La Milla Real de Edimburgo

La calzada descendía suavemente sobre un pavimento pedregoso fruto de la fábrica de nuestros antiguos arquitectos medievales. El frío de la noche se desprendía de su oscura mortaja y abrazaba a las baldosas de piedra, mientras el sonido de una gaita surgía de la sólida protección de un soportal. Dentro, un joven vestido al estilo y forma de un highlander enarbolaba su instrumento musical como un habilidoso espadachín. El grave zumbido siempre incesante de la gaita me acompañó agradablemente durante todo el trayecto.

Me detuve un instante. Me giré, alcé la vista y me topé con la inmensa amplitud del castillo, una fortaleza antediluviana donde aguardaba una impresionante vista panorámica de la ciudad, sólo comparable con las perspectivas desde Calton Hill. Casi con detalle se podían entrever desde lo alto las parejas que paseaban por los jardines de los príncipes, y la eterna punta que sobresalía del café The Hub, en cuyo edificio, una antigua iglesia gótica, se celebraba el Festival Internacional de Edimburgo año tras año. En definidas cuentas, la panorámica desde la fortaleza era, sencillamente, sublime.

El castillo simbolizaba historia, épocas pasadas de reinados y férrea fe en el catolicismo. Su muralla se erguía como una eternidad indestructible. Los muchos cañones apostados en las almenas daban cuenta de la importancia defensiva de la que disfrutó. Además los muchos museos militares exclusivos de su interior hacían un repaso histórico de todos los percances bélicos que habían sucedido durante los postreros siglos.

Reemprendí la marcha, no sin recordar que un pequeño museo se alzaba medio oculto en aquella zona, y al que se llegaba tras atravesar un oscuro y estrecho close. El recinto honraba a tres de los más grandes y conocidos poetas del país, como lo eran Robert Burns, Robert Louis Stevenson y Sir Walter Scott.

Los versos del romanticismo me acompañaron durante el resto de la travesía. Me detuve al final de la calle, a la espera de que el semáforo de peatones me indicara que podía atravesar la calzada. Nunca me acostumbraría a esos pasos de cebra tan disímiles a los de mi tierra natal, y que en más de una ocasión me habían acarreado un disgusto.

Tras cruzar la calle, me encontré de lleno con la estatua de David Hume. Con su tono azulino, el códice apoyado en su rodilla y la toga cayendo hasta sus tobillos desnudos, me parecía más un antiguo pensador griego que un filósofo de la ilustración. El clasicismo me hizo esbozar una sonrisa, y tras atravesar la High Street me descubrí en la acera de la derecha.

Al fin, el estilo gótico, maravilloso, divino e inabarcable desempolvó las confusas memorias de mi última visita. Los órganos de las iglesias, los arcos en punta, las prodigiosas fachadas y esa arquitectura elevada hasta el grado máximo de la magnificencia aparecieron ante mí como un ansiado arcángel.

Se trataba de la catedral de Saint Giles. El edificio rezumaba historia; siglos de reforma y aprovisionamiento de estilos artísticos, centenares de voces eclesiásticas, un maremágnum de visitas turísticas y tantas veces modelo fotográfico. Al entrar por primera vez en la catedral, me había invadido… ¡la inmensidad! Las columnas enormes, las vidrieras policromas, la misteriosa planta que escondía secretos, la crónica de las coronaciones escocesas del medievo, las pinturas en relieve sobre los muros, las tumbas marmóreas y las bóvedas etéreas. El paraíso, si existía, había de tener la forma de esta catedral.

Seguí mi camino evocando aquel ejemplar concierto de coro con el que me había deleitado en el interior de St. Giles el pasado domingo. Luego, descendiendo por la calle peatonal, me topé con la estatua de Adam Smith, que daba la espalda al edificio religioso. Un buen amigo mío me lo había presentado como “el padre del capitalismo”, y siendo yo un pobre obrero, nunca tuve en estima a este economista escocés. Resulta que los prejuicios son mucho más poderosos que la verdad.

Perdido en mis elucubraciones, me percaté de que había pasado por alto el ayuntamiento de Edimburgo. Nunca había sido amigo de los remordimientos, con lo que proseguí mi camino, recordando, eso sí, mis gratas impresiones sobre la sede de la alcaldía. Estaba medio oculta tras una hilera de sencillos arcos, que tras franquearlos dejaban ver un monumento en forma de lápida que honraba a los caídos durante la primera y segunda guerra mundial. Cincelado en la piedra, un texto rezaba en letras capitales: “Their name liveth for evermore”, una frase vital sobre la que espero que no se esculpan más fechas. Tras flanquear el monumento, en el centro del atrio del ayuntamiento, se erigía una efigie de Alejandro Magno a lomos de Bucéfalo, su querido equino. Corría una curiosa leyenda en torno a las orejas del caballo, pero que debido a su falta de oficialidad, preferiré no referir. Si mi mente duda, que no duden mis palabras.

Hablando de leyendas, junto al ayuntamiento, o mejor dicho bajo él, se encontraba The Real Mary King’s Close. Se trataba de un angosto callejón que conducía a una atracción turística mezclada de historia y de terror. El guía te orientaba a través del subsuelo del ayuntamiento, mostrándote los diferentes pasadizos y casas que antiguamente habían conformado la ciudad. Un paraje actualmente tapiado, y que antaño, se había convertido en tumba de miles de edimburgueses debido a las plagas y a la peste.

Proseguí en mi descenso por la High Street, avistando a mi alrededor decenas de pubs con sus cimientos de madera y sus cálidas chimeneas, que daban al recinto un ameno toque hogareño y familiar. En sus interiores se podía disfrutar de una fría cerveza tostada siempre al amparo de música folclórica o degustar exquisitos platos: desde una sopa de verduras, perfecto mal contra el frío de aquellas latitudes, hasta una hamburguesa de vacuno con sus peculiares lonchas de beicon, tan sabrosas. La reminiscencia me abrió el apetito, pero decidí proseguir mi camino.

Cuando quise darme cuenta, tropecé con la ancha avenida de North Bridge, que atravesaba la Royal Mine para conectar con Princess Street. Aguardé impaciente a que el semáforo detuviera el constante ajetreo de vehículos, entre los que sobresalían los imponentes autobuses de dos pisos, muchos de ellos reservados a los turistas.

Al fin cruce la avenida y poco después, a mi izquierda descubrí la casa más antigua de la ciudad medieval, cuya edificación databa del año 1490 y en la que vivió años después el sacerdote protestante John Knoz, fundador del presbiterianismo. A pesar de las reformas, aún podían observarse los antiguos muros de piedra de la fachada.

Dejé atrás la antediluviana morada para conectar con Canongate, el último recorrido de mi trayecto. Aquí la calle se estrechaba. Incluso parecía perder el lujo y el encanto original de High Street, pero lo cierto es que Canongate escondía tanta historia como el recorrido anterior. Prueba de ello radicaba en el Museo de Edimburgo, que contenía piezas indispensables del pasado de la capital, ancestrales planos de la metrópoli e incluso una maqueta de la misma que databa de la época de María Estuardo, lo cual contribuía a comparar su construcción pasada con su modernidad actual.

