Tenías el rostro desdibujado por las lágrimas.
El viento de la costa, tan irascible en los límites del litoral, te azotaba la cara helando el llanto de tus ojos y formando ríos de escarcha alrededor de tus mejillas. Los labios, timoratos, estaban húmedos de salitre y parecían descarnados a causa de los gemidos inconsolables de tu alma. La flor del verano que había sido tu rostro era ahora menos que un tallo de invierno.
Mientras tanto, se extendía ante ti el acantilado de la muerte, y el viento te arrastraba a su seno.