Author Bart from Amstelveen, Holland

Una mañana de agosto

En aquella bochornosa mañana de agosto, me encontraba en un tren casi vacío. El silencio y el hastío cargaban el ambiente del transporte público, construido para trasladar a los desafortunados obreros hasta su puesto de trabajo, donde venderían su tiempo a cambio de dinero sabiendo que en un futuro cercano comprarían tiempo a cambio de su dinero.

Pero lejos de este síntoma de revolución, me invadía el tedio y el sueño, la apatía y el sinsabor, insufribles sentimientos acrecentados por la perspectiva de aquel largo trayecto. Aquellos repartidores que solían despachar periódicos gratuitos a la entrada de la estación ferroviaria disfrutaban de unas merecidas vacaciones. A mí me privaban de la delicia de leer un diario manipulado, falaz y sensacionalista que pudiese, al menos, entretenerme durante el largo viaje.

El resto de los pasajeros del tren, sin embargo, había optado por diversas formas de solaz para matar el tiempo. Muchos se regodeaban con su móvil de última generación que en pocos días quedaría obsoleto, fuera de la moda preestablecida. Otros disfrutaban atontados con la mirada clavada en la pantalla de su novísimo iPad. Algunos se concentraban en las teclas de su Nintendo 3DS, manejando los movimientos de un diminuto muñeco tan vacío de alma como de corazón. Todos se creían felices, con un cerebro tan moderno como el microprocesador de una computadora; quizá no tan veloz, pero sí tan pequeño.

Mientras tanto, en mi mente se aglutinaban músicas tan dispares como el hip-hop y el heavy metal, acompañadas por las alarmas de los teléfonos celulares. Aquel entorno insufrible de tecnología y vana prepotencia me sobrecogía, como un puño cerrado sobre el cuello de mi memoria, apretando lento y malvado los pensamientos de un inconformismo moribundo.

Pero entonces, me percaté de que sobre tal muchedumbre de robóticos deseos, aún había personas, escasas, pero las había, que se conformaban con la literatura. Una mujer de mediana edad y un joven de aspecto rebelde leían ávidamente una novela, sumidos en el arte, ajenos a la indigestión tecnológica del entorno. A mí me empachaban de esperanza.

El trayecto prosiguió, pero ahora con una atmósfera más amena y delicada, como si los versos de un poeta se respirasen en el aire. Giré la cabeza hacia la derecha y me topé con una compañera de asiento en la que no había reparado antes.

Como siempre, lo más bonito estaba más cerca de lo que había pensado.

Ella tenía un librito entre las manos, acogido como un tesoro. Conseguí deslizar la atención hacia las palabras que en él se imprimían y mi corazón se sobresaltó de emoción. Las rimas del mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer estaban siendo leídas por aquella hermosa chica. Su pupila era azul y, al mirarla, recordé el trémulo fulgor de los rayos de la luna.

El tren se detuvo entonces, sobresaltándome. Giré los ojos hacia la ventanilla del vagón. Aquél era mi destino.

La miré otra vez, a ella. Quería decirla que era preciosa, invitarla a salir, a cenar y recogerla después entre mis brazos. Pero el tren iba a reemprender la marcha de un momento a otro. Tenía que elegir entre perder mi empleo o perder el amor de mi vida. Finalmente opté por la más racional y estúpido.

No la he vuelto a ver.

Publicado en la Revista Boulevard, por Iraultza Askerria

Lo que de verdad pensamos

Me siento ultrajado, completamente ultrajado. Siento que se ríen de mí —y de nosotros—. Siento mis rodillas desgarradas ante tanto arrastre de confianza —y los codos también—. Siento la mente torturada —mejor no hablar del corazón—. Y mi confianza pateada —y la vuestra también— como una víctima del nazismo.

¿A qué se debe esta quejumbrosa ofensa?

Muy sencillo:

«Ahora que ya no estamos en campaña electoral y han pasado las elecciones andaluzas y generales, los políticos debemos decir lo que de verdad pensamos, aunque a veces sea políticamente incorrecto.»

¿Lo que de verdad pensamos? Guauuuuu… y discúlpenme por la expresión: menudos cojones.

Así es, de la boca de un político —un senador para más señas— han surgido estas ominosas palabras que parecen mofarse de la democracia, las elecciones, la confianza de los votantes y las promesas de los políticos. Si ya nadie se fiaba de estos —o muy pocos—, ¿quién lo hará ahora a partir de esta injuria?

La política española se ha puesto en duda a lo largo de los años. En este país de pandereta, de vagos, maleantes y corruptos, los electores depositamos la confianza en aquellos que promueven iniciativas para remodelar el país positivamente y para contribuir a la mejora y al progreso. Depositamos nuestra confianza incluso en aquellos que han sido acusados de blanqueo y prevaricación. Depositamos nuestra confianza, nuestros votos y nuestra esperanza.

¿Para qué? Para vernos unos meses después traicionados. Nuestra lealtad corroída por lo que todos nosotros temíamos: que las promesas electorales son sólo promesas, y que las verdades defendidas en campaña, mentiras.

Eso es certeza, tal y como admite este político.

A pesar de todo, hemos sido fieles. Un pueblo fiel ante un gobierno corrupto.

Si esta lealtad es motivo de burla para este senador —quien tendrá durante el próximo año un poder legislativo inabarcable para el pueblo—, ¿qué justicia nos puede quedar a los obreros? Ninguna. ¿Ilusión? Vacío. ¿Orgullo? ¿De qué? ¿De esta patria? ¿De este país? ¿De sus gobernantes? No, no de momento.

Me temo que estamos acorralados ante los intereses bancarios, la soga de las multinacionales y la cobardía de la clase política. Muy pronto, nuestros hijos tendrán que pagar por recibir una educación, nuestros ancianos deberán abonar las dietas de los cirujanos que los atienden y nosotros trabajaremos catorce horas al día hasta ser octogenarios. ¿Por qué digo esto?

Otra vez, muy sencillo:

El […] senador por Córdoba, Jesús Aguirre, […] ha asegurado que hablar de solidaridad, universalidad o gratuidad es «una utopía».

20 minutos

No, no es una utopía. Utopía es creer en vosotros.

Iraultza Askerria

Referencias:
20 minutos
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