Justo en frente se erigía The People’s Story, museo que reproducía la vida de la urbe de Edimburgo de los últimos tres siglos. El edificio estaba coronado por un peculiar reloj en forma de cubo, en el que era imposible no fijarse, y que sólo mirarlo transportaba al espectador a otra era pasada y ficticia, como un lejano oeste estancado en un desierto infernal, pero bajo la dominación de una civilización tecnológicamente avanzada.

El pasado, junto a sus muertos, residía junto a este museo dentro del camposanto de Canongate, algo menos numeroso y recargado que el cementerio de Calton Hill, pero igual de importante, pues albergaba a un personaje tan prestigioso como Adam Smith, anteriormente mencionado.

Con la huella del capitalismo arrastrándose en mis memorias, seguí calle abajo, por la acera de la diestra. A los pocos metros, vislumbré la fachada vanguardista del parlamento escocés, con sus paredes medio circulares provistas de efigies en relieve y de multitud de célebres citas manifestadas por personajes de toda índole. Uno podía transcurrir varios minutos leyendo las frases cinceladas en la pared o conjeturando sobre las formas geométricas e irracionales que se dibujaban en aquellos muros, en un intento de adivinar el objetivo de su autor, el arquitecto catalán Enric Miralles. No tengo más remedio y mayor desgracia que declarar que el artista murió antes de ver finalizada la obra.

La democracia moderna consolidada en parlamentos y congresos alrededor de todo el mundo resultaban ser los monumentos contemporáneos del presente. En un mundo en que la religión cristiana parecía condenada al olvido, la supremacía artística de sus catedrales y monasterios era reemplazada por el vanguardismo arquitectónico de foros, ministerios, concejalías y ayuntamientos. Una prueba de ello se encontraba sin duda en el mencionado edificio parlamentario, que se encontraba frente a otro de los elementos más cotizados de la arquitectura: el palacio real.

Al fin, había llegado. Me detuve al otro lado de la acera, frente al palacio de Holyroodhouse, el final de la milla real. Historias, reinados, coronaciones, ceremonias eclesiásticas, siglos de leyendas y de simbología real se aunaban tras los muros de la casa solariega. Construida hace nueve siglos como una abadía, la residencia real fue añadida al final de la edad media, en un estilo clásico y magno. Su interior, con su decorado barroco, exhibía las comodidades a las que se acostumbraban los integrantes de la realeza. El palacio fue residencia de la célebre y desgraciada María Estuardo, reina de Escocia, siendo en la actualidad propiedad de la reina Isabel II. La mencionada abadía se había derrumbado en el siglo XVIII, y sus ruinas eran hoy en día una escasa muestra de lo que realmente fue. Pero desafortunadamente, el tiempo devoraba las obras más significativas del ser humano y llegado a ese punto sólo nos quedaba la imaginación para reconstruir lo que nos hubiera gustado conocer.

Me volví y alcé la vista. Calle arriba, intenté vislumbrar los muros del castillo, pero me fue imposible. Había recorrido en apenas media hora la milla escocesa que separaba la fortaleza del palacio. La milla real, la milla de oro. Así la llamaban. Un camino de mil ochocientos siete metros colmado de catedrales, museos, hostales, tabernas y restaurantes, centros de turismo, edificios gubernamentales, cementerios y palacetes. Los recuerdos habían aflorado en mi corazón con cada paso, con cada andar. Estaba completamente embriagado con el esplendor de una de las ciudades más bonitas de Europa, de Edimburgo, apodada la Atenas del Norte. Si tuviera que elegir otro lugar de nacimiento sería éste.

Desde aquí mi tributo a esta preciosa caminata, cuyos metros represento en forma de palabras.

Iraultza Askerria

Por respeto a la monarquía

Me parece ésta una semana agitada, políticamente hablando. Los chismes se reproducen como plagas y las catástrofes acechan en cada titular de los periódicos. Desde el codiciado petróleo de Argentina hasta las selvas africanas de Bostwana, donde un tierno elefante yace abatido por la puntería de un rey. Una pena que su nieto no haya heredado la misma habilidad. Con todo esto, muchos de los diarios actuales han tratado de diferente manera la monarquía, ya sea para defender su institución o atacar a alguno de sus integrantes. En esto pienso, cuando recuerdo la última vez que coincidí con el rey español, en un acontecimiento público. Acaeció en la pálida Cádiz durante el bicentenario de la Constitución de 1812, La Pepa. Yo me encontraba en el Oratorio San Felipe Neri, acompañando a los coordinadores de mi partido político. Nuestro apoyo a la democracia era incuestionable y así queríamos demostrarlo acudiendo a aquella importantísima cita; una constitución, sea o no la más progresista, siempre debe ser honrada.La celebración transcurrió sin incidentes y sorpresas, con discursos ensalzadores y retazos históricos. Hasta que el rey Juan Carlos I tomó la palabra. Recuerdo que en ese momento mi corazón comenzó a clamar por la Constitución de 1931. Quizá por ello, haya olvidado el contenido de la arenga del monarca.

Lo que recuerdo con exactitud, y quizá fue lo que me despertó del pasmo, es como el público estalló en un aplauso al término del discurso del rey. Yo, por mi parte, contribuí a la ovación, con mi espíritu republicano y a pesar de que alguno de mis camaradas no lo hizo. Yo aplaudí, ¡claro que sí! ¿Y por qué? Porque acostumbro a aplaudir a los oradores de discursos, por simple respeto. Esgrimí el mismo gesto con el presidente del gobierno y con el doloroso gol que nos marcaron en la final de copa, años atrás. Simplemente, respeto. Nada más. El respeto es la base del progreso democrático. A pesar de no defender la monarquía, tengo el deber de respetarla. Y viceversa.

Por eso aplaudí.

En esto estaba pensando, cuando me encuentro con un profético titular del diario ABC. En sus párrafos, leo lo siguiente:

El ministro no consideró necesario que PP y PSOE alcancen un Pacto de Estado sobre la institución de la Monarquía y recordó que todos los grandes partidos han «escenificado su apoyo a la Corona» con los aplausos cerrados que han brindado al Rey en fechas recientes. Primero, en la inauguración de la actual legislatura y, después, con motivo de la celebración del bicentenario de la Constitución de Cádiz.

ABC

Entonces vuelvo a recordar mi aventura en la hermosa Cádiz: mis manos ovacionando al rey orador y mis compañeros cruzados de brazos. Sólo por eso se considera que apoyo a la Corona. Errónea interpretación.

La próxima vez ya sé que NO tengo que hacer.

Iraultza Askerria

Lo que de verdad pensamos

Me siento ultrajado, completamente ultrajado. Siento que se ríen de mí —y de nosotros—. Siento mis rodillas desgarradas ante tanto arrastre de confianza —y los codos también—. Siento la mente torturada —mejor no hablar del corazón—. Y mi confianza pateada —y la vuestra también— como una víctima del nazismo.

¿A qué se debe esta quejumbrosa ofensa?

Muy sencillo:

«Ahora que ya no estamos en campaña electoral y han pasado las elecciones andaluzas y generales, los políticos debemos decir lo que de verdad pensamos, aunque a veces sea políticamente incorrecto.»

¿Lo que de verdad pensamos? Guauuuuu… y discúlpenme por la expresión: menudos cojones.

