¡Pudor!

Los ríos púrpuras tras tus mejillas
señalaban algo… ¡pudor!

La mirada, ahora mis pesadillas,
señalaba algo… ¡pudor!

Porcelanas manos, cruz de tu pecho,
ocultaban algo… ¡pudor!

La oscura tiniebla sobre mi lecho
ocultaba algo… ¡pudor!

Mis ojos acostumbrados
a la oscuridad invidente,
lloran, se tornan pesados
al comprender lo evidente.

Infiel de mi corazón.
Dolor, ¡pudor!
Tú, él…
¡Mi mujer!
¿Y yo… qué?

Iraultza Askerria

In aeternum

Recuérdame el fértil valle a mi amor…
Las aguas undísonas de cristales
sus puros ojos claros;
sus tiernos labios, los bellos rosales
de rubí su color.
El gran sol, su luengo cabello de aros
en toda oscuridad resplandeciente;
su melodioso canto el ruiseñor.

Vencía al eterno tiempo en paciente,
más sabia que la solemne Minerva,
en amor y beldad Venus su sierva,
única en toda su figura y mente.
Sus dulces besos eran mi alimento;
sus cantos hacían que mi alma hierva
mas hoy, soy falto de tal sentimiento.

En este valle con lechos de flores
descansábamos al sol caluroso,
al ocaso y aurora,
con alborozo y un sueño amoroso.
Al presente en dolores
trasnocho triste al aguardo de mi hora,
privado de esperanza vigorosa
de morir pronto por ver sus amores.

Dios, ¿por qué su amor dio vida fogosa
ora dame la más gélida vida?
¿Cuándo llegará mi esperada ida
fin de esta memoria alegre y penosa?
Regala a esta amarga vida muerte;
finaliza esta tortura sufrida…
¡deja este cuerpo atormentado inerte!

Iraultza Askerria

Locura de amor infiel

Tom abrió entonces la boca. De sus entrañas emergió un cúmulo de obscenas y malsonantes palabras. Sus puños se agitaron en el aire pretendiendo alcanzar un blanco invisible. Estaba furioso, definitivamente furioso. Teresa, su chica, o mejor dicho, la puta a la que había estado follándose durante los últimos veintisiete meses, se mecía tranquilamente sobre una silla acolchada. Parecía una princesa en un universo hábilmente gobernado por sus padres. En su sonrisa de perlas se perfilaba un rostro lujuriosamente juvenil, todo iluminado por un vestigio de malicia, legado de una actividad relacionada con infidelidades, engaños y egocentrismo. Así pues aquel intenso romance que habían vivido durante los últimos años no era más que una jodida mentira. Y Tom lo descubrió aquella noche.

Cuando al fin se calmó, miró a Teresa con ojos suplicantes. Ella se rio, impasible; y mientras sorbía una copa de whisky, le dijo con dulces palabras, tan dulces como un beso:

—Tom, ¿por qué no te vas de mi casa?

Y el beso se tornó mordisco, mucho más doloroso que una puñalada.

Resignado, el hombre se alzó de la cama y se marchó llorando sin mediar palabra. Lo último que escuchó antes de cerrar la puerta, fue la risita malvada de su exnovia.

Cuando llegó a la calle, una fina neblina cubría los tejados de la ciudad. En la calzada, las luces macilentas de las farolas y de los coches se amalgamaban en un halo enfermizo. Muchedumbre sin meta ni futuro vagaba frente a los pubs y los bares de la avenida, en busca de un nuevo trago de inconsciencia. El frío mordía latentemente los cuerpos semidesnudos de aquellos que bebían de la embriaguez.

Tom atravesó aquella selva alquitranada como un astro fugaz que no espera fijarse en nada ni que algo se fije en él. Pero cuando los voluptuosos escotes de las jovencitas y el torpe pero violento acoso de los muchachos le abordaron en cada vía que atravesaba, determinó un nuevo destino. Su sentido común y su raciocinio habían degenerado en una perversa actitud demente, germen de la infidelidad, la deshonra y la traición.

Había enloquecido en apenas un segundo.

A escasos metros de una guardería, se alzaba un consagrado prostíbulo. A aquellas altas horas de la madrugada estaba abarrotado. Muchos clientes se habían detenido en sus inmediaciones por el mero deseo del aguardiente; otros disfrutaban de una placentera velada en los dormitorios del piso superior. Pero todos buscaban la compañía, aunque fuese meramente visual, de mujeres provocativas.

Tom entró sin dudarlo en el burdel. Irrumpió en un local excesivamente decorado, con largos cortinajes de seda roja y amplios bancos acolchados. Una algarabía de voces y risas le dio la bienvenida como una orquesta sinfónica. Sin nada que rectificar, se presentó frente al responsable del negocio. Estaba sentado frente a la barra. Se llamaba Jacob. Su rostro era severo e impenetrable y su pulcra perilla hacía que sus labios, al igual que sus palabras, pareciesen indescifrables.

Sin esbozar un saludo, le dijo muy seriamente:

—Quiero una puta que se llame Teresa.

Jacob le miró con el ceño fruncido, desconcertado. Luego dejó el cigarrillo que se estaba fumando sobre el cenicero de la barra y se enderezó.

—Un momento, por favor.

Se levantó del asiento y se internó en las dependencias posteriores. Allí varios camerinos y otras tantas luces acogían un sinfín de atractivas mujeres. Se cruzó con Sara, una hermosa caucásica de porte angelical.

—Allí fuera hay un hombre que espera a una tal Teresa. Ya sabes lo que tienes que hacer. Está en la barra. Le reconocerás a la primera. Tiene la cara como si le hubieran dado una paliza —le explicó Jacob.

En la barra, Tom se entretenía rozando con las yemas el borde de un vaso vacío. El whisky lo había ingerido de un solo trago, sin el menor escrúpulo. Cuando alzó la mirada descubrió al ángel que se dirigía hacia él.

—Hola, soy Teresa —se presentó ella, tan risueña como radiante.

Y realmente era la viva imagen de Teresa, con su cara pecosa, sus cabellos largos azabache y los pechos menudos que casi no se advertían bajo la superficie de la blusa. Pero en verdad aquella mujer que se llamaba Sara era pelirroja, de un rostro pálido y terso y unos pechos tan exuberantes que parecían querer comerse al mundo.

