Paráfrasis a Bécquer (Rima LII)‏

Twister - Vicente VillamónOlas que resurgís del hondo mar,
donde el abismo negro todo esconde,
llevadme lejos, lejos hacia donde
me pueda camuflar.
Vientos y vendavales que al bramar
os lleváis todo cuanto os responde,
llevadme lejos, lejos hacia donde
nadie me pueda hallar.
Nubes que el cielo habéis de recubrir,
oscureciendo el mundo del que sé
llevadme lejos, lejos que por fe,
de aquí quiero salir.
Llevadme a donde no haya resurgir
ni verso, ni cariño, ni mujé.
Llevadme lejos, lejos que por fe,
no quiero más vivir.

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Para cualquier interesado en leer el poema original de Gustavo Adolfo Bécquer, os dejo aquí dos enlace: poemas-del-alma y wikisource. Que decir tiene que mi poema es sólo un pequeño homenaje a esta hermosa y profunda rima del gran poeta sevillano.

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El rayo de luna de Gustavo Adolfo Bécquer

Tramonto - yokopakumayokoQuizá, El rayo de luna sea la leyenda más conocida de Bécquer. Tal vez se haya convertido en un relato tan popular debido al tema recurrente que abarca: «amor ideal» o, mejor dicho, el «desengaño originado por el amor ideal». Creo que todos, y especialmente en la adolescencia, fraguamos en nuestro mente un amor idílico, platónico, que en forma de mujer o de hombre adquiere todos los canones de la perfección: belleza, inteligencia, simpatía. Concebimos el idea de una mentira que perseguimos tercamente.

Ya en el inicio de la susodicha leyenda, Bécquer nos advierte de dicha realidad:

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

El propio autor reconoce, dado sus virtudes de creatividad lírica, que él es uno de los primeros en tropezar con la impenetrable roca de la idealización amorosa, una y otra vez, golpe tras golpe. Sin embargo, desgraciadamente, será de los últimos en aprender de esos errores. Si es que acaso consigue aprender algún día.

Quizá por ello, el poeta sevillano deja escapar en el apoteósico final toda la rabia, la frustración y la impotencia del desencanto:

Cántigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…, mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.

La lección que aprende Manrique, el protagonista de la leyenda, sobre la desilusión y el amor ideal es algo que todos nosotros aprendemos tarde o temprano. Desde mi punto de vista, no se trata de una experiencia amarga ni dura. Sencillamente, el amor ideal no existe; el amor perfecto es un fantasma vano que formamos en nuestra imaginación. Si el amor fuese perfecto, si nuestra pareja lo fuera, el sentimiento sería monótono e insulso; porque las pequeñas imperfecciones hacen del amor algo maravilloso, algo espléndido, algo por lo que —yo, al menos— daría mi vida.

¡Contenido extra!

Bécquer ostenta uno de los pedestales en mi panteón de poetas. Su influencia es clara en muchas obras mías, y asímismo, son abundantes las referencias que de él hago en mis textos. El libro de relatos «Rayo de luna» es un ejemplo claro de este influjo, porque dicha obra, además del título, comparte multitud de homenajes a las Rimas becquerianas. De hecho, el prólogo del libro comienza con el final de la leyenda El rayo de luna.

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Author Bart from Amstelveen, Holland

Una mañana de agosto

En aquella bochornosa mañana de agosto, me encontraba en un tren casi vacío. El silencio y el hastío cargaban el ambiente del transporte público, construido para trasladar a los desafortunados obreros hasta su puesto de trabajo, donde venderían su tiempo a cambio de dinero sabiendo que en un futuro cercano comprarían tiempo a cambio de su dinero.

Pero lejos de este síntoma de revolución, me invadía el tedio y el sueño, la apatía y el sinsabor, insufribles sentimientos acrecentados por la perspectiva de aquel largo trayecto. Aquellos repartidores que solían despachar periódicos gratuitos a la entrada de la estación ferroviaria disfrutaban de unas merecidas vacaciones. A mí me privaban de la delicia de leer un diario manipulado, falaz y sensacionalista que pudiese, al menos, entretenerme durante el largo viaje.

El resto de los pasajeros del tren, sin embargo, había optado por diversas formas de solaz para matar el tiempo. Muchos se regodeaban con su móvil de última generación que en pocos días quedaría obsoleto, fuera de la moda preestablecida. Otros disfrutaban atontados con la mirada clavada en la pantalla de su novísimo iPad. Algunos se concentraban en las teclas de su Nintendo 3DS, manejando los movimientos de un diminuto muñeco tan vacío de alma como de corazón. Todos se creían felices, con un cerebro tan moderno como el microprocesador de una computadora; quizá no tan veloz, pero sí tan pequeño.

Mientras tanto, en mi mente se aglutinaban músicas tan dispares como el hip-hop y el heavy metal, acompañadas por las alarmas de los teléfonos celulares. Aquel entorno insufrible de tecnología y vana prepotencia me sobrecogía, como un puño cerrado sobre el cuello de mi memoria, apretando lento y malvado los pensamientos de un inconformismo moribundo.

Pero entonces, me percaté de que sobre tal muchedumbre de robóticos deseos, aún había personas, escasas, pero las había, que se conformaban con la literatura. Una mujer de mediana edad y un joven de aspecto rebelde leían ávidamente una novela, sumidos en el arte, ajenos a la indigestión tecnológica del entorno. A mí me empachaban de esperanza.

El trayecto prosiguió, pero ahora con una atmósfera más amena y delicada, como si los versos de un poeta se respirasen en el aire. Giré la cabeza hacia la derecha y me topé con una compañera de asiento en la que no había reparado antes.

Como siempre, lo más bonito estaba más cerca de lo que había pensado.

Ella tenía un librito entre las manos, acogido como un tesoro. Conseguí deslizar la atención hacia las palabras que en él se imprimían y mi corazón se sobresaltó de emoción. Las rimas del mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer estaban siendo leídas por aquella hermosa chica. Su pupila era azul y, al mirarla, recordé el trémulo fulgor de los rayos de la luna.

El tren se detuvo entonces, sobresaltándome. Giré los ojos hacia la ventanilla del vagón. Aquél era mi destino.

La miré otra vez, a ella. Quería decirla que era preciosa, invitarla a salir, a cenar y recogerla después entre mis brazos. Pero el tren iba a reemprender la marcha de un momento a otro. Tenía que elegir entre perder mi empleo o perder el amor de mi vida. Finalmente opté por la más racional y estúpido.

No la he vuelto a ver.

Publicado en la Revista Boulevard, por Iraultza Askerria