Así es, de la boca de un político —un senador para más señas— han surgido estas ominosas palabras que parecen mofarse de la democracia, las elecciones, la confianza de los votantes y las promesas de los políticos. Si ya nadie se fiaba de estos —o muy pocos—, ¿quién lo hará ahora a partir de esta injuria?

La política española se ha puesto en duda a lo largo de los años. En este país de pandereta, de vagos, maleantes y corruptos, los electores depositamos la confianza en aquellos que promueven iniciativas para remodelar el país positivamente y para contribuir a la mejora y al progreso. Depositamos nuestra confianza incluso en aquellos que han sido acusados de blanqueo y prevaricación. Depositamos nuestra confianza, nuestros votos y nuestra esperanza.

¿Para qué? Para vernos unos meses después traicionados. Nuestra lealtad corroída por lo que todos nosotros temíamos: que las promesas electorales son sólo promesas, y que las verdades defendidas en campaña, mentiras.

Eso es certeza, tal y como admite este político.

A pesar de todo, hemos sido fieles. Un pueblo fiel ante un gobierno corrupto.

Si esta lealtad es motivo de burla para este senador —quien tendrá durante el próximo año un poder legislativo inabarcable para el pueblo—, ¿qué justicia nos puede quedar a los obreros? Ninguna. ¿Ilusión? Vacío. ¿Orgullo? ¿De qué? ¿De esta patria? ¿De este país? ¿De sus gobernantes? No, no de momento.

Me temo que estamos acorralados ante los intereses bancarios, la soga de las multinacionales y la cobardía de la clase política. Muy pronto, nuestros hijos tendrán que pagar por recibir una educación, nuestros ancianos deberán abonar las dietas de los cirujanos que los atienden y nosotros trabajaremos catorce horas al día hasta ser octogenarios. ¿Por qué digo esto?

Otra vez, muy sencillo:

El […] senador por Córdoba, Jesús Aguirre, […] ha asegurado que hablar de solidaridad, universalidad o gratuidad es «una utopía».

20 minutos

No, no es una utopía. Utopía es creer en vosotros.

Iraultza Askerria

Referencias:
20 minutos
Informativos Telecinco
Expansión


Espejito, espejito

Dijo Oscar Wilde: “sólo hay dos tipos de mujeres, las feas y las que se pintan”. No podría estar más en desacuerdo. Desde mi juicio, la frase correcta sería: “Hay dos tipos de mujeres, las que no se pintan, bonitas, y las que se pintan feas”. ¿Una contradicción? No. Un hecho.

A lo largo de los años he comprobado que el alarde de suntuosidad —bien sea por el pintalabios de carmín, bien sea por el calzado de tacones de aguja— con la que se proveen algunas damas, desemboca en una figura falsa e hipócrita que esconde la verdadera belleza y sensualidad de la mujer. Los tocados ideales del cabello, las pestañas largas como finos puentes de alquitrán o las caras tersas bajo un pantano de cremas, únicamente contribuyen a esconder un físico natural, espléndido, luminoso y puro; dado que una fisonomía basada en el orgullo, la franqueza y la seguridad es mucho más agradable que un semblante reestructurado bajo cosméticos y horas de mirarse en el espejo. Porque cuando la reina se miró en el cristal y dijo: “espejito, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”; la respuesta no fue la figura de su rostro emperifollado y recargado hasta la saciedad, sino el perfil modesto y sencillo de una inocente niña. Una corona no es bonita, bonita es la frente que la porta.

De ahí, que considere al maquillaje como algo banal, un disfraz utilizado para esconder la inseguridad, la baja autoestima y el auto-reproche. Muchas mujeres son incapaces de sentirse seguras sin una capa de cosméticos ocultando las supuestas impurezas de su rostro. Muchas necesitan cerciorarse de la total perfección de su faz antes de salir a la calle. Y muchas no se percatan de que no importa cuantas pinturas se utilicen, porque nunca se podrá superar la belleza que la naturaleza ha otorgado.

Recuerdo como una joven compañera de oficina —una chica preciosa donde las haya como más tarde me di cuenta—, siempre acudía a su puesto de trabajo con los ojos pintarrajeados, las pestañas largas hasta lo sobrenatural, los tobillos erguidos sobre unos tacones de vértigo y los muslos afianzados tras una minifalda poco exigente en sus dimensiones. Supongo que ella buscaba la apoteosis de la belleza: poder destacar en el mundo como la escultura más bonita, el cuerpo más agradable y la sonrisa más cálida. Pero nada hay más sobresaliente que la autenticidad de la sencillez.

Fue así como, varios meses después, coincidí con ella en el polideportivo, en la pista de atletismo. Yo acostumbraba a correr al mediodía, y parece que ella había adquirido la misma determinación.

Al tropezarme con la joven, nos saludamos… Y yo, embobado, la examiné con locura: los ojos puros y sin maquillar, los labios salados por el sudor, las mejillas coloreadas por el bombeo constante de la sangre, el cabello recogido en una coleta y su cuerpo vestido con el más simple de los pantalones deportivos y una camiseta sin color. Le dije: “estás preciosa… ¡al fin, has dejado al sol libre de sus nubes!”. Luego, seguí corriendo, y desde entonces, cuando ella llegaba a la oficina, la descubrí más sensata, más segura y con menos atavíos y ornamentos en derredor a su persona.

Soy consciente de que en el actual mundo en el que vivimos donde nada es lo que parece y pretendemos que todo sea lo que no puede ser, es muy fácil sucumbir a los estereotipos prefabricados por la televisión, las estrellas de cine y los videoclips subidos de tono. Soy consciente de que una chica de escasa iniciativa y algo temerosa, sólo puede encontrar aplomo emulando la hermosura de las top models, los supuestos cánones que todo hombre deberíamos amar. Y del mismo modo, soy consciente de que toda esa parafernalia no deja de ser una mentira, una falacia, una trampa consolidada tras retoques fotográficos, horas de gimnasio, vestimentas millonarias y dietas famélicas. Las modelos de Victoria’s Secret son angelitos. Las mujeres ataviadas con un pijama que se sienten seguras y bonitas son… sencillamente… diosas.

Quizá si fuésemos capaces de ver más allá del espejo y contemplar el interior del alma, nos daríamos cuenta de que el maquillaje sólo sirve para aumentar la confusión y la irrealidad de este mundo. Cualidades que sobran y que no aportan absolutamente nada.

Porque lo cierto es que… mujer natural, mujer hermosa.

Iraultza Askerria

El moderno becario

Ésta había sido una semana diferente. La primavera había llegado y los días eran más largos. Acudir a la oficina y descubrir los rayos del sol reflejados en los rostros de mis compañeros resultaba mucho más alentador que verlos ceñudos ante la luz artificial de las bombillas. Las penumbrosas tardes de lluvia dejaban paso al entusiasmo, el optimismo y la energía. Me sentía feliz disfrutando de una taza de café mientras conversaba con mis camaradas sobre nuestro próximo viaje a China por motivos laborales.