—¿Y tú cómo te llamas? —inquirió al ver que su cliente persistía en mirarla anonadado.

—Tom —susurró él—. No te hagas la distraída, ya me conoces.

Ella asintió, nada convencida, pero como puta que era predispuesta a cumplir las fantasías de su huésped.

—¿Quieres que subamos arriba? —preguntó la mujer.

—Claro —aceptó.

Con una mano, Tom agarró la estrecha cintura de su Teresa y con la otra aferró el vaso de whisky que reposaba vacío sobre la mesa.

Ambos ascendieron las escaleras sin llamar la atención de nadie, mientras abajo Jacob rezaba porque Tom tuviera el dinero suficiente para pagar el escarceo nocturno.

El dormitorio estaba acotado por una cama de roble, una mesita de noche y un pequeño mueble bar. Además un baño de servicios básicos estaba empotrado en una esquina del dormitorio.

Tom se dirigió con premura al mueble bar y lo abrió. Menuda fue su desilusión cuando vio que solo había una botella vacía.

—Si quieres, puedo traer unas copas —se ofreció ella con aire dócil.

—Tranquila, princesa. Ya he tenido suficiente —respondió Tom, pero aún así cogió la botella del mueble bar, y junto al vaso vacío dejó todo sobre la mesita de noche.

—Teresa, ¿te acuerdas de cuándo fue la última vez que hiciste el amor conmigo? —preguntó Tom, acomodándose en la cama.

—Pues… no.

—Ven, siéntate en mis rodillas. —Ella lo hizo, y Tom acarició fervorosamente sus muslos—. Lo hicimos hace dos días. Pero dime…, ¿cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?

—Pues… hoy mismo.

Tom sonrió con una de esas risas llenas de frustración y carentes de dicha. Sara se estremeció por la pena; sentía lástima por aquel hombre cuyo corazón había sido torturado por alguna mujer.

—Lo suponía. No importa, Teresa. Ahora me toca a mí —dijo, y luego la besó.

Fue un beso tan dulce como violento, como un grito de libertad, como un final feliz en una novela de masacres, como un misterio cuya verdad mata. Ambos saborearon el beso, de forma y contenido diferente, pero lo saborearon, como si fuera el último beso que se darían.

—Besas muy bien, Tom.

—¿Acaso no lo recuerdas, Teresa? Me enseñaste tú.

Ella sonrió, desprevenida, sabiendo que la locura de aquel hombre era inconmensurable.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella, cándidamente, tanteando un terreno que tantas veces había atravesado ya.

—Ahora haremos el amor —entonces, el rostro vapuleado de Tom se descompuso en una  mueca de horror, sadismo y crueldad, y la mujer no evitó proferir un grito de socorro ni tampoco sentirse abrumada por el miedo—. Si quieres, Teresa. Solo si quieres.

La voz de Tom sonó dulce y agradable, llena de cariño. Sara se culpó por aquel prejuicio negativo y falaz que la había asaltado. Parecía un buen chico. Y por la perpetuidad de su trabajo no podía contradecir su propuesta. Ni tampoco quería.

—Ven, hagamos el amor —susurró Tom.

La cogió de las caderas con la fuerza de un bárbaro y la sentó sobre la cama. Luego la ayudó a tumbarse sobre el colchón y se colocó junto a ella. Le mordió el cuello y la boca con el frenesí de la primera vez; y mientras la mente de ella se dejaba envolver por el deseo; las manos de él bregaron por desabotonar los botones de la blusa. Deslizó los dedos por el suave vientre hasta acercarlos a los límites del pantalón vaquero. Ella soltó un gemido, complacida. Los labios de Tom descendían paulatinamente por el cuello de aquel ángel, saboreando la íntima carne y dejando un reguero de brillante saliva en la fina piel.

En tal instante, una melodía derivada del teléfono móvil de Sara invadió el ambiente. Ella no hizo ademán de querer descolgar el aparato, ni siquiera desvió la mirada hacia el mismo. Él tampoco. Pero ambos se deleitaron con la frenética música, que a ritmo de rock & roll, invitaba al sexo y a la lujuria. Sus besos se tornaron más ardorosos y violentos, las caricias se convirtieron en inconscientes arañazos descontrolados, y las miradas, llenas de deseo, se atravesaron inclementes.

Y aún cuando la insistente música cesó, ellos prosiguieron brincando al ritmo vertiginoso de sus corazones, y ni tan siquiera los lamentos proferidos por el colchón, acallaron sus gemidos de placer. Ya desnudos, las mentes volubles navegaban por un mar de intensos bramidos. Las olas los engullían con gotas de sudor. El sabor de la sal inundaba sus cuerpos y los párpados se cerraban como la noche.

—Teresa, mi amor —gimió Tom, mientras la penetraba infatigablemente con el ánimo de un héroe. Ella, tesoro mancillado, recibía los envites con un interés masoquista.

—Sigue…

Ambos disfrutaban, él sobre ella, ella bajo él, al tiempo que la furia descontrolada de la sangre se agolpaba bajo el vientre, en los límites del pudor. En los ojos de Tom las últimas punzadas de la agonía se abrían paso hasta la cúspide de su sexo. Un torbellino de rabia brotó con fuerza de su boca; un gruñido concluyente. Luego se desplomó a un lado de la cama, como muerto. Sara exhaló un último suspiro y cerró los ojos, rendida. Durante unos segundos no se escuchó más que el trote desacompasado de sus corazones, que paulatinamente aminoraba. Después cuando Tom recuperó la noción del tiempo y de su persona, se giró hacia ella:

—Teresa, creo que ha sido el mejor polvo que nunca hemos echado —valoró, fumando las últimas caladas del éxito. Sara asintió, satisfecha—. Una pena que no pueda permitirme otro más.

Luego Tom se giró hacia la mesita, cogió la botella de whisky y la estrelló contra la frente de Sara.

Ella lanzó un terrible grito de dolor, e intentó protegerse el rostro. Para entonces ya tenía las manos cubiertas de sangre. Lo único que lograron los decididos puñetazos de Tom fue desfigurarla aún más el rostro.

