La calzada descendía suavemente sobre un pavimento pedregoso fruto de la fábrica de nuestros antiguos arquitectos medievales. El frío de la noche se desprendía de su oscura mortaja y abrazaba a las baldosas de piedra, mientras el sonido de una gaita surgía de la sólida protección de un soportal. Dentro, un joven vestido al estilo y forma de un highlander enarbolaba su instrumento musical como un habilidoso espadachín. El grave zumbido siempre incesante de la gaita me acompañó agradablemente durante todo el trayecto.
Me detuve un instante. Me giré, alcé la vista y me topé con la inmensa amplitud del castillo, una fortaleza antediluviana donde aguardaba una impresionante vista panorámica de la ciudad, sólo comparable con las perspectivas desde Calton Hill. Casi con detalle se podían entrever desde lo alto las parejas que paseaban por los jardines de los príncipes, y la eterna punta que sobresalía del café The Hub, en cuyo edificio, una antigua iglesia gótica, se celebraba el Festival Internacional de Edimburgo año tras año. En definidas cuentas, la panorámica desde la fortaleza era, sencillamente, sublime.
El castillo simbolizaba historia, épocas pasadas de reinados y férrea fe en el catolicismo. Su muralla se erguía como una eternidad indestructible. Los muchos cañones apostados en las almenas daban cuenta de la importancia defensiva de la que disfrutó. Además los muchos museos militares exclusivos de su interior hacían un repaso histórico de todos los percances bélicos que habían sucedido durante los postreros siglos.
Reemprendí la marcha, no sin recordar que un pequeño museo se alzaba medio oculto en aquella zona, y al que se llegaba tras atravesar un oscuro y estrecho close. El recinto honraba a tres de los más grandes y conocidos poetas del país, como lo eran Robert Burns, Robert Louis Stevenson y Sir Walter Scott.
Los versos del romanticismo me acompañaron durante el resto de la travesía. Me detuve al final de la calle, a la espera de que el semáforo de peatones me indicara que podía atravesar la calzada. Nunca me acostumbraría a esos pasos de cebra tan disímiles a los de mi tierra natal, y que en más de una ocasión me habían acarreado un disgusto.
Tras cruzar la calle, me encontré de lleno con la estatua de David Hume. Con su tono azulino, el códice apoyado en su rodilla y la toga cayendo hasta sus tobillos desnudos, me parecía más un antiguo pensador griego que un filósofo de la ilustración. El clasicismo me hizo esbozar una sonrisa, y tras atravesar la High Street me descubrí en la acera de la derecha.
Al fin, el estilo gótico, maravilloso, divino e inabarcable desempolvó las confusas memorias de mi última visita. Los órganos de las iglesias, los arcos en punta, las prodigiosas fachadas y esa arquitectura elevada hasta el grado máximo de la magnificencia aparecieron ante mí como un ansiado arcángel.
Se trataba de la catedral de Saint Giles. El edificio rezumaba historia; siglos de reforma y aprovisionamiento de estilos artísticos, centenares de voces eclesiásticas, un maremágnum de visitas turísticas y tantas veces modelo fotográfico. Al entrar por primera vez en la catedral, me había invadido… ¡la inmensidad! Las columnas enormes, las vidrieras policromas, la misteriosa planta que escondía secretos, la crónica de las coronaciones escocesas del medievo, las pinturas en relieve sobre los muros, las tumbas marmóreas y las bóvedas etéreas. El paraíso, si existía, había de tener la forma de esta catedral.
Seguí mi camino evocando aquel ejemplar concierto de coro con el que me había deleitado en el interior de St. Giles el pasado domingo. Luego, descendiendo por la calle peatonal, me topé con la estatua de Adam Smith, que daba la espalda al edificio religioso. Un buen amigo mío me lo había presentado como “el padre del capitalismo”, y siendo yo un pobre obrero, nunca tuve en estima a este economista escocés. Resulta que los prejuicios son mucho más poderosos que la verdad.
Perdido en mis elucubraciones, me percaté de que había pasado por alto el ayuntamiento de Edimburgo. Nunca había sido amigo de los remordimientos, con lo que proseguí mi camino, recordando, eso sí, mis gratas impresiones sobre la sede de la alcaldía. Estaba medio oculta tras una hilera de sencillos arcos, que tras franquearlos dejaban ver un monumento en forma de lápida que honraba a los caídos durante la primera y segunda guerra mundial. Cincelado en la piedra, un texto rezaba en letras capitales: “Their name liveth for evermore”, una frase vital sobre la que espero que no se esculpan más fechas. Tras flanquear el monumento, en el centro del atrio del ayuntamiento, se erigía una efigie de Alejandro Magno a lomos de Bucéfalo, su querido equino. Corría una curiosa leyenda en torno a las orejas del caballo, pero que debido a su falta de oficialidad, preferiré no referir. Si mi mente duda, que no duden mis palabras.
Hablando de leyendas, junto al ayuntamiento, o mejor dicho bajo él, se encontraba The Real Mary King’s Close. Se trataba de un angosto callejón que conducía a una atracción turística mezclada de historia y de terror. El guía te orientaba a través del subsuelo del ayuntamiento, mostrándote los diferentes pasadizos y casas que antiguamente habían conformado la ciudad. Un paraje actualmente tapiado, y que antaño, se había convertido en tumba de miles de edimburgueses debido a las plagas y a la peste.