Coincidiendo con el arribo de la prímula, la empresa había adquirido los servicios de varios becarios. Un hecho divulgado desde la semana anterior, pero que había olvidado debido a mi agitado fin de semana. Las nuevas incorporaciones me vinieron a las mientes el lunes por la mañana, antes de llegar a la oficina, cuando me crucé en el ascensor con una joven. Al ver sus ojos joviales, sus mejillas enrojecidas y su frente libre de arrugas deduje que no había alcanzado los veinte años de edad. Siendo cortés, le pregunté a qué piso iba. Y con la voz más pura, suave y melosa que había escuchado en décadas, me respondió:

—Bigarrena…

Si hubiera tenido quince años menos y mi corazón libre de un feliz matrimonio, me habría enamorado de ella en ese preciso instante y, posiblemente, me habría explayado en versos inconclusos sobre el número dos, la pareja y el amor. Sin embargo, no era el caso, y por suerte, alcanzamos la planta deseada un momento después.

Los dos nos bajamos allí. La chica se despidió mientras yo la perseguía con la mirada. Me percaté de que se dirigía dubitativa al departamento de compras de mi empresa, cuyo despacho de ubicaba lejos de la oficina principal. Inferí entonces que se trataba de una estudiante en prácticas, que posiblemente habría cursado el ciclo formativo de gestión comercial y marketing.

Fue así, mientras me dirigía a la oficina, que recordé que hoy mismo se enrolaba en mi departamento un chico de veintiún años. Según entré en el vestíbulo, saludé a la recepcionista con mi efusión matutina, y añadí poco después:

—Garbiñe, alrededor de las ocho, llegará un becario preguntando por mí. Avísame, por favor.

Sin más dilación, me dirigí a mi mesa, prodigando saludos a los empleados más madrugadores que ya habían llegado. Mientras se encendía el ordenador, abrí la agenda y consulté el horario de aquella mañana. No había ni reuniones ni llamadas pendientes de recibir, con lo que me limité a revisar las tres tareas, catalogadas como las más importantes, que debía finiquitar durante aquella jornada. Una de ellas rezaba lo siguiente: preparar el equipo del becario, recibirle con los brazos abiertos y formarle en la implantación de nuestras soluciones web.

Sonreí. Me dio la sensación de que estaba todo bajo control. Me dispuse a organizar la computadora de mi futuro ayudante, y entre tanto, repasé con uno de mis más cercanos colaboradores las vivencias de aquel pretérito fin de semana.

Al cabo Garbiñe me informó de la llegada de mi aprendiz. Fui a darle la bienvenida, extendiendo la mano en un afectuoso saludo. Me impresionó la enorme envergadura del joven, podía haberse dedicado perfectamente al baloncesto. Su fisionomía me recordaba algo a la de Marc Gasol.

Le invité a entrar en nuestro departamento e hice que se acomodase en su nueva mesa de trabajo. Tras una larga charla relativo a lo personal y después de repasar los conocimientos que había adquirido en su ciclo formativo, me dispuse a mostrarle el software que se disponía a utilizar. Invertimos toda la mañana en realizar las instalaciones pertinentes, tras lo cual, le invité a tomar a un café en el restaurante de abajo. Antes de que finalizase su jornada, a la una para más señas, le instruí en varios procedimientos sencillos y que le servirían para familiarizarse con el entorno.

En principio, mis percepciones fueron muy positivas. Parecía capacitado para desempeñar las tareas que tenía pensadas para él, y la formación que había adquirido concordaba con la misma que había recibido yo en mis tiempos como colegial. Debido a todo esto, volví a casa con mayor entusiasmo que el que suele preceder a una frenética jornada laboral.

Al día siguiente, sin embargo, me esperaba una desagradable sorpresa con el joven al que ya veía como mi sustituto. A primera hora de la mañana, nos sumergimos en las tripas —como a la gente del gremio le gusta decir— del software. Le expliqué con paciencia y con la mejor pronunciación que mi gangosidad permitía, el curso lógico de aquellos métodos, de las implementaciones dinámicas y de la estructura del diseño web.

Desde el inicio, quise que el becario se encargará de mover el ratón y escribir los comandos oportunos. A lo largo de los años, yo ya había concentrado la suficiente práctica como para conocer los pasos a seguir de memoria. Ahora, le tocaba a él acumular esa experiencia.

La primera media hora fue bien. Es cierto que el joven se perdía fácilmente en el flujo de ventanas, y que en el teclado se mostraba algo parsimonioso, pero era algo considerado normal. Yo, años atrás, había pasado por lo mismo.

El problema vino cuando, queriendo darle un respiro, me encargué de coger los controles del ordenador. Lentamente proseguí con la explicación de la metodología implementada, pero noté que su atención disminuía paulatinamente. Seguí unos minutos más con la explicación, hasta que advertí, y está vez de forma notoria, que su cabeza se inclinaba constantemente hacia abajo y se volvía a levantar un instante después para observar la pantalla del ordenador. No me costó mucho darme cuenta de que un maldito smartphone —dispositivo bastante más inteligente que muchos de sus portadores— descansaba en su mano izquierda. Mientras proseguía con mi charla instructiva, comprobé el uso que le daba al teléfono móvil: estaba chateando a intervalos mientras atendía a mi clase particular. El chico, ahora lo veía claramente, tenía una adictiva dependencia a favor de las redes sociales.

Me dije a mi mismo que quizá estuviera cansado, incluso algo aburrido, y que lo mejor era hacer un descanso. Le invité a tomar un café y junto con otros compañeros y compañeras, bajamos al bar.

Fuera hacia un día espléndido. El cielo, en toda su claridad azul, nos parecía ese grito de libertad que tantas veces echamos de menos dentro de la oficina. Ojalá que esa inmensidad fuera testigo próximo de otra inmensa manifestación de poder obrero.

Como era de esperar comenzamos a tratar los pros y los contras de la huelga general de la próxima semana. Todo esto en derredor a unos cafés cortados, un par de tés y una cola-cola. La conversación me pareció interesante en un principio, hasta que terminó por sucumbir a las desavenencias políticas entre uno y otro interlocutor que tanto favorece a la patronal. En ese momento, me desinhibí completamente del diálogo y me fijé en el becario que no había dicho absolutamente nada.

Estaba enfrascado en su móvil, tecleando hábilmente con sus dos manos, mucho más rápido de lo que le había visto teclear con el periférico del ordenador. Era una pena que en esta profesión, el trabajo se realizase con un dispositivo de teclado, y no con la pantalla táctil de un smartphone.

Cuando subimos de nuevo a la oficina, decidí que dejaría a mi aprendiz a solas con unos ejercicios sencillos. De esta forma, abandonaríamos brevemente la teoría para que aplicase la práctica. Asimismo, esperaba que dejándole a solas, se pudiese inmiscuir profundamente en los problemas y los algoritmos que me disponía a plantearle y se sintiese implicado en la búsqueda de la solución.

Nada más lejos que la realidad. Desde mi mesa de trabajo, podía observar directamente al becario. Al principio, le vi con la mirada fija en la pantalla del ordenador, persiguiendo sin pausa el puntero del ratón. Más tarde, me percaté de que su mano izquierda estaba sospechosamente cobijada bajo la mesa. Casi hubiera preferido que se estuviera masturbando antes que verlo enfrascado en la pantalla de su dispositivo móvil. Tal y como pude cerciorarme minutos después, estaba haciendo esto último.