—Eres una puta, Teresa. Has estado engañándome todo este tiempo, acostándote con otro mientras decías que me amabas. —Hizo una pausa, sin dejar de maltratarla—. Durante todo este tiempo pensé de verdad que me querías, que soñabas conmigo igual que yo soñaba contigo. Aún más, pensaba proponerte matrimonio esta misma noche. Pero ya no Teresa, se acabó.

—Yo no soy Teresa, yo me llamo Sara. Te equivocas de persona. Por favor, déjame, no me hagas daño.

Pero Tom, ensimismado en su locura, hacía caso omiso de las súplicas, y la golpeaba incesantemente en vientre, pecho y rostro. Ella gemía desprotegida, suplicando ayuda, y él despotricaba contra ella, atizándola con saña.

—Te odio, Teresa, una vez te amé con todo el corazón, pero ahora te odio con toda la razón.

—Me llamo Sara, me llamo Sara —lloraba ella.

—¡Cállate, puta!

Los gritos y los golpes se sucedieron vertiginosamente. La sangre se adueñó de la superficie del colchón, donde aún quedaban restos de semen y sudor. Los cristales de la botella saltaban en la cama arañando el rostro de Tom y clavándose en el pecho de Sara. Y un inconmensurable ambiente de sadismo y perversión reinaba en la habitación.

—Tan puta como astuta, una zorra en letras mayúsculas —proclamaba Tom.

Se colocó encima de ella y la apresó bajo todo el peso de su cuerpo. Ella, aplastada y totalmente entumecida, emitió su último gemido cuando Tom cerró las manos en torno a su cuello. El hombre apretó sin piedad, ignorando los ojos suplicantes de Sara. La estranguló con la resolución de un veterano carnicero. No disminuyó la presión ni después de recibir los últimos arañazos de Sara. Luego se hizo un silencio. El Silencio. Los latidos cesaron en su agónico paseo por la vida y toda luz en los ojos de Sara desapareció. Tom se sintió pleno, como si hubiera consumado la gran obra final de su vida.

—Adiós, Teresa. La infidelidad te ha matado. Ojalá nunca nos hubiéramos conocido.

Entonces escuchó unos pasos en el pasillo, al otro lado de la puerta, aún lejos.

Tom ni siquiera se sobresaltó.

—Para cuando lleguéis, todo habrá terminado, ¡cerdos cabrones!

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En el bar, Jacob fumaba un puro habano, acomodado en un rincón, tras la barra. La noche comenzaba a tranquilizarse gradualmente. Muchos clientes iban abandonando el local a medida que avanzaba el tiempo y disminuía el caudal de sus bolsillos. Las chicas se agolpaban en las hediondas duchas de los camerinos incapaces de soportar más humillaciones. Y él se abstraía en la imagen y el sabor del humo del tabaco.

Cerró los ojos, y escuchó algo. Venía de arriba.

Al principio sonó como una canica rebotando contra el suelo, luego como una corriente de aire que cierra repentinamente una puerta, y finalmente, se dio cuenta de que alguien estaba dando una paliza a una de sus chicas.

—¡Joder!

Salió despedido hacia las escaleras que conducían al piso de arriba. Al ver su reacción, dos de sus guardaespaldas le siguieron sin mediar palabra. Cuando llegaron arriba escucharon nítidamente unos gritos de socorro y vieron que varios inquilinos habían salido de sus habitaciones, algunos desnudos, pero que nadie se había acercado hasta el lugar de la sospecha.

—¡Mierda! ¡Tirad esa maldita puerta abajo! —gritó Jacob.

Para cuando llegó al dormitorio, exhausto, los alaridos habían cesado, y en el interior de la habitación no se oía el latir de ningún corazón. Jacob comprobó que la puerta estaba cerrada por dentro. Hizo un guiño a uno de sus guardaespaldas, y éste se lanzó contra el enorme bloque de madera. La puerta cayó con un estrepitoso golpe. Una humareda de polvo se levantó… y luego… Silencio.

Jacob dio un paso al frente. Lo que vio en el interior del dormitorio hizo que su alma se cobijara detrás, en el pasillo. Abrió de par en par los ojos, consumido por el espanto. El aliento se cortó en el fondo de su garganta. Y el mundo, tradicionalmente negro, se volvió aún más tenebroso.

—¡Dios mío!

El cuerpo de Sara estaba tendido en el lecho. Tenía las piernas separadas y los ojos abiertos de par en par. Las cuencas estaban inundadas de un rojo espeso. Los labios rotos. Y la nariz… ya no le quedaba nariz.

Junto al cadáver de Sara reposaba la cabeza y el brazo de un hombre. El cuerpo restante asomaba tras el colchón. Estaba arrodillado frente a la cama, como si hubiese querido rezar un padrenuestro antes del amén definitivo, antes de cortarse las venas con un trozo de cristal, antes de suicidarse.

Ambos estaban muertos, tanto Sara como Tom. Jacob lo observaba todo estupefacto, pero pronto recuperó la compostura y el raciocinio. No había mucho más que hacer en la escena del crimen.

—Chicos, libraos de los cuerpos y limpiar todo esto —dijo Jacob a sus guardaespaldas, sin mostrar el menor ápice de resentimiento.

Luego se dio la vuelta, ya había visto suficiente.

—¿Quién es ella? —le preguntó uno de sus guardaespaldas.

—Una de nuestras putas. Sara la pequeña Sara.

En los ojos del guardaespaldas, se conjuró una lágrima

—¿Y él? ¿Quién coño es él? —preguntó el otro, enfurecido.

—Ahora poco importa. Está muerto —hizo una pausa—. Arreglad este desorden cuanto antes.

Luego volvió la vista atrás, y aquella fue la última vez que vio a Sara y a Tom.

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Las mesas estaban repletas de colillas y de vasos sucios. Olores desagradables se aunaban en la atmósfera del local. Los clientes habían desaparecido tras una nueva aurora y las prostitutas abandonaban poco a poco el burdel. Jacob estaba apoyado contra la pared, en la esquina más oscura del recinto. Tenía las manos en los bolsillos y los ojos cerrados.

