La semana pasada, sentado en los asientos del aeropuerto de Ginebra, aguardaba intranquilo la voz intrigante del megáfono. Mi vuelo de regreso se había retrasado hasta nuevo aviso debido a las constantes huelgas en aeródromos europeos. Cuando al fin sonó la voz, en un francés femenino y sensual, no escuché más que “ua-ua-ua-ua-ua”. Un balbuceo ininteligible que reflejaba mis escasos conocimientos idiomáticos.
Algo similar me ocurrió en Edimburgo cuando, habiendo perdido mi equipaje de mano -sí, mi equipaje de mano-, me entrevisté con la policía local, y en la conversación no pude entender más que “sfi-sfi-sfi-sfi-sfi”.
De la misma forma, supongo que si un anglo o francoparlante escuchase hablar mi gangoso castellano, sentiría resonar en su mente una onomatopeya del tipo: “bla-bla-bla-bla-bla”. Así que, en definitiva, independientemente del lado de la frontera en la que uno se encuentre, cuando se escucha hablar a un extranjero de idioma desconocido, sólo se percibe un murmullo ininteligible, un balbuceo impreciso, un “blablabla”.
Esta discordancia entre los pueblos, viene sucediendo desde tiempos inmemoriales: cuando las más incipientes civilizaciones comenzaron a conocerse unas a otras, como la egipcia, la asiria o la griega. Debido a que nuestra cultura es básicamente un legado grecorromano, lo más sencillo para nosotros es estudiar la cultura grecolatina.
Situémonos en la Edad del Hierro varios siglos antes del último milenio que antecedió a Cristo. El Peloponeso estaba dominado por la civilización micénica, fundando la base sobre la que se cimentaría la cultura griega. En la península cohabitaban varias tribus prehelénicas. Cada una de ellas hablaba su particular dialecto del griego, como el eólico o el jónico. Pero en cualquier caso, compartían un idioma similar y único que aglomeraba a estos pueblos bajo una misma cultura.
Naturalmente, lejos de la península del Peloponeso, habitaban otros pueblos, cuyo lenguaje nada tenía que ver con el idioma griego. Cuando las tribus prehelénicas escuchaban hablar a un extranjero sólo distinguían sílabas sin sentido, algo como “bar-bar-bar-bar-bar”.
Fuesen asirios, hititas o egipcios, los griegos englobaron a estos pueblos foráneos bajo un mismo nombre, del mismo modo que nosotros tenemos una palabra para ellos: “extranjero”. Este término que acuñaron los griegos fue: “barbaroi”.
Con los siglos, los griegos conformarían una civilización que no tendría parangón a nivel cultural, llegando a su apogeo con obras de poesía, epopeyas, tratados filosóficos y códices políticos. El idioma griego sería el más culto y el más avanzado de Europa hasta la consolidación del latín, el cual a su vez heredaría multitud de grecismos.
Para la civilización griega, el resto de pueblos cuyos lenguajes eran incomprensibles seguían siendo “barbaroi”, con un balbuceo confuso como única seña de identidad. Pero además, no eran tan cultos, refinados, educados y civilizados como el estado griego, que ya había alcanzado su cenit. Por tanto, el significado del término “barbaroi” evolucionó pasando de “gente que habla de manera extraña” o “no-griego” a “gente incivilizada, inculta, ignorante y tosca”. Esta designación se corresponde con el significado actual de la palabra “bárbaro”, que nosotros hemos heredado del latín y éste del griego.
Los romanos llamaron bárbaros a todos aquellos pueblos que limitaron con sus fronteras y, especialmente, a las tribus germánicas que finalmente destruyeron el Imperio Romano de Occidente. Asimismo, los romanos bautizaron los pueblos del norte de África como “bereberes”, que es una transliteración de la palabra bárbaro.
De esta forma, durante la consolidación del Imperio Romano, el mundo estaba dividido entre los habitantes latinos y los pueblos bárbaros, que ya no eran sencillamente tribus con un balbuceo ininteligible, sino gente incivilizada, inculta, bestias que sembraban el terror y la brutalidad por donde pasaban. Al menos estas fueron las descripciones que nos legaron los historiadores romanos, siempre tan demagogos.
Finalmente, la palabra bárbaro se convirtió en el adjetivo peyorativo que designa a cualquier persona “fiera, cruel, inculta, grosera o tosca” o más precisamente a “los pueblos que a partir del siglo V invadieron el Imperio Romano”; perdiendo su significado original de “extranjero” o “aquel que balbucea”.
Este es el origen etimológico del vocablo “bárbaro”. Yo, personalmente, y en mi orgullo más primordial y salvaje, diré que cuando estuve perdido en el aeropuerto de Ginebra y Edimburgo, me vi completamente rodeado de “bárbaros”.
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