Tus pestañas parecían derretirse como cera bajo el influjo de mis besos. Con los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, te rendías ante los encantos de un desconocido, que bien podría haber sido un violador o, peor aún, un asesino.
Pero cuando mis labios actuaban, no había mujer que pudiera resistirse a mis sortilegios.
Esto lo descubrí siendo adolescente, cuando me revolqué en la playa con la chica más egocéntrica, prepotente, avariciosa e irascible de todo el instituto. Una vez mis labios rozaron los suyos, la chica dejó a un lado su carácter ególatra para convertirse en una princesa en apuros, dulce e inocente. A mi merced.
Igualmente, a ti te tocaba ahora estar a merced de mi voluntad, sin más defensa que un agudo gemido atemporal que poco me importaba escuchar.
Lo cierto es que terminé rápidamente contigo y con tu complacencia empalagosa, y después de eso, abandoné tu lecho, tu habitación y tu casa para rendirme a la penumbra de la noche; igual que tantas otras veces había hecho ya.
Al fin, exhalando la libertad de la madrugada, deambulé sin destino alguno por las avenidas y los parques de Ginebra. La luna me perseguía, acosadora, desde aquella lejana vez en la cual alcé la cabeza y sin pensarlo mucho le lancé un beso desde la Tierra. Desde entonces, ella tampoco había podido resistirse a mis labios, y me seguía a todas partes.
En este punto, me perdí en el amplio Parque de los Bastiones. Crucé sus calzadas pedregosas, avancé por el Muro de los Reformadores y me encaminé hacia los gigantescos tableros de ajedrez pintados en la misma plaza. Llegué a un recodo y me detuve un instante junto a un enorme matorral de forma triangular.
Alcé la vista por encima del arbusto y visualicé a una joven pareja acomodada en un banco metálico de color verde. Una farola se alzaba por encima de ellos, iluminando a los amantes como el foco de un teatro. Al ver tanta luminosidad, yo me sentí desterrado a una sombra perpetua de la que no podía escaparme.
El chico se encontraba sentado en el banco. La chica se había acomodado sobre la cadera de su amante con las piernas flexionadas y abiertas. Ella se inclinaba para besarle en la boca apasionadamente. El chico parecía extasiado ante los besos de su amante y pude ver en sus ojos el mismo destello, el mismo gozo, la misma falta de voluntad que yo veía en todas las mujeres que probaban mis labios. En ese instante, la chica volvió la cabeza hacia mí y me miró con sus ojos radiantes, seguros, lujuriosos e indiscutibles.
Sentí envidia, deseo y un tímido agarrotamiento en mis músculos.
Acababa de encontrar a mi media naranja.
Iraultza Askerria