Lunes, 21 de agosto de 2010

7:00 a.m.

La liberación de los cooperantes secuestrados en Mauritania parece inminente tras nueve meses de cautiverio. Dos jóvenes mueren en Pakistán al ser apaleados por una muchedumbre enfurecida. Las inundaciones de China se cobran la vida de millares de personas. Y en mi pequeña ciudad natal, al norte de la península ibérica, en un centro urbano atravesado por una antiquísima ría, acaecen las esperadas fiestas patronales del año, habiendo finalizado ya la segunda noche de juerga.

7:15 a.m.

Me encuentro en la calle, camino del metro, teniendo una noción aproximada de lo que sucede en el mundo y de lo que ocurre en mi amada villa, tan apartada de la realidad. Antes incluso de pisar la escalinata del metro, ya me he cruzado con decenas de veinteañeros ataviados con el típico pañuelo azul. Muchos son de mi edad. Otros más jóvenes. Todos olían a sudor, orina y alcohol. Todos hedores naturales del cuerpo humano… salvo uno.

7:20 a.m.

He alcanzado el interior de la fortaleza metropolitana. Me encamino al andén. Me tropiezo con la voz aguda y mezquina de varias mozas. Al verlas con la misma falda azul y el mismo corpiño blanco pienso que se trata de una misma persona que excede las dimensiones humanas normales, pero no… me equivoco.

—Jaja, todos a trabajar… jaja —se ríe una de ellas, tal que una hiena.

Nadie le hace caso. Es una gallina desamparada en un lugar inadecuado en un momento inoportuno. El matadero la espera a la vuelta de la esquina.

—Jaja, todos a trabajar… jaja.

Lunes, primera hora de la mañana. Yo estoy feliz, radiante. No puedo evitarlo. Me giro hacia ella y le clavo mis ojos negros, esbozando una sonrisa. Ella me mira durante unos segundos, sobrecogida.«Niña, tus ojos son verdes. Habrían sido bonitos, de haber sido tu alma más pura».

Me doy la vuelta y prosigo el trayecto. Ella hace lo propio. Cien metros después regresa su cansino gorgoteo; ya demasiado lejos como para atravesarla con mi mirada.

Yo río, me río sobremanera. Tanto que me asusto por temor de haberme prendado de una euforia inconsciente.

Esa chica maleducada se acerca a trompicones a su colchón solitario, a soñar que se ahoga en el interior de una botella de vino y a soñar que ningún príncipe azul acudirá a rescatarla. Seis horas después su padre la despertará para comer. Ella obedecerá, enojada, padeciendo la sequía de su garganta, de su corazón y de su mente. Después, se acostará de nuevo. A la noche, volverá a vestirse con la misma vestimenta de campesina, aún maloliente. Se extraviará en la dulce verbena, ebria; bailará con varios chicos cuyos nombres olvidará al día siguiente; se deprimirá por no comprender el verdadero significado de la fiesta; tomará otra copa, y al siguiente amanecer, regresará a su solitario colchón.

A mí, me aguarda una tranquila jornada laboral de seis horas en mi oficina, donde seguramente aprovecharé para escribir estas líneas. Luego llegaré a mi casa. Mi trabajo fijo me permitía convivir con mi novia sin ninguna crisis económica de importancia. Ella y yo tomaremos una comida refrescante en este día tan caluroso. La tarde la aprovecharemos para hacer el amor, organizar las compras y tomar algún refresco. A la noche después de cenar, y antes de dormirnos, volveremos a hacer el amor.

Pienso en mi vida; la misma que comparto con una novia fantástica, la misma que me colma de alegría; la misma que la chica embriagada e inmadura del metro se empeña en denostar. Luego pienso en ella… y esta vez no puedo reírme… Siento compasión y tristeza por su desgracia.

7:25 a.m.

Avanzo por el andén esquivando las tantas colillas, recipientes de plástico y restos de vómito adheridos al suelo pavimentado. Tres jóvenes con botellas en las manos se dirigen a las canceladoras del metro, gritando como verdaderos becerros. Los penetro con la mirada. Sólo veo ignorancia. Becerros… normal… Alguno aún alega que es mejor no utilizar las papeleras urbanas para generar más puestos de trabajo como barrenderos.

7:35 a.m.

El tren está más concurrido de lo normal. Yo estoy sentado entre un grupo de cuatro chicos y otro de tres féminas. Cada cual repasa las anécdotas de la noche, riéndose de alguna tontería mientras bosquejan la madrugada siguiente. En un par de días no podrán ni con su alma.

Cierro los oídos para no escuchar conversaciones banales y retomo la lectura de una obra de Lope. «Fuenteovejuna, todos a una», pienso.

Y al instante me imagino una aglomeración bien organizada de jóvenes que han salido a la calle para luchar contra el despotismo contemporáneo; defender la igual de las razas, los sexos y la religión; proteger la madre naturaleza que nos da vida; favorecer la evolución del ser humano desentrañando misterios y descubriendo otros muchos; y crear sublimes obras de arte. Pero la realidad es que catervas de adolescentes se juntan siguiendo los consejos de la drogadicción. No aprecian la música, no saben en que consiste la seducción, ignoran la bienaventuranza de la verdadera fiesta y no comprenden la suma verdad de que «si bebes para divertirte, es que no sabes divertirte».

Por desgracia… Fuenteovejuna sólo hay una.

7:45 a.m.

Llego a la oficina. El ambiente es festivo. Muchos compañeros han regresado de sus vacaciones, y aunque en sus rostros se han cincelado ya las penurias de la cotidianeidad, nos reímos compartiendo las experiencias vividas en Roma, Budapest, Tenerife y Alicante.

Me siento delante de mi ordenador. Invierto varios minutos en leer mi correo electrónico —tanto el profesional como el íntimo—, luego me dispongo a escribir estas líneas; que finalizan con esta postrera cavilación:

A todos nos gustan las fiestas, los festivales, las ferias… pero se tarda mucho en comprender su auténtico significado. Pienso en esos jóvenes con los que hoy me he cruzado. Dentro de unos años, los niños heredaran desafortunadamente su comportamiento y ellos, ya adultos, escribirán estas líneas; o como poco, concebirán un razonamiento similar.

Al menos, rezo porque sea así.

Iraultza Askerria