Abriste la puerta de tu corazón
a ese niño perdido durante años
por el mundo.
Parecías el arco iris que siempre surge
a través de la lluvia,
como recordando la pervivencia de la luz
entre la agotadora lluvia.
Me acunaste entre tus manos,
entre tus senos,
entre tus labios,
y yo lloré como el niño,
como un hombre viejo
enzarzado con el vino.
Oro en la copa de mi mirada.
Espada desnuda que se bastó con tu vaina.
Y creció y creció
el niño mayor.
Dentro de ti había espacio para los griegos,
para las flores,
las luces,
colores;
para mi, para exnovios,
para ti, para exnovias
y recuerdos
y lamentos
y carcajadas
de gloria,
y también alguna lágrima
que sabía a íntima victoria.
Abriste la puerta de tu corazón
a un desconocido,
a un mendigo
que deambulaba por rotondas y veredas
pidiendo limosna,
limosneando ternura.
Monedas guardaba en unos bolsillos plagados de agujeros.
Pero tú me enseñaste a coser.
Remedaste las heridas,
aquellas por las que hervía la misoginia.
Me hiciste hombre,
no como aquellas
que me hicieron niño,
que llenaron de sales los criterios,
de azúcar mis celos
para ver o esconder o dar
la falsedad
del tarro de miel.
Pero tú fuiste diferente…
Apareciste embutida en la noche,
ebria de una mano, de una palabra lejana,
remota, inhóspita, secreta, antigua.
Y suena el vocablo: abierto,
cierto,
muerto
por la lengua que representaba
pero bien vivo por la boca
que lo pronunciaba.
Así me abriste la puerta,
me hiciste hombre,
guiaste al niño desamparado
y fuiste la ola que arrastra el pasado
para humedecer la arena infeliz
con la caricia de una sirena.
Y cuando la ola se retiró
la puerta siguió abierta.