como el brazo irrefrenable de un maremoto, como la sacudida rabiosa de un catastrófico seísmo. Fui arrastrado a las llagas de la memoria, donde todo lo penetrante produce un profundo dolor en el espíritu y en el corazón, muy lejos del pasajero estremecimiento sentido apenas por la mente.

Extracto de Rayo de luna, de Iraultza Askerria