Bueno. Ante todo paciencia. Era su segundo día. Me levanté de la silla —roja, para mayor simbología— y me dirigí a la máquina de café ubicada en recepción. Un chocolate fue mi lección, y viendo a Garbiñe atareada con varios documentos, le pregunté si quería otro. Aceptó.

—Aquí tienes —le dije, acercando el vasito de plástico a su mesa.

—Gracias, Iraultza —respondió cogiendo el recipiente—. Mira esto, quizá te interese.

Me volví hacia los papeles que tenía entre manos. Descubrí que uno de ellos contenía los resultados académicos de mi aprendiz. Observé con curiosidad las notas adquiridas. Sobresalientes y notables. Salvo el inglés, donde flaqueaba.

Me sorprendió, pero no me dejé avasallar por dichos certificados. Había descubierto hacía años que las mejores notas no equivalían a los mejores profesionales, y que muchas veces las calificaciones más mediocres correspondían a los empleados más activos, esforzados e implicados. De todas formas, tenía dos meses para adivinar a que grupo pertenecía el nuevo becario.

Volví a mi mesa, mirando de reojo al joven. Esta vez tenía las dos manos encima del escritorio. Cuando me senté en mi silla, comprobé que su móvil descansaba junto al teclado del ordenador, y que de vez en cuanto lo cogía, lo miraba y tanteaba su visor táctil.

Mi paciencia comenzaba a agotarse. Había pasado media hora desde que le hubiera dejado a solas con las tareas. No esperaba que la terminase en tan poco tiempo, pero sí verle desembarazado de aquella implacable adicción tecnológica.

No me quedo más alternativa.

En mi ordenador, ejecuté una aplicación de consola de rastreo de móviles. Primero busqué por tecnología bluetooth. La pesquisa me devolvió una larga lista de dispositivos, y entre todos los registros, descubrí una denominación que concordaba con el nombre de mi becario. Craso error. Anoté el identificador interno de aquel teléfono móvil. Posteriormente, lancé una aplicación sniffer para adentrarme en las comunicaciones realizadas desde aquel smartphone. Me fue fácil infiltrarme en la red que utilizaba, obtener la dirección MAC conveniente y decodificar las claves de acceso. Antes de consumar mi obra criminal, me apoderé de los paquetes de información que enviaba el móvil durante quince minutos. Así, lograría bastantes datos que luego me serían útil. Finalmente, y siempre utilizando mi computadora, me adentré en la configuración de aquella red y deshabilité el acceso durante aquella mañana.

Cuando alcé la mirada, vi que el becario prestaba toda su atención a su teléfono móvil con un gesto descompuesto. Después de varios minutos infructuosos para él, sucumbió y dejó el aparato en el bolsillo de su chaqueta. Ya no le era útil.

Desde aquel momento, se puso manos a la obra.

Con una sonrisa, volví mi atención a los paquetes de información que había capturado anteriormente. Me costó un buen rato descifrarlos, pero cuando lo logré, tuve acceso a los datos enviados a través de Internet y, sobre todo, noción de los servidores web a los que el móvil se había conectado. Y… ¡bingo! Varios megas de datos enviados y recibidos de y para Facebook. Facebook… Facebook… Facebook… ¡Cuánto mal en esta década!

Al fin, había descubierto que adictiva red social había causado tanto desconcierto en el chico. Muy bien. Ahora sólo me quedaba reflexionar si podía hacer algo para contrarrestar su dependencia.

Mientras meditaba en ello, el becario se dirigió a mi mesa para indicarme que había finalizado la tarea. Reparé en él inmediatamente y nos sentamos alrededor de su ordenador. Visualicé rápidamente los métodos que había utilizado, y salvo alguna implementación incorrecta poco importante, el trabajo había sido excepcional. Fantástico. Repasé con él ciertas pautas de programación que había obviado, y después, le pedí la construcción de un nuevo formulario con el que debería realizar varias integraciones con bases de datos mediante DML. Se lo expliqué concienzudamente para no dejar puerta abierta a la duda. De esta forma, tendría trabajo para, por lo menos, una jornada entera.

Volví a mi escritorio y descubrí que el reloj frisaba la una del mediodía. El becario se marcharía en breve, por lo que decidí reactivar la conexión de su red del móvil. Poco después, el chico se levantó de la silla, se despidió de mí amablemente y abandonó la oficina. Antes de que traspasase la puerta, divisé cómo extraía su smartphone del bolsillo y se enfrascaba en su visor táctil. Luego, le perdí de vista.

Me tocaba ahora cavilar sobre cómo podía motivar al estudiante. No era partidario de largos sermones y de levantar la voz, pero sí de una correcta educación sobre aquellos que tendrían en su espalda la carga del mundo: los jóvenes. En esto pensé durante todo la jornada. Incluso cuando llegue a casa, agotado, seguí meditabundo.

Al día siguiente, lo tenía todo claro: le daría otra oportunidad, fielmente, y en caso de fallo, ejecutaría mi plan el jueves venidero.

Durante todo el miércoles, procuré que mi acercamiento al becario fuera lo mínimo posible, nada más allá que resolver un par de dudas y relajarnos tomando un café. Desde mi escritorio, podía atisbar cada movimiento suyo y comprobar si el móvil seguía influyendo devastadoramente en él.

Con la susodicha pauta, transcurrió la mañana, y muy a mi pesar, comprobé que, efectivamente, el joven seguía alternando sus charlas en Facebook con la labor que le había encomendado. No parecía además que su carácter fuera a cambiar de un momento a otro.

No me quedó más remedio que suspirar y aguardar a que llegase el ansiado mediodía. Alcanzada la puntual hora de la una, el becario se marchó habiendo finalizado ya su jornada laboral, francamente improductiva tanto para él como para la empresa.

En ese instante, me senté frente a su ordenador. En poco menos de diez minutos, instalé un programa, configuré la sesión de inicio y comprobé, tras reiniciar la computadora, que el plan seguía su curso. Por tanto, volví a mi escritorio y procedí a escribir un email, cuyo destinatario lo leería al día siguiente:

Hola,

Me he visto obligado a tomarme ciertas libertades debido a la enorme dependencia que tienes con tu teléfono móvil. Con esto quiero ahorrarte futuros problemas en las cervicales y pasar demasiado tiempo en la cola del paro. Para evitar que tu atención se desvíe tantas veces de la pantalla de tu ordenador, he instalado en tu equipo una aplicación que permite chatear mediante Facebook. Así, podrás dedicarte al verdadero trabajo que debes desempeñar y ocasionalmente revisar tu red social. Además, no tendrás que gastar la batería de tu móvil.

Todo ventajas.

Saludos,

Revisé el email por dos veces y lo envié, con una sonrisa de satisfacción dibujada en mi rostro curtido. Después, postergué este tema y me dediqué a la escrupulosa realización de mis tareas laborales. Pacté además una reunión con el departamento de ventas a primera hora del siguiente día, lo cual me serviría para distraerme de la responsabilidad que tenía sobre el becario.

Llegó la siguiente jornada y por dos horas verifiqué con varios comerciales las cuantías presupuestarias de dos proyectos en fase de análisis. Al finalizar aquella congregación con aprensivos capitalistas, me encaminé a las oficinas. Cuando entré en nuestro departamento, contemplé con avidez a mi aprendiz.