Pensaba…

No era la primera vez que una de sus chicas sufría maltrato psicológico y/o físico por parte de un cliente. Solía ocurrir muy a menudo, por desgracia; incluso, de forma brutal. Sin embargo, no era tan común que las asesinaran. Deshacerse del cadáver y ocultar las huellas del crimen no era difícil. Lo más difícil era mantener a las putas a raya y evitar que se rebelasen por el miedo y la desolación. Necesitaba una buena puta que conociese lo que había hacer, y que no se dejase avasallar por el cliente. Una que supiese como dominar a los hombres, pero que al mismo tiempo, pudiese ser dominada por él.

Jacob sonrió, de repente había encontrado la respuesta.

Sacó el teléfono móvil y llamó.

—Teresa, soy yo, Jacob. Siento despertarte a estas horas.

Al otro lado del aparato se escuchó un murmullo de disculpa y unas palabras de ternura.

—Cariño, siento llamarte tan tarde —susurró Jacob—. Una pregunta… sigues sin un empleo, ¿verdad?

Una palabra de asentimiento.

—Genial, Teresa. Pues tengo un trabajo para ti, uno que desempeñarás a la perfección. Empiezas mañana.

Iraultza Askerria

Y los sueños, sueños son

Laura corría despavorida por la ciudad.Los aullidos del viento sacudían la noche, entregando un aliento vital a espectros y sombras. Mientras, los cabellos de la muchacha se agitaban como látigos. En su rostro, empapado por la tormenta, se perfilaban lágrimas y profundos surcos de rimel y maquillaje.

Los altos y adyacentes edificios de la desolada ciudad favorecían el eco de los repentinos truenos, el chaparrón inclemente, los alaridos del aire y el sonido de las chispas de las apagadas farolas, que saltaban segundo a segundo. Sobre tal cúmulo de tenebrosos murmullos, se alzaban unas acompasadas zancadas que perseguían muy de cerca a la muchacha. Al percibir la cercanía del hombre que la acosaba, sus latidos se tornaron más fuertes y agitados como si fuesen golpeados tenazmente por un martillo de enorme cabeza de hierro.

Aceleró el paso. Saltó entre los colmados charcos de agua. Evitó los salientes de la acera y las piedras del asfalto. Corrió más de lo imposible. Más incluso de lo que hubiese podido nunca imaginar. De vez en cuando, miraba aterrorizada por encima del hombro, procurando calcular la distancia que la separaba de su perseguidor. Pero la espesa oscuridad de la noche no la permitía vislumbrar nada a más de dos metros.

Entonces, cayó de bruces sobre un charco. La escasa percepción que tenía sobre el entorno y la celeridad de sus pies habían dado con ella en el suelo. Se revolvió frenética en el agua, liberándose de las manos líquidas y negras que intentaban arrastrarla hacia la profundidad. Cuando por fin logró incorporarse, un rayo rompió la oscuridad de las calles, y pávida, con el corazón en un puño, la mente hundida y el alma acongojada, pudo vislumbrar nítidamente a su perseguidor a escasos metros de distancia. Caminaba muy lentamente hacia ella, enfundado en una gabardina de cuero, los ojos inyectados en sangre y un revólver en la mano derecha.

El terror la envolvió sobremanera bajo las intermitentes luces de la tormenta, que infundían incluso más miedo que la oscuridad. Sintió el rechinar de la mandíbula y el temblor involuntario de los músculos. La palidez de su rostro se semejaba a la única estrella de aquel frío y tenebroso averno. Sus ojos desorbitados contemplaban aterrados al hombre de negro. Sus labios tartamudeaban clemencia. Al fin, devolvió protagonismo a sus piernas y corrió por las calles de la ciudad.

Al mismo tiempo que acrecentaba el pavor de su alma, decrecía la anchura de la calle, hasta que las aceras cedieron terreno ante una calzada pedregosa y alquitranada cercada por altos muros de rojizo ladrillo. Había llegado a un callejón sin salida.

Estaba atrapada.

Se dio la vuelta y emitió un grito ahogado.

Él estaba ahí, justo ahí.

El hombre de negro se aproximaba hacia a ella con parsimonia. Mantenía el escaso espacio y el asfixiado tiempo de aquella ciudad bajo su entero control. Su perfil se alzaba sobre los charcos negros y bajo el punzante chaparrón. Los edificios se inclinaban ante él y las centellas le iluminaban como los focos de una obra de teatro. Era guardián, rey y protagonista de una metrópoli desolada y muerta.

Y además, el único que conocía el guión.

—Por favor —tartamudeó Laura—, no me hagas daño.

Los gemidos de la muchacha se desvanecieron bajo la lluvia sin contagiar algún sentimiento de pena o misericordia. Se vio encerrada ante la condensada oscuridad de la noche y confusa por el total desconocimiento de lo que estaba acaeciendo; ignoraba qué hacía en aquel lugar, cómo había llegado a él y por qué Dios la había condenado a ello, estuviese donde estuviera. De lo que estaba segura, y esto lo sabía merced al instinto animal, era de que acechaba el peligro, un peligro mortal.

El hombre de negro se detuvo entonces a menos de un metro de distancia. Miró a la joven con una ambiciosa y cruel sonrisa dibujada en el rostro, tan sombrío como helado. Tan lentamente como un gesto de dolor, levantó el brazo hacia una posición vertical, y las gotas de la tormenta, temerosas de entorpecer el avance de aquel poderoso brazo, se detuvieron, quedando suspendidas en la atmósfera. De esta forma, se configuró una pintura estática, llena de expresionismo, donde el vacío habido entre el hombre de negro y Laura resultaba claustrofóbico, espeluznante y aterrador. La única claridad plasmada en aquel cuadro era la frágil aura que rodeaba a la muchacha, menos que un rayo de luna.

—Por favor —suplicó Laura—, no me hagas daño.

Sin embargo, el ruego resultaba vano e inútil. El arma que el hombre de negro aferraba en la mano brilló como un relámpago. Movió flemáticamente el dedo índice y apretó el percutor. La bala surgió de la cámara de la muerte y atravesó el exterior, rompiendo con el lienzo de la estática. A velocidad vertiginosa, las gotas de la lluvia se estamparon contra la calzada, las luces intermitentes de las centellas aparecieron y desaparecieron y el grito de Laura sonó desgarrado cuando se contempló ante la trayectoria de la bala.

