Cabalgabas en tu carruaje de hierro y plata, en el mortecino silencio de la madrugada. Vestías, como siempre, tu traje ajustado de color negro y habías pintado tus labios de un rojo brillante, que contrastaba temiblemente con la palidez de tu rostro. El pueblo murmuraba que eras un ser siniestro, oscuro, letal. Una criatura de los infiernos, inmortal y sedienta de sangre, que había encontrado en aquel hermoso cuerpo femenino el disfraz para cometer sus fechorías.
Mandaste detener al cochero frente a una mansión de mármol. Del interior flotaban voces achispadas y a través de las ventanas se deslizaban sombras humanoides. Te apeaste del carruaje y te encaminaste hacia el edificio.
Un mayordomo te abrió y te dio la bienvenida. Te invitó a entrar al gran salón, de donde provenía una música que invitaba al baile. Pero tú sabías que nadie bailaba. Nadie. Te esperaban a ti. A la diosa de la noche.
Y entonces, cuando traspasaste el umbral y tu cuerpo blanco surgió a la vista de todos, ataviada de negro, con el pelo largo ocultando el escote y los ojos grandes fulgurando por encima de los rojos labios, la audiencia te recibió entre aplausos.