Proseguí en mi descenso por la High Street, avistando a mi alrededor decenas de pubs con sus cimientos de madera y sus cálidas chimeneas, que daban al recinto un ameno toque hogareño y familiar. En sus interiores se podía disfrutar de una fría cerveza tostada siempre al amparo de música folclórica o degustar exquisitos platos: desde una sopa de verduras, perfecto mal contra el frío de aquellas latitudes, hasta una hamburguesa de vacuno con sus peculiares lonchas de beicon, tan sabrosas. La reminiscencia me abrió el apetito, pero decidí proseguir mi camino.
Cuando quise darme cuenta, tropecé con la ancha avenida de North Bridge, que atravesaba la Royal Mine para conectar con Princess Street. Aguardé impaciente a que el semáforo detuviera el constante ajetreo de vehículos, entre los que sobresalían los imponentes autobuses de dos pisos, muchos de ellos reservados a los turistas.
Al fin cruce la avenida y poco después, a mi izquierda descubrí la casa más antigua de la ciudad medieval, cuya edificación databa del año 1490 y en la que vivió años después el sacerdote protestante John Knoz, fundador del presbiterianismo. A pesar de las reformas, aún podían observarse los antiguos muros de piedra de la fachada.
Dejé atrás la antediluviana morada para conectar con Canongate, el último recorrido de mi trayecto. Aquí la calle se estrechaba. Incluso parecía perder el lujo y el encanto original de High Street, pero lo cierto es que Canongate escondía tanta historia como el recorrido anterior. Prueba de ello radicaba en el Museo de Edimburgo, que contenía piezas indispensables del pasado de la capital, ancestrales planos de la metrópoli e incluso una maqueta de la misma que databa de la época de María Estuardo, lo cual contribuía a comparar su construcción pasada con su modernidad actual.
Justo en frente se erigía The People’s Story, museo que reproducía la vida de la urbe de Edimburgo de los últimos tres siglos. El edificio estaba coronado por un peculiar reloj en forma de cubo, en el que era imposible no fijarse, y que sólo mirarlo transportaba al espectador a otra era pasada y ficticia, como un lejano oeste estancado en un desierto infernal, pero bajo la dominación de una civilización tecnológicamente avanzada.
El pasado, junto a sus muertos, residía junto a este museo dentro del camposanto de Canongate, algo menos numeroso y recargado que el cementerio de Calton Hill, pero igual de importante, pues albergaba a un personaje tan prestigioso como Adam Smith, anteriormente mencionado.
Con la huella del capitalismo arrastrándose en mis memorias, seguí calle abajo, por la acera de la diestra. A los pocos metros, vislumbré la fachada vanguardista del parlamento escocés, con sus paredes medio circulares provistas de efigies en relieve y de multitud de célebres citas manifestadas por personajes de toda índole. Uno podía transcurrir varios minutos leyendo las frases cinceladas en la pared o conjeturando sobre las formas geométricas e irracionales que se dibujaban en aquellos muros, en un intento de adivinar el objetivo de su autor, el arquitecto catalán Enric Miralles. No tengo más remedio y mayor desgracia que declarar que el artista murió antes de ver finalizada la obra.
La democracia moderna consolidada en parlamentos y congresos alrededor de todo el mundo resultaban ser los monumentos contemporáneos del presente. En un mundo en que la religión cristiana parecía condenada al olvido, la supremacía artística de sus catedrales y monasterios era reemplazada por el vanguardismo arquitectónico de foros, ministerios, concejalías y ayuntamientos. Una prueba de ello se encontraba sin duda en el mencionado edificio parlamentario, que se encontraba frente a otro de los elementos más cotizados de la arquitectura: el palacio real.
Al fin, había llegado. Me detuve al otro lado de la acera, frente al palacio de Holyroodhouse, el final de la milla real. Historias, reinados, coronaciones, ceremonias eclesiásticas, siglos de leyendas y de simbología real se aunaban tras los muros de la casa solariega. Construida hace nueve siglos como una abadía, la residencia real fue añadida al final de la edad media, en un estilo clásico y magno. Su interior, con su decorado barroco, exhibía las comodidades a las que se acostumbraban los integrantes de la realeza. El palacio fue residencia de la célebre y desgraciada María Estuardo, reina de Escocia, siendo en la actualidad propiedad de la reina Isabel II. La mencionada abadía se había derrumbado en el siglo XVIII, y sus ruinas eran hoy en día una escasa muestra de lo que realmente fue. Pero desafortunadamente, el tiempo devoraba las obras más significativas del ser humano y llegado a ese punto sólo nos quedaba la imaginación para reconstruir lo que nos hubiera gustado conocer.
Me volví y alcé la vista. Calle arriba, intenté vislumbrar los muros del castillo, pero me fue imposible. Había recorrido en apenas media hora la milla escocesa que separaba la fortaleza del palacio. La milla real, la milla de oro. Así la llamaban. Un camino de mil ochocientos siete metros colmado de catedrales, museos, hostales, tabernas y restaurantes, centros de turismo, edificios gubernamentales, cementerios y palacetes. Los recuerdos habían aflorado en mi corazón con cada paso, con cada andar. Estaba completamente embriagado con el esplendor de una de las ciudades más bonitas de Europa, de Edimburgo, apodada la Atenas del Norte. Si tuviera que elegir otro lugar de nacimiento sería éste.
Desde aquí mi tributo a esta preciosa caminata, cuyos metros represento en forma de palabras.