El proyectil se desvió de la línea de fuego en el último instante, pasando a pocos centímetros de la muchacha. Percibió nítidamente como la bala le arrancaba unos escasos cabellos al pasar junto a su oreja y como desintegraba las gotas de agua halladas en el camino. Al final, se empotró contra el fondo del callejón, explosionando en un terrible rugido y haciendo añicos la pared rojiza con una facilidad sobrehumana. En donde antes se había erguido una imponente barrera de ladrillo, ahora se presentaba una gigantesca abertura alumbrada por las luminarias del cielo.

El hombre de negro volvió a disparar, pero para entonces Laura ya se había internado entre los escombros de piedra, en aquel camino de la salvación iluminado por la estrellas. Un instante después, desapareció en el interior de la pared rojiza.

Llegó a una habitación umbrosa, donde el aire se respiraba envenenado y el pavimento resultaba resbaladizo y traicionero. Una penetrante opacidad impregnaba los muros y se elevaba hasta la techumbre. Parecía que se encontraba en una pequeña estancia de carbón, cuando en realidad se trataba de un cuarto de proporciones kilométricas. Anduvo sin meta y sin dirección, ciega y desorientada sin ninguna noción de espacio. Finalmente, tuvo que detenerse al encontrarse perdida. Buscó entre las sombras al hombre de negro, pero no podía percibir nada. Aquel tenebroso aire la rodeaba.

Giró pausadamente sobre sí misma, buscando algo, un vestigio de esperanza, un velo de salvaguardia. Un aliento de vida le recorrió el alma cuando vislumbró al fondo de la estancia unas tímidas luces que titilaban a media altura. Se encaminó hacia la llamada luminosa presa del pánico, alejándose de la oscuridad impermeable.

La distancia que la separaba de las paredes llameantes le pareció infinita. Finalmente pudo alcanzar el reclamo de luz. Se trataba de un monumental muro dorado litografiado con palabras que irradiaban una llama sobrenatural, como una armoniosa comunión entre la pureza del cielo y el fuego del infierno. En el centro de la pared se abría un profundo túnel.

Laura se esmeró en descifrar los vocablos, artísticamente impresos, que recorrían la piedra caliza con un sinuoso caminar. Esto decía:

Los sueños y las pesadillas son los pinceles de la fantasía que retratan las ilusiones y las fobias más profundas del corazón

No pudo entender el significado implícito de las palabras y no tuvo tiempo de reflexionar. Apreció una incómoda sensación de malestar y amenaza, una sombría presencia ajena a la plenitud de la luz. Se dio la vuelta y le vio. Era el hombre de negro.

Vislumbró como levantaba el arma y le apuntaba a la cabeza con una certeza letal. Sus reflejos la salvaron. Rápidamente se internó en el pasadizo que había en la pared y se volatizó dentro de sus entrañas. Siguió corriendo bajo un techo pedregoso cubierto de afiladas y amenazantes estalactitas sáxeas, hasta que el lúgubre túnel se estrechó tanto que fue incapaz de caminar por él. Tuvo que girarse y andar de lado, deslizándose como una hoja de papel entre el hueco que dejaban ambos muros de roca. Varias esquirlas le zahirieron en el rostro y unas tímidas heridas de sangre afloraron en él. Dolían, sí, pero no tanto como el miedo de su corazón.

Miró hacia delante queriendo encontrar la salida de aquel claustrofóbico antro. Miró hacia atrás no deseando ver al hombre de negro apuntándola con la pistola. No vio ni lo uno ni lo otro. Sólo vio oscuridad, una agobiante oscuridad. Tenía los músculos atenazados por la fatiga y los ojos húmedos como pozos desbordados. Habría muerto de terror en ese mismo instante si unas leves muescas en el muro no hubiesen cautivado su atención.

Fue así, por casualidad, como distinguió varios vocablos de letras cuneiformes labradas como consecuencia de perseverantes golpes de martillo y cincel. A pesar de la primitiva y borrosa grafía, no le costó mucho descifrar la acepción de la frase. Decía lo siguiente:

Los sueños liberan el cansancio de nuestro cuerpo.
Las pesadillas lo plagan sin cesar

No entendió aquellas esotéricas advertencias, pero un gélido escalofrío la perturbó por dentro, desde las entrañas hasta la garganta, y a punto estuvo de perecer asfixiada. El pánico y el instinto la salvaron, obligándola a reaccionar con el último impulso de sus energías.

Se deslizó velozmente por el estrecho túnel sin considerar las heridas y las magulladuras que se extendían por sus brazos y sus rodillas, y finalmente, vio el final del camino. Aceleró el paso y llegó a una estancia circular iluminada por cuatro antorchas dispuestas equidistantemente, una en cada punto cardinal. En el centro de la estancia una escalera de caracol ascendía en espiral hasta la techumbre, cuya altura y forma eran imposibles de percibir.

Laura permaneció unos segundos contemplando la enorme escalinata interior. Los escalones se alzaban sobre la nada. No había ningún soporte, ninguna columna, ni ningún muro que soportase su vasta ascensión. Y, sin embargo, la escalera parecía tan segura como una atávica verdad, tan firme como el poder indestructible del universo, tan resistente como el vacío. No tuvo miedo de subir por ella.

Si lo tuvo, empero, cuando percibió al hombre de negro surgir por el túnel que conducía a la estancia, el mismo túnel que había lacerado su piel y herido su rostro. A su perseguidor, no obstante, el estrecho pasadizo no le había afectado en absoluto. Proseguía con su austero hermetismo y siempre acorde con gestos de maldad y locura.

Laura tembló, aterrorizada, y se lanzó hacia las escaleras de caracol. Subió y subió sin detenerse a mirar abajo, sin preocuparse de donde pisaba y dejaba de pisar. Subió ayudándose de las barandillas que flanqueaban la escalinata, especialmente construidas para favorecer el ascenso de los inquilinos. Subió tomando aceleradamente las curvaturas de los peldaños, evitando chocar contra los ángulos más cerradas y prosiguiendo, siempre, una ascensión repetitiva y tediosa. Comenzó, entonces, a marearse, víctima del esfuerzo, y tuvo que detenerse un instante, apoyándose en una de las barandas.