Se encontraba sentado frente a su ordenador, mirando la pantalla. En la mesa, no había rastro del teléfono móvil, lo cual significaba que mi plan había dado resultado. Sonreí. Evitando el uso del dispositivo, tal vez con los meses, el joven podría desprenderse de esa nociva adicción que la modernidad había propagado como un virus. Tal vez consiguiera centrarse en lo bueno y en lo importante, y cambiar este mundo.

Cosa que yo no pude ni he podido hacer.

Lo cierto es que bastantes horas ha perdido el ser humano enfrascado frente al estúpido televisor durante el bélico siglo veinte. En consecuencia, nosotros, no podemos permitir que toda una nueva generación de jóvenes se vea involucrada en otra toxicidad tecnológica. El constante uso de un teléfono móvil para comprobar el estado de nuestras redes social o la recepción de mensajes de correo electrónico sólo sirve para aumentar el estrés y la ansiedad. Del mismo, la televisión sólo ha sido útil para aumentar el sedentarismo, el lavado de cerebro y la indiferencia en mentes sin sentido común.

El avance de la humanidad no está relacionado con el desarrollo tecnológico. Sino con el uso que se le da a la tecnología. Ser capaces de comunicarnos con nuestras amistades casi instantáneamente es un avance tecnológico y un progreso para la humanidad. Pero parlotear como charlatanes con nuestras amigas y amigos un minuto sí y un minuto también resulta, sencillamente, un retroceso. Entrar en un perfil de Twitter y encontrarte con un mensaje que reza “tengo que comprar un cepillo de dientes” es una sandez, una pérdida de tiempo y una falta de sentido común tremenda.

A veces pienso que tanto avance tecnológico, tanto recurso multimedia y tanta red social sólo es una cortina de humo frente a los inmensos problemas que sufre el mundo. Lo veo como un virus no letal que aletarga la conciencia humana. Una sutil forma de empachar a las masas. Un grillete, una cadena, una prisión…

Sólo con iniciativa, buena voluntad y sentido común, puede escaparse de estos peligrosos círculos de vicio que amenazan con minar nuestro futuro. Está en nuestras manos.

Así que desconecta Internet, apaga el teléfono móvil y recapacita.

Iraultza Askerria

La brújula y el reloj, tres mil años de evolución

En contra de lo que se pueda pensar, este artículo no trata de repasar la invención ni el desarrollo de estos dos importantes objetos, que durante siglos han sido la base de la orientación, tanto terrestre como temporal. Porque para un explorador, la brújula es su guía, su maestro, su Socrates. Para un personaje inquieto como yo, el reloj es su perdición, su cárcel y su destino. Dos artilugios trascendentes de inabarcable valor que, en las siguientes líneas, serán los protagonistas de una foto muy peculiar, impactante y mítica.
La instantánea evoca los momentos finales de la fatídica Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército rojo de la URSS penetra Berlín y se hace con el control de sus edificios. En esos instantes de victoriosa gloria, varios soldados se encaraman al tejado del Reichstag mientras un fotógrafo de guerra, hábil y valiente, dispara para obtener la emblemática diapositiva. La imagen evoca fielmente a la otra popular fotografía de la Segunda Guerra Mundial protagonizada por los estadounidenses en la isla de Iwo Jima, la cual fue tomada unos meses antes de la caída de Berlín. Dos potencias mundiales que gobernarían el mundo durante las próximas décadas.
Volviendo al asunto que nos concierne, la inconmensurable foto fue utilizada como propaganda soviética, a semejanza de los norteamericanos y sin desmerecer a ninguna de las dos naciones. Hasta tal punto que su imagen se utilizó como estampa para una serie de sellos. Lo cual nos demuestra fehacientemente la importancia y la estima que obtuvo el daguerrotipo. Sin embargo, entre el original ilustrado sobre el párrafo anterior y el revelado que se muestra en las siguientes líneas hay unas sutiles diferencias Es patente que la imagen fue modificada a posteriori… ¡sin ayuda de photoshop!En primer lugar, se puede observar un agobiante humo sobrevolar el marco superior del retrato, lo cual fue agregado posteriormente para intensificar el dramatismo de la batalla y la gloria de los soldados. Pero, lo más importante y sobrecogedor es… la muñeca derecha del militar que ayuda al portador de la bandera a mantenerse en pie. La muñeca está libre: sin relojes, sin brújulas, sin pulseras ni brazaletes, en contra de lo que se observaba en la foto original.¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué se ha trucado la imagen? ¿Por qué se ha borrado el objeto? Y aún más estremecedor, ¿de qué artilugio se trataba? Aquí, como siempre, las opiniones se dividen: los capitalistas dicen que un reloj y los comunistas que una brújula. ¿La verdad? Jamás la sabremos.

Desde mi modesto punto de vista y habiendo perdido la fe en el ser humano años atrás, es un reloj. ¿Una brújula? Podría ser, dado que, como se argumenta, los militares soviéticos acostumbraron a portarla durante la guerra. No obstante, la idea del reloj me parece la más acertada, y tras observar la foto y sabiendo de la falta de escrúpulos que inundó Europa durante la Segunda Guerra Mundial, nada podrá trastocar este juicio. No me resulta muy difícil imaginar a unos oficiales aniquilando la resistencia enemiga, y después, nutriéndose con los despojos de los cadáveres y acaparando todo cuanto se pudiera acaparar, como por ejemplo, un ligero reloj. Y es que, por mucho que se pretenda alardear del honor del ejército, poca honra puede quedar en una milicia tras un lustro de sangrientas batallas, torturas y ejecuciones. El saqueo, durante aquella horrorosa confrontación, me parece algo tan probable y vergonzoso como el asesinato, la esclavitud y la invasión.

Y ahora recularé sin previo aviso tres milenios, aproximadamente, para situarnos antes del advenimiento de la Edad Oscura y después del cenit de la civilización micénica. En una guerra que duró diez años y cuyas vicisitudes fueron narradas en un poema épico varios siglos después. Efectivamente, hablo de la Ilíada, de Homero, donde se dan cuenta de los pormenores de la guerra entre aqueos y troyanos; y en cuyas líneas podemos leer en multitud de ocasiones como los soldados saquean sin pudor los cadáveres de los enemigos vencidos, pertrechándose con sus armas y sus armaduras, robándoles, además de la vida, sus objetos personales, y todo sea dicho, mancillando su cuerpo.

En conclusión, desde la épica troyana hasta el desbarajuste de la Segunda Guerra Mundial, el ser humano no ha evolucionado nada. Se ha quedado estancando, siempre en su perseverante y cruel egoísmo capaz de saquear la virginidad de adolescentes, la pobreza del campesinado o la vida de un prisionero. Hace tres mil años la vileza y la infamia se recogían en poemas épicos. Hasta hace poco en fotografías en blanco y negro. Y más actualmente en aterradores vídeos. Tres mil años de tecnología… e igualmente estancados. ¿Cuánto tiempo más hará falta para que el ser humano progrese, evolucione y mejore? ¿Dónde está esa brújula que debe servir de guía para encontrar el buen camino? Son las generaciones venideras quienes tienen en sus manos el reloj del tiempo, y ellos tendrán que elegir: darle cuerda y avanzar, o borrarlo de la memoria y continuar estancados.

Iraultza Askerria

El significa de la Armada Invencible

Pensar en la Armada Invencible invita a imaginar una inmensa flota jamás derrotada, invulnerable y formidable. Férrea y terrorífica, con sus cañones y su fortaleza ingente. Un brazo armado que recorre los mares y apresa a sus débiles enemigos. Una flota irreductible. Pensar en la Armada Invencible invita a pensar asimismo en una presumiblemente fácil batalla en mitad del Atlántico que fue causa de derrota de los españoles a manos de los audaces ingleses.

Bueno… nada más lejos que la realidad. O dicho de otro modo: todo mentira.

La Armada Invencible se llamó original y oficialmente Grande y Felicísima Armada, título adjudicado por el rey Felipe II. En el marco de la guerra contra Flandes, en donde los intereses españoles se centraban en apaciguar los levantamientos populares de las Diecisiete Provincias de los Países Bajos, los corsarios ingleses bajo las órdenes de Isabel I apoyaban a los rebeldes flamencos en detrimento de los intereses del Imperio Español. Esto, junto a otros factores relacionados con las enemistades entre fes cristianas, convirtieron a Inglaterra en enemigo de España, en un escollo. Como solución, el rey Felipe II se dispuso a invadir Inglaterra con objeto de derrocar a la reina. El único problema era que el ejército español estaba concentrado en Flandes, lejos de las tierras británicas, y para trasportarlos a la isla se hacía indispensable una flota bien defendida. Es aquí donde comienza la historia de la Grande y Felicísima Armada, y también su mentira.

La flota española ascendía hasta los ciento treinta barcos, entre los que se contaba una veintena de galeones, perlas de cualquier armada marina. El escuadrón inglés, resguardado en sus costas, contaba con poco más de ciento sesenta navíos. Un número algo mayor que el del ejército atacante. La cuantía de cañones ascendía a los dos millares por ambos bandos -un tanto más en el ejército español-. Parece ser que la mayor diferencia en cuento a poder bélico entre ambas fuerzas estribaba en la infantería, puesto que España contaba con una de las unidades militares más poderosas de la época: los temibles tercios. Por tanto, cabe resumir, que el dominio naval era muy similar en ambos contendientes.

¿Entonces, fue o no un fracaso la campaña española sobre Inglaterra? Sí, fue un fracaso, pero no una derrota. La flota de Felipe II consiguió llegar al Canal de la Mancha después de haber sufrido varias tempestades. Allí, fue atacada y dividida por la armada inglesa, que consiguió sabotear el objetivo hispánico. Así, incapaces de trasladar al ejército de tierra, la flota íbera tuvo que regresar bordeando Gran Bretaña e Irlanda. En el trascurso del viaje, algunas veces debido a naufragios y enfermedades y otras al hostigamiento inglés, la armada fue diezmada. Finalmente, algo más de sesenta navíos alcanzaron las costas cantábricas -otras fuentes aumentan a más de ocho decenas-, donde se guarecieron a salvo.

Después de esto, la propaganda de la victoria comenzó a ensalzar los valores ingleses, buscando un claro afianzamiento patriótico de Inglaterra y un engrandecimiento de su dominio. De esta forma, se comenzó a divulgar el apelativo de Armada Invencible para definir al ejército enemigo -vencido en singular batalla naval, supuestamente- y la leyenda negra se propagó como dinamita. Isabel I logró consolidar el sentimiento nacional de Inglaterra, y procedió a un ataque de castigo sobre la península ibérica. Su campaña militar, se frustró igualmente.

En conclusión, no hubo una armada invencible ni un Goliat ni un David como se nos ha hecho creer después de tantos siglos. Hubo sencillamente, unas fuerzas bélicas encontradas: el atacante, el mayor imperio de la época; y el defensor, una emergente potencia que tenía bajo su yugo a los pueblos británicos.

Y el invasor, fue derrotado.

Lo que si hubo fue una manipulación propagandística, una insinceridad histórica y una tergiversación ingrata. Lo cual, me confunde, me enfurece y me perturba.

Las civilizaciones y los historiógrafos deben promover por encima de todo la veracidad histórica, como argumento final contra la falsedad patriótica, fanática, extremista o radical de cualquier nación. Porque, si algo debemos aprender después de tantas guerras y muertes, es que no existe ninguna raza superior ni ninguna religión dominante, sino un bonito mural de diferentes filosofías y culturas, cada una con sus errores y con sus aciertos, y todas con el merecimiento de ser recordadas tal como fueron y no como quisimos que fueran.

La historia, ante todo, debe ser, siempre, un espejo de la realidad, sin tapujos

Iraultza Askerria

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Megallones

En un planeta azotado por tempestades, guerras sin cuartel y hambrientas enfermedades que desgastan el espíritu humano, los países tercermundistas se ahogan en la abundante escasez de sus necesidades básicas, al tiempo que el mundo occidental concentra su preocupación en otras catástrofes de calado millonario. De ahí que se ahonde en el infame cierre de la página web de Megaupload, que ha levantado ampollas en la sociedad. La gente de a pie esgrime el argumento, veraz y a la vez hipócrita, de que ha perdido los archivos personales que compartía en el sitio web. Los indiviuos de las altas esferas, que nunca brillarán como el sol, argumentan en favor de los derechos de autor; derechos tan a menudo violados en el siglo actual.

Megaupload ha sido desde hace años uno de los pilares sobre el que se fundamentaba el negocio de las descargas directas y el centro neurálgico de un sinfín de páginas que se limitaban a almacenar, publicar y divulgar dichos enlaces. El 4% del tráfico de la red transitaba directamente por los servidores de megaupload.

La libertad de este servicio permitía almacenar online los documentos más transcendentes de tu ordenador personal, y compartir, por ejemplo, las fotos de tus vacaciones en Roma con cualquier familiar y amigo. Incluso una galería fotográfica de varios gigabytes de datos. Anque para ello, se hacía necesario disponer de una cuenta premium para amontonar en Megaupload dicha información. Un privilegio que se abonaba mensualmente. El cierre de Megaupload no les habrá gustado a aquellos que habían invetido su dinero y sus archivos personales en el populoso sitio de descargas.

No obstante, estoy convencido de que la función principal de megaupload era descargar -upload- más que cargar -load- archivos. Y diré más: como su nombre indica descargas masivas. Ahora llegamos al punto de inflexión de la propiedad intelectual, los derechos de autor y la piratería.

Es por todos conocido que desde Megaupload podías encontrar desde El quijote en versión pdf hasta Titanic, de James Cameron, en formato HD. También la última canción de Shakira o del Reno Renardo. Y aunque estoy a favor de la gratuidad cultural -sea música, cine o literatura-, también soy un acérrimo defensor de compensar a esos artistas que tan honradamente se han dedicado a la consumación de su arte.

Un artista debe disponer sin prejuicios de dos opciones. La primera y tradicional vender sus obras a terceros, para que estos divulguen el contenido mediante costosas herramientas de marketing y se nutran con millones de dolares, dejando al artista un aberrante diezmo de ganancias. La segunda, y el futuro más provechoso, promulgarlas públicamente por Internet, sin barreras, y limitarse a recibir donativos o beneficios publicitarios; alternativa que no debe agradar a discográficas y editoriales multinacionales.

Porque, seamos sinceros, la gran mayoría de los autores reciben escasas compensanciones por sus obras de arte. No nos engañemos: el arte enriquece a los inversores, productores y comerciales del marqueting. Y nosotros -lectores, cinéfilos y melómanos- nos contentamos en nuestro egoísmo con disfrutar de la obra sin ofrecer nada a cambio -¿ni un gracias?-, y cuando lo ofrecemos, va a parar a las manos de… los de siempre. Esas discográficas que venden cien mil discos compactos por un ingente precio de veinte euros; y que se lamentan porque la propagación cultural por Internet les invita a caer en la bancarrota. Ja, piratas.
¿Y qué tiene que ver todo esto con Megaupload? Pues mucho… Tengamos en consideración que hace unas semanas se publicó por Internet un video en favor de Megaupload, donde aparecían y cantaban varios exitosos artistas. Pegadiza la melodía, por cierto. Contemos además, con que Megaupload llevaba varios meses poniendo a prueba un servicio llamada Megabox y Megakey; un portal en el que los artistas, sin intermedarios, podrían colgar gratuitamente sus canciones e ingresar hasta un 90% de los beneficios derivados de la publicidad.

Pero para desgracia del progreso de la civilización humana, Megaupload no ha podido poner en práctica su ambicioso servicio debido a su clausura por parte del FBI. Una pena. ¿Habrá tenido algo que ver el totalitarismo de la discográficas?

¿Quién sabe?

Habrá que ver y esperar…

Iraultza Askerria

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De contingentes energéticos

Mientras en mi amado país, las jóvenes promesas del catolicismo han vitoreado y bailado en honor de la fe y la unión cristiana; en la no tan lejana Trípoli, capital de Libia y de infortunios, se han dejado escuchar tiros, explosiones, gritos de dolor y aplausos amargos de triunfo. Mientras las portadas de los periódicos y el prime-time de los telediarios recopilan imágenes de un anciano teutón convertido en rey feudal, otros se frotan las manos adivinando las riquezas indirectas que se producirán, al tiempo que en el norte de África la sangre se hermana al polvo de los cimientos destruidos. Y yo, en mi particular egoísmo, sólo estoy preocupado por recuperar el aprecio de mi ex-novia, pasar un buen rato con mis amigos y traducir las fantasías de mi mente.

Invirtiendo el preciado tiempo laboral en ojear las noticias del día anterior -tengo el defecto de llegar tarde a todos los sitios-, me encuentro con un utópico apunte -cuanto menos positivista- sobre la economía europea, que aparece en el diario online de 20 minutos. El artículo da entrada repasando las subidas de los centros bursátiles más importantes de la zona euro, para continuar con las cotizaciones al alza del Ibex-35; cuando, para mi inocente incredibilidad, leo la siguiente parrafada:

La entrada en Trípoli de los rebeldes al presidente libio, Muammar el Gadafi, alimentaba la cotización de las petroleras y otras empresas del sector energético, como Eni (5,2 %), Total (3,7 %) y OMV (4 %), que se beneficiaban de las tensiones en Libia.”

22.08.2011 – 18.53h, 20 minutos,

¡Qué desfachatez! ¡Qué insolencia! ¿Significa eso que las grandes multinacionales de la energía se benefician despiadadamente de una guerra civil que se ha cobrado miles de vidas sin sentir la menor compasión? ¿Significa eso que mis amados países occidentales -los miembros de la OTAN, entiéndase- son menos que una avanzadilla subordinada al poder empresarial de las petroleras? ¿Significa eso que la insigne promulgación de paz y libertad que se quería sembrar en el pueblo libio sólo es una moneda de cambio para lograr petróleo, gas y otras fuentes de energía? ¿O acaso es que yo, simplemente, soy un pobre anarquista demente que no comprende las intrínsecas verdades asociadas a las palabras de políticos y generales?

Visiblemente trastornado, continúo mi pesquisa por los enlaces del periódico online, cuando, sin desviarme del tema central que nos atañe -la guerra civil en Libia-, me topo con el monólogo de un peculiar personaje. Para algunos un dictador y para otros un incomprendido. Hugo Chávez, presidente de Venezuela. La entrevista, diez horas anterior a la información bursátil, dice así:

El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, denunció este lunes que Estados Unidos y sus aliados europeos están perpetrando «una masacre» en Libia con el objetivo de hacerse con las reservas petroleras del país magrebí.

«Eso es lo que están haciendo en Libia: produciendo una masacre» y excusándose en que lo hacen «para salvar vidas. ¡Qué descaro, qué cinismo!, pero es la excusa para invadir, para tomar un país y sus riquezas», manifestó Chávez en un discurso televisado.

22.08.2011 – 08.00h, 20 minutos

Después de leer esto, no sé que más pensar. La cabeza va a explotarme y mi jefe me mira extrañado.

Necesito un café.

Iraultza Askerria

Un retrato inhumano

La guerra de Troya es un mito arraigado en nuestro sociedad. Parodias, reproducciones, adaptaciones e imágenes trasladan el mito hasta el reglón del presente. En occidente, nadie ignora la milenaria leyenda de Aquiles, Helena y el ilustre caballo. Pero no son igualmente conocidos los episodios de extrema crueldad que perduran tras el enfoque heroico;  el maltrato sufrido por el cuerpo de Héctor o la desdichada suerte de su hijo Astianacte son un buen ejemplo. Quinto de Esmirna nos cuenta en sus Posthoméricas lo que ocurrió con Sinón, el soldado griego que quedó a cargo del caballo de madera con el cometido de engañar a los troyanos:

«Lo interrogaron al principio con dulces palabras, pero, luego, con terribles amenazas […]. Él aguantaba firme […]. Al final, le cortaron las orejas y la nariz».

Quinto de Esmirna, Posthoméricas, XII.363 y sig.

Esto fue escrito aproximadamente hace dos milenios por el susodicho poeta griego. Los estudiosos sitúan la mítica o histórica guerra de Troya alrededor del año 1200 a. C. Lo que me lleva a decir que tenemos que dar un salto temporal de miles de años para llegar a nuestro presente. Y, desgraciadamente, después de tanta evolución, el ser humano sigue estancado en la misma crueldad que antaño.

Con esto, debemos trasladarnos más allá de Turquía, hasta los desiertos de Afganistán, y contar la inhumana historia de Bibi Aisha: una mujer joven, que ha sufrido por parte de su marido el mismo trato que recibió Sinón. Su esposo le desfiguró la cara, cortándola la nariz y las orejas. Una mutilación irracional, atroz, inmerecida, salvaje, injusta, bestial y sobre todo, inhumana. La foto fue tomada por la sudafricana Jodi Bieber, que se erigió ganadora del certamen fotográfico Word Press Photo. Un retrato colmado de dureza, atrocidad y realidad. Un retrato que refleja la incomprensión y el dolor de unos ojos repletos de dulzura. Un retrato… como un golpe en la espinilla, como una férrea llamada de atención, como una condena al machismo, a la esclavitud y a cualquier tipo de tortura. Un retrato que aunque nos revuelva el alma, todos deberíamos ver:

Bibi Aisha

Esperemos que algún día la frase “le cortaron las orejas y la nariz” sólo aparezca en las novelas de ficción, y no en los periódicos.

Iraultza Askerria