El afeite de tu sexo desnudo ante mis labios rojos parece más un caramelo envuelto en elegantes galas que un órgano cercano y tangible que tañer con la boca. Lo contemplo inmóvil, pletórico, radiante en su rocío, empañado de miel y encanto, y temo que, si lo beso, sea condenado al averno por haber degustado la fruta prohibida.Por ello, me quedo quieto, distante a menos de cuatro centímetros, intentando decidir qué hacer con mi vida en un momento tan crucial como aquel, mientras tu cuerpo de nieve y chocolate se desprende de la realidad esperando una caricia de fuego.
Al final, me decido: unto mis labios entre los tuyos, me lleno de la suavidad de tus muslos colorados y al momento de saborearte comprendo por qué Eva tampoco se arrepintió de hacerlo.