Resollando y con el corazón palpitando aceleradamente, miró hacia abajo. Se sorprendió de la elevada altura en la que se encontraba y de cómo había llegado hasta allí tan velozmente. Distinguió el sombrío cuerpo del hombre de negro varias decenas de metros más abajo. Estaba lejos, aún tenía tiempo. Se embargó de la resolución de la adrenalina y reemprendió la marcha, ascendiendo por los escalones alfombrados por una tela de color rojo, en cuyo centro había…

Letras. Había letras. Una en cada escalón. Así había sido desde que pisara el primero de los peldaños, pero no se había percatado hasta entonces. Aquellos símbolos, en el centro de la enorme moqueta, avanzaban parejas a la eternidad.

Reparó en las palabras como antes había reparado en las frases de las paredes que había encontrado durante el agónico trayecto. Mientras ascendía, se percató de que los símbolos pertenecían a un mismo ciclo de repeticiones, componiendo una oración de sutil advertencia:

Los sueños y la vida son dos mundos paralelos conectados superficialmente por el hilo de las emociones humanas.
Lo que sucede en uno, puede suceder en el otro

Y mientras subía, leyó reiteradamente aquella oración subordinada a un latente escalofrío, hasta que, casi sin percatarse, alcanzó el rellano de la elevada escalinata. Egresó a una estancia cuadrangular y amplia acotada por luces multicolor. El ambiente brillante pero tenue se marchitaba como una rosa en una tarde otoñal, tiñéndose de una lóbrega penumbra y de un silencio fúnebre.

Sin embargo, el salón estaba exento de rayos y truenos, y por tanto, se figuraba más acogedor que la ciudad exterior donde los gemidos de la noche habían simulado alaridos de clemencia y gritos de crueldad. Laura se encaminó concienzudamente por los pasillos rectilíneos que se bifurcaban en multitud de corredores y travesías, formando un matemático laberinto que conectaba con todos los rincones del vasto lugar. Cuando hubo andado unos metros y su vista se había aclimatado al bailoteo de los destellos policromos y las seductoras sombras, vislumbró un panel semejante a una cristalera blanca incrustado en el fondo de la sala. Su forma era enorme y rectangular, como una gigantesca ventana alargada tapiada por cortinajes de hielo, y estaba apoyado sobre un escenario de madera que se alzaba un par de metros. Varios focos de luz amarilla se cernían amenazadoramente sobre la tablazón, como una desvergonzada revelación del amancebamiento entre el bien y el mal. Había algo hermoso en todo aquello, pero contagiado de una maliciosa frialdad.

En ese instante, chocó contra un saliente del pasillo. Era un bordillo estrecho formado por una placa fluorescente que se extendía a un lado y al otro de todos los corredores. En el medio, el suelo alfombrado de color rojo gemía placenteramente bajo el liviano peso de Laura.

Supo entonces que se encontraba en una sala de cine.

Arriba, los focos y los amplificadores se reproducían como telarañas suspendidas en el orbe del mundo; siempre a la vista, siempre presentes, siempre seguras. Al fondo, la implacable pantalla, que a pesar de estar apagada, titilaba levemente como una luna rota. Y en torno, los corredores que se expandían hacia los asientos, hacia las butacas, hacia las tumbas…

Porque no había ni sillones ni asientos ni butacas. Había lápidas, sepulcros y losas. Un cementerio engendrado en un lugar digno del espectáculo y el ocio. Un cementerio donde los espectadores protagonizaban una película de terror henchida de sadismo y locura. Un cementerio de una atrocidad ingente sazonado con los miedos más profundos del ser humano.

Desconcertada, Laura profirió un grito y reculó hacia atrás. No pudo moverse más que unos pasos, porque chocó contra el mármol límpido de una tumba. Se giró, y vio la inconfundible lápida en forma de cruz que se alzaba sobre el lecho del muerto. En el interior había un féretro dorado.

Y estaba abierto.

Abierto para mostrar el rostro desfigurado y medio descompuesto de un hombre.

—¡Oh, Dios! —exclamó Laura, aterrorizada. Quiso volver a gritar, pero el miedo había congelado su saliva, y las nauseas impedían formular cualquier sonido inteligible.

Vomitó ahí mismo, sobre la lápida, expulsando el asco y la repugnancia de aquella visión tan gore.

Y, entonces, surgió la voz:

—Y las pesadillas concluyen en la muerte.

Laura volvió la mirada, tan desprevenida como amedrentada, y vio al hombre de negro, a menos de cinco metros de distancia, examinándola con sus ojos rojos como quien observa un objeto fútil y sin valor.

—Y las pesadillas concluyen en la muerte —repitió el hombre, con una firmeza universal.

—No, por favor —suplicó Laura tan aterrorizada que fue incapaz de moverse de allí, de alejarse, de sobrevivir. Únicamente sus ojos revoloteaban alrededor del cañón de la pistola—. Te lo ruego, por favor.

El hombre de negro, impasible como quien ha nacido para ejecutar acciones en vez de para dudar de los medios, alzó despiadadamente el revólver de nueve milímetros y apunto diestramente a la cabeza de la muchacha. Disparó, se escuchó una tremenda explosión y una bala surgió de la recamara destinada a estamparse en la impoluta frente de Laura. Pero, por suerte para ella, el plomo se incrustó en la lápida que había detrás, destruyéndola al instante con el poder de un dios impío.

En esta ocasión, ni siquiera vaciló: Laura se lanzó a correr lejos del hombre de negro con la única idea de seguir los pasadizos de la sala de cine en busca de la salida de emergencia. Si es que la había, claro está.

Pero, en un momento dado o, más bien, elegido por la irónica voluntad de la Divina Providencia, Laura tropezó con sus propios pies y cayó de lleno sobre un sepulcro. La tumba estaba abierta y se desplomó en el interior. Por suerte para ella en aquel momento, el féretro estaba vacío, aunque saturado de un olor a decadencia y soledad capaz de envenenar el espíritu de cualquier humano.

