Ene242019
Archivo de la categoría: Relatos
Ene222019
El bosque que chilla
Ene152019
Carthago delenda est
Avanzan las legiones victoriosas entre fuegos y escombros. Sortean los miembros amputados, las espadas melladas… Los últimos esclavos han levantado breve resistencia, infructuosa como la petición de piedad. Los vencedores cumplen órdenes sin valorar la maldad de sus actos. Siguen adelante.
Varios bueyes trabajan detrás, resignados, arando la tierra de otrora una gran ciudad. Los surcos, como venas abiertas, se llenan de sal y malos augurios. Muere la flora y la fauna se envenena.
La guerra prosigue su curso germinando a sus anchas.
Ene102019
La noche azul
Una sombra se escabulló entre mis sábanas y me apretó el pecho con una tenaza aterciopelada. Fuerte… fuerte… fuerte. Fuerte y tenaz. Pero no dolorosa. Sino suave… suave… suave como el terciopelo.
Su hálito sabía a mar. Su boca a estrellas. Sus ojos… agua. Cielos y océanos desbordándose en cataratas como una noche que se desprende de su luctuosa mortaja y se atavía con un vestido de gala azul.
Así era aquella sombra que se escabulló entre mis sabanas: una noche azul.
Me besó… me acarició con seda… me arropó, cariñosa… me embriagó de néctar. Me mordió… ¡me saboreó! Me fumó, me cantó, me partió en dos, me comió, me pintó de saliva, me cosió a su piel, me acorraló…
Hizo todo lo que quiso. Y yo la dejé; dejé que la noche azul hiciera conmigo cuanto quisiera.
Ene12019
Diario de escribano
Escribo páginas en el cristal rosa de tu carne. Es mi dedicatoria, mi confesión, mi forma de amarte más allá de la poesía. Con la tinta de mi boca elaboro palabras infinitas, cuyas sílabas bordean tu cuerpo de musa y estrella.
En la blancura de tu pecho tatúo un soneto, y más abajo, donde la depilación desviste la epidermis, pinto una lira de voz dormida, muy cerca de tu sexo arrogante.
Eres mi diario. En ti transcribo las ilusiones y las promesas, que siempre se cumplen gracias a tu lealtad. No hay enumeración de deseos que no encuentre la realidad tras tus manos de algodón. Celulosa mía, me gravas de creatividad mientras me cedes el honor de escribirte un universo literario.
A ti te dedico toda mi imaginación.
Dic272018
Romperse en pedazos
Te doy un soplo de aire. Te muerdo la boca. La mejilla. El cuello. Te vuelvo a morder. Torturo tu alma de doncella y azoto tus carnes. Tu cabeza contra la almohada. Tu espalda arqueada. Mi cuerpo sobre el tuyo, un Atlas que te aplasta. Tu vientre fino soportando la Bóveda Celeste. Corre alrededor del mundo. Corre. Córrete. Grita, húndete en la miseria de eyacular sobre mis dedos.
Lo has hecho. Te has deshecho. Hojarasca mojada. Mi mano naufragada en tu sexo. Aprieto entre los muslos. La temperatura decrece. Relajación. Sosiego. Un beso en tus mejillas. Tus párpados se abren. Me miras fatigada. Te miro con ganas de fatigarme.
Abandono tus piernas y asciendo al horizonte. Me acomodo sobre las montañas. Divino soporte de estrellas. El cometa endurecido, con su cola que se hace y se deshace constantemente. Tus manos lo envuelven y me rompo en pedazos.
Dic202018
Sexología
Llegué a tu habitación en silencio, y ni siquiera te diste cuenta de mi presencia. Tras ocho horas, seguías sumida en el intenso estudio, repasando una y otra vez más y más apuntes universitarios. Con los codos hincados sobre el escritorio y el cabello ocultándote la cara como una cascada de sombras, no había gesto que pudiera divisar en tu rostro. Sin embargo, contemplé tu espalda curvada, algo separada del respaldo de la silla, como tendida sobre la mesa, lo que me obligó a pensar que estabas excesivamente cansada.
Me coloqué detrás de ti como una sombra y te tomé los hombros con las manos. Entonces te percataste de que estaba ahí. No dijiste nada, y te dejaste llevar por la sosegada sensación de mis dedos al masajear tiernamente la piel de tu cuello. Bajé luego por los omóplatos y te presioné a ambos lados de las vertebras. Te recogí posteriormente el cabello en una coleta y te tiré hacia atrás. Con tu cabeza vuelta antinaturalmente, mis ojos encontraron los tuyos. Bajé los labios y te besé. Lo recibiste encantada. Profundamente.
Solté la veda al soltarte el pelo. Te cogí de los brazos y te levanté con tanta brusquedad que la silla se cayó a un lado. Fue un golpe estruendoso, pero no tanto como el desgarro de tu camiseta azul, que en realidad era mía, al ascender violentamente por tu pecho, coronar tu cabeza de algodón y desaparecer de la escena un segundo después.
Mientras te besaba, te arranqué las tetas del ceñido sujetador que llevabas. Las mismas afloraron como pelotas de goma, gigantescas, suaves, esponjosas. Tortitas de chocolate. Aún llevabas el pantalón del pijama. Yo mis vaqueros. Guíe tus manos a mi cintura para que acelerases la tarea, mientras yo hacía lo propio con tus muslos.
En un momento, nos quedamos en ropa interior, frente al escritorio, en un revoltijo de gruñidos, gemidos y brazos que chocaban contra otros brazos. La desorientación nos llevó a mordernos y a arañarnos, pero todavía así, acertamos a despojarnos por completo. Tenía la polla dispuesta para ti. Tus ingles olían a garantía, a estrés y a necesidad.
Te levanté de la cintura y te dejé reposando sobre el escritorio, sobre los amargos papeles que un minuto atrás habías estado estudiando, ávidamente. Con la misma avidez, me ubiqué entre tus piernas, restregando mi sexo contra el tuyo. Tus pechos quedaron a la altura de mi boca. Los mordí como un bárbaro, y entonces, solo entonces, te penetré.
Te machaqué el vientre, machacándomela en tu interior. Te embestí una y otra vez, mientras tu culito prominente chocaba contra la estantería que descansaba sobre la mesa. De seguro que te estabas clavando las romas puntas en la espalda, mientras yo te clavaba el clavo mayor, y entre tantos trabajos domésticos, domesticaba tu cuerpo sexy y tibio de inteligencia.
Transpiramos como dos cachorros sedientos. Manchamos el escritorio y todo su contenido con algo más que sudor. Ya no podrías aprender más de tus cuadernos, tus apuntes, tus libros. Estaban mancillados por la pasión del momento, la bestialidad del sexo, la necesidad de amarte y de que me amases sin pensar en las consecuencias.
Cuando fuiste consciente de que cualquier estudio había tocado su fin, te apretaste contra mi cuerpo, subiste a mi cadera y te quedaste suspendida en el aire, solo sujeta por el miembro viril que abrazabas entre los muslos. Subiste y bajaste como un tiovivo, como un ascensor, como un elevador hacia el cielo, sin que yo pudiera resistir más el vertiginoso balanceo.
En ese momento me corrí, y los dos caímos rendidos al suelo.
Dic182018
Mi reloj
En esa eternidad nuestra, no podrías separarte de mí. Serías mi alma gemela, mi sombra, mi intuición y mi voz, mi sentimiento y mi felicidad. Cada uno de los impulsos eléctricos de mi piel y mi capacidad de absorción de ideas. Podría dejarte que fueras yo mismo inclusive.
Sin miedo al pasado y sin recelo del futuro, solo existiría nuestro presente. Me encerraría contigo en la habitación blanca de un hotel, y en ella te haría el amor para luego leer las huellas de mis besos sobre tu piel incandescente, y entre los lapsos de cada lectura, aprovecharía para escribirte cuánto te amo.
Al ser amo y señor de tu tiempo, estaría tan pendiente de ti que incluso soñaríamos las mismas cosas, y al final, tú también te convertirías en la dueña de mis horas y mis días.
La aguja de mi reloj vital; la luz de mi reloj de sol; la tierra de mi reloj de arena.
Dic112018
La caricia
Dic62018
Los hombres de traje
Durante siglos la región había perdurado en paz y armonía, sin nada que pudiera romper su aparente tranquilidad. Los ganaderos ofrecían leche a cambio de hortalizas y los agricultores trucaban trigo y cereales por tocino y panceta. Los carpinteros tallaban muebles y estanterías compensando las obras de los albañiles.
Pero entonces llegaron los Hombres de Traje, como una peste. Pronto comenzaron a propagar sus ideas individualistas basadas en el libre comercio; unas ideas de las que nadie pudo escapar. Los cultivos gritaron de hambre. Los animales lloraron la pérdida de su relación amistosa con los amos en pro de un estado de subordinación basado en el patrimonio. Los conceptos amables sobre la familia se descompusieron en el deleznable principio de intentar llegar más lejos que la abuela y el padre. Ser más, tener más era la clave.
Mi hija fue uno de los primeros casos que se dieron en la aldea. Era taciturna, sencilla y trabajadora. Se llevaba bien con las vecinas, abría las puertas a hombres derechos y responsables y era una devota seguidora de Jesús. Sin embargo, todo se torció cuando conoció a aquel hombre lujurioso que se comportaba como un adivino y un defensor de la libertad. Pregonaba que lo caro era lo mejor y despreciaba todo cuanto la tradición y el esfuerzo de nuestros antepasados había conseguido. Y como si fuera su media naranja, mi hija se enamoró de él.
De esta forma, mi querida primogénita emigró a la ciudad, donde se afincó renegando de su origen. Cuando venía de visita, movía la cabeza de un lado a otro delicadamente, menospreciando la vida rural y nuestros vagos conocimientos sobre la tierra y el cielo. Defendía duramente una sabiduría llamada ciencia, que podía prevenir terremotos y tormentas, y unas pociones mágicas que protegían los cultivos de cualquier parásito o insecto. También hablaba de una magia brillante llamada electricidad y de una nueva corriente religiosa que tomaba el nombre de ateísmo. A mí, todo aquello me resultaba amoral, recóndito y perverso. Nunca había visto una ciudad, pero estaba claro que se trataba del infierno.
En cualquier caso, mi hija empezó a reducir sus espontáneas visitas al pueblo, y en su lugar, comenzaron a llegar más y más Hombres de Traje. Hablaban de una ley, de una constitución, de derechos y deberes, de un precio estipulado para la venta de productos que no eran suyos, de una consigna llamada arrendamiento y del término préstamo. Esto “préstamo”, además de “intereses”, lo decían mucho.
Poco a poco las cosas cambiaron en el pueblo. Los vecinos dejaron de hacer trueque entre ellos, y despachaban sus productos a unos señores vestidos de negro, que siempre traían un maletín de cuero repleto de papeles verdes. A cambio de la leche o del cerdo o de las verduras, entregaban una decena de aquellas papeletas que según ellos tenía un valor incalculable. Al parecer, servían para conseguir cuanto quisiéramos.
Con este efecto, arribaron unos enormes artefactos de acero y ruedas, parecidos a los carros que utilizábamos en los campos, pero mucho más ruidosos y grandes. Dentro transportaban la leche, la carne y la fruta que habíamos vendido a los Hombres de Traje, y ellos a su vez, nos la vendían a nosotros a cambio de esos preciados papeles que llamaban dinero.
A mí aquello me daba mala espina, pero no tuve tiempo de alertar a mis vecinos. Uno de ellos se compró un artilugio denominado radio. Era un aparato parlanchín, que hablaba de gente que no conocíamos de nada y de un juego muy competitivo apodado “fúbol”, que triunfaba en el resto del mundo. Aquella máquina causó furor, y pronto, todos los parroquianos querían tener su propia máquina cotorra.
Luego de un tiempo, la mayoría se había cansado de la radio y merced a los papeles que intercambiaban con los Hombres de Traje, abonaron el precio de una televisión. Era una especie de ventana negra a través de la cual podían verse otras partes del mundo. Incluso los partidos del tan aclamado “fúbol”.
Casi al instante, mis vecinos empezaron a discutir qué equipo de “fúbol” era el más poderoso, y se formaron verdaderas disputas en torno a ello. Incluso hubo alguna pendencia a puñetazos, algo que no había visto desde el último lío de faldas de mi primo Miguel.
Tras esto llegaron los insecticidas, el cáncer, el ordenador, las gafas, la impresora, los incendios forestales, la vídeoconsola, el colesterol, el móvil y el estrés. Todo en ese orden. Los vecinos se habían olvidado de hablar entre ellos y se comunicaban por correo… electrónico.
Unos años después, el pueblo ya no se conocía a sí mismo. La mayoría de los vecinos tenía un coche, un préstamo bancario, una casa en la costa, una hipoteca desorbitada, multitud de aparatos eléctricos y acciones en bolsa.
Luego llegó La Crisis. Nunca supe lo que era. Mi salud seguía fuerte y lozana a pesar de mis ciento setenta años. Mi casa seguía en pie con su chimenea de leña y su pozo acuífero junto al establo. Mis vacas pastaban con normalidad y mis cultivos seguían produciendo trigo, hortalizas y frutas. Pero al resto de mis compatriotas debió afectarles La Crisis. Y no fueron las únicas personas.
Unos meses más tarde, mi hija regresó al pueblo, llorando. Se me rompió el corazón cuando la vi tan desmejorada. Me contó que un banco la había desahuciado, que había tenido que vender todas sus pertenencias, que su jefe la había despedido por un tema de recortes y que no tenía ni dinero ni trabajo.
Yo, como un buen padre, la abracé con fuerza. «Cielo», le dije, «no te preocupes; en el campo siempre tendremos trabajo.»