Intentó incorporarse de la tumba, pero una fuerza invisible y ajena a las leyes de la física la impedía moverse. Lo único que pudo hacer fue girar levemente la cabeza hacia el exterior y topar con el mármol recién cincelado que configuraba la lápida. Con góticas y artísticas hendiduras se revelaba la identidad del difunto:

Laura Elcano Yañez
R.I.P
1990 – 2007

(¡Oh dios!)

No pudo más que proferir una maldición sorda al leer su inconfundible nombre esculpido sobre la tabla de la ley. Sabía que toda vida muere. Pero se negaba a creer que había llegado su hora entre las puntiagudas agujas del desconocimiento y el terror.

Cuando la perplejidad dejó paso a un brutal instinto de supervivencia, Laura luchó fieramente contra las sombras que se cernían sobre ella e inmovilizaban sus miembros. Se debatió entre la inconsciencia de la muerte y el dolor de la vida en un intento de concebir un hálito de esperanza, y al fin vio una luz pálida y brillante que se alzaba sobre su cabeza. Pero el destello, como un sueño de invierno, se desvaneció ante la sombría envergadura del hombre de negro, que surgió ante ella como una columna dórica de sobrio arte e inamovible eficiencia. La inconfundible pistola se proyectó lentamente sobre el féretro en el que se encontraba.

—Por favor, no me mates —suplicó la muchacha, sepultada en el interior del ataúd.

—Y las pesadillas concluyen en la muerte —sentenció. Y su voz resonaba con el vigor pétreo de las entrañas del mundo. Y sus delgados dedos empuñaban el cuerno del infierno. Y sus ojos brillaban como un ocaso. Como el ocaso de la vida. De su vida.

—Ten piedad —rogó Laura, y su voz sonó fracturada, como miles de huesos y cristales al romperse por la voluntad de una bomba.

—Y las pesadillas concluyen en la muerte —reiteró, persistentemente.

Tras esto advino un hermético silencio y un imperturbable gesto de austeridad. El hombre de negro clavó la mirada en el cuerpo estremecido de Laura incapaz de sentir compasión o clemencia. Por muy profundos que fuesen los lamentos de la muchacha o por muy abundantes que se prodigasen las lágrimas, La Muerte no presentaba emociones ni sentimientos. Sólo presentaba razón y deber.

No perdió más tiempo.

Alzó la pistola y disparó a la cabeza de Laura.

Y en esta ocasión, no falló.

Entonces, se despertó, profiriendo un suspiro desesperado al tiempo que sus párpados se abrían de par en par. Jadeó unos instantes, con el corazón palpitando tenaz y velozmente y el alma encogida por la transpiración del miedo. Cuando sus ojos identificaron la oscuridad danzante de su dormitorio se sintió más segura y aliviada.

Había sido una pesadilla. Una pesadilla que había concluido en su muerte, pero una pesadilla al fin y al cabo. Nada más que una fútil pesadilla, como las que le acosaban cuando era una niña pequeña.

Miró el reloj de la mesita de noche. Marcaba las seis y dos minutos de la madrugada. No, las seis y tres minutos. Todavía tenía tiempo antes de que sonara el despertador. Pero no tenía sueño y, de haberlo intentado, tampoco habría podido dormir. En el exterior, las ventanas de aquel séptimo piso eran abatidas constantemente por los aceros del chaparrón y los gritos invasores de la tormenta. Los rayos, los truenos y la lluvia patrullaban el cielo con la autoridad de un dictador. Su rumor creciente y cercano resultaba innegable.

Se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Tenía el cuerpo sudoroso y el pijama se le pegaba a la piel como cinta aislante. Sentía los ojos rojos y empañados y la boca reseca. En su mente, aún se evocaban retazos de la anterior pesadilla.

Pero, paulatinamente, sus latidos y su respiración recuperaron el equilibrio normal, y el bullicio de la tormenta se tornó remoto y ausente, como si hubiese decidido personarse sobre otro barrio u otra región. El sueño y la pesadilla se volatilizaron ante las chispas de la actividad humana, y Laura se sintió plena de vida y felicidad.

Se rió de sí misma.

Encendió la luz. No tuvo miedo de encontrarse al hombre de negro escondido tras las cortinas de la ventana o al monstruo de las profundidades del alma colgado del techo como una araña de mirada cruel, porque todo aquello era fruto de la imaginación, de las pesadillas… y las pesadillas, pesadillas son. Lo único que vio ante ella fue el típico dormitorio de una estudiante de bachillerato, ornamentado por diversos carteles, un equipo de música, el siempre presente escritorio, un par de muebles destinados a la ropa y varios estantes colmados de discos, libros y estuches de maquillaje. No había nada ajeno a la realidad terrenal.

Reparó, finalmente, en el libro encuadernado con tapa dura que reposaba sobre la mesita. Unas letras selénicas rezaban sobriamente Antología de poesía castellana y bajo las cuales yacía un diminuto epígrafe. Todavía no había finalizado su lectura, y a pesar de que no le atraían profundamente los sonetos y las rimas de los antiguos literatos, era su deber zanjar el estudio. Se tendió suavemente sobre el colchón, tomó el libro entre las manos y, a la seis y cinco minutos de la madrugada, prosiguió su lectura.

El marcador de páginas la condujo a la hoja diecisiete. El encabezado y la sinopsis posterior exponían la vida de Calderón de la Barca y el origen del populoso Segismundo. Bajo el texto informativo, aparecían ordenadamente los versos más sinceros de la inspiración:

¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son

Tuvo que detenerse ante el logrado y musical encabalgamiento, y releerlo de nuevo para entender su significado. Los dos últimos versos resonaron en su mente amplificados por la garganta de una lúgubre caverna.

Que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son

No pudo eludir un tétrico pensamiento de resignación, víctima de la fantasía adolescente: «Que toda la vida es pesadilla, y las pesadillas, pesadillas son». Se sorprendió así misma plasmando dichas palabras, y la oración tomó la forma grave y estentórea de un trueno, reiterando una y otra vez la misma idea, seguida, a continuación, por la fúnebre misa que había escuchado en el interior de su cabeza:

«Y las pesadillas concluyen en la muerte».

—Tonterías —murmuró Laura, pretendiendo suprimir un miedo que súbitamente se había introducido en su interior. Sus pulmones se agolparon bajo el retumbante corazón y, al instante, su piel comenzó a transpirar. Intentó mantener la calma. No lo consiguió. Había algo que no marchaba bien.

Dejó el libro sobre la mesita y se alzó de la cama, aterrorizada.

Había creído escuchar algo. Un sonido ajeno, lejano. Pero hostil y amenazante.

Al principio, pensó que se trataba de su propia imaginación; luego, cuando oyó nítidamente como una figura de porcelana se precipitaba al suelo haciéndose añicos, supo que había alguien al otro lado de la puerta.

—Papá —gimió Laura, retrocediendo inconscientemente hacia la gélida ventana de la habitación.

Tenía los ojos abiertos de par en par y clavados en la puerta del dormitorio. El rostro, contraído en una mueca cadavérica, exudaba el hedor del espanto.

—Mamá —repitió la aterrorizada muchacha fuera de sí.

Estaba paralizada, completamente paralizada, a pesar de que sus sentidos se habían agudizado y de que su mente cavilaba activamente. Pero era incapaz de resolver cualquier decisión. El pánico era demasiado ingente como para actuar. Le estaba oprimiendo el alma como una camisa de fuerza.

Fue entonces cuando el picaporte de la puerta se movió. Podía haber corrido hacia allí, intentar inmovilizar el manillar y evitar que quien quiera que fuese irrumpiera en su dormitorio, pero de nada habría servido. Quien quiera que fuese lograría entrar de todos modos.

Cuando la puerta comenzó a deslizarse bajo el quicio, y una mano enguantada aferró el marco de la entrada, Laura lanzó un grito de desesperación. Tras esto, la sombra imponente del hombre de negro apareció en el umbral del dormitorio, con un revólver en la mano derecha.

Esta vez la muchacha no grito. Estaba demasiado asustada como para gritar, y los efluvios de sudor, orina y miedo estaban emponzoñando su razón. Supo que aquello era real; completamente real. Nada de sueños ni de pesadillas. Sólo vida. Su vida.

El hombre de negro entró en el dormitorio y cerró la puerta. Sus ojos inyectados en sangre enfocaron a su víctima y su rostro de sombras gesticuló severamente antes de proclamar:

—Y las pesadillas concluyen en la muerte.

—No, no —suplicó Laura, delirante. En ningún momento apartó la mirada de su asesino—, déjame.

—Y las pesadillas concluyen en la muerte —respondió, cual autómata.

Alzó la pistola y disparó.

La bala, lenta pero inamovible como el destino, abandonó el cálido cañón y penetró en el dulce, tibio y débil corazón de la chica de diecisiete años que nunca llegué a conocer. Ella ni siquiera tuvo opción de gritar. Su cuerpo osciló como una muñeca de trapo hasta chocar contra la mesita de noche. Luego, se derrumbó sobre el suelo alfombrado de la habitación y la Antología de poesía castellana se desplomó junto a su rostro, a escasos centímetros del mismo. El libro se abrió milagrosamente en la página diecisiete, en el monólogo de Segismundo.

Confusa, dolida y casi inconsciente, enfocó turbiamente los versos de Calderón y consideró aquellas sutiles metáforas de la vida y de los sueños… y de las pesadillas… y de cómo las pesadillas concluyen en la muerte.

En los últimos desvaríos de su vida, soñó que se estaba muriendo.

Iraultza Askerria

Un bandido en el metro

Me encontraba inmerso en la lectura de una novela, apoyado contra uno de los vagones del metro y aguardando inconscientemente a que el suburbano me condujera a mi destino. Como tantos otros, me había repartido en el estrecho espacio prodigado por el transporte, tomando de referencia una distancia de metro y medio para separarme de los restantes ocupantes. Había varios asientos libres en el vagón, así como algunas zonas exentas de inquilinos que aguardaban, con atávico deseo, a que alguien arrendara su lugar.Al no sentir la invitación ni el acecho de ninguna mirada ajena, proseguí enfrascado en la revelación del librillo que tenía entre las manos. Al desentrañar sus épicas frases pude comprender como la belleza y el dolor pueden extenderse a lo largo de las palabras, en nada más que palabras. Entre tanto que mi mente y mi alma se alejaban volando de la realidad, mi cuerpo se zarandeaba víctima del trajín del tren, hasta que finalmente el transporte se estacionó frente al andén de una nueva parada. El frenazo me desequilibró y tuve que aferrarme a una de las barras verticales del vagón para no caerme. La novela, ajena al escándalo, aún reposaba entre mis dedos.

Con la mirada lejos de las melosas láminas de papel, acerté a mirar a través de los cristales del metro y un panel enorme de luces fluorescentes me reveló el apelativo de la estación. Con el nombre martilleándome la mente y turbado por la amplia visión del maremágnum que se agolpaba a las puertas del metro, comprendí que el número de pasajeros del interior iba a incrementarse considerablemente, y con ello, la incomodidad y el sofoco. Opté por cobijarme en la esquina más remota del vagón y atrincherarme tras el libro escrito por Juan Rulfo, lejos, muy lejos, donde los sueños se hacen realidad. No tenía miedo de la gente, pero odiaba su presencia así como el alarde de sus fantasmas.

Un instante después, las puertas del suburbano se abrieron flemáticamente y los pocos transeúntes que procedían a apearse del coche, tuvieron que hacer un tremendo esfuerzo a base de empellones y codazos para alcanzar, como un aliento de vida, el exterior. A este tiempo, distinguí como el perfil serpentino de dos jóvenes se escabullía al interior con una velocidad asombrosa y se apoderaban de los últimos dos asientos que quedaban libres en el vagón de cola. Se sentaron orgullosos y profirieron una larga carcajada, que para mí, fue peor que un insulto.

Reparé en ellos. Los miré con el desprecio del corazón y los aborrecí sin apenas conocerlos. Su aparente falta de civismo, su irrespetuosidad hacia quienes los rodeaban, su mirada engreída y sus ademanes ufanos… Todo eso me asqueaba. Sentí un fino odio filtrarse por entre los vapores del alma, y poco a poco, diluirse desde los poros hasta las venas.

Fotografia de Marc SchuelperNo pude dejar de contemplarlos, con la mirada de quien ha olvidado que tiene un corazón. Los dos muchachos, que rondarían la mayoría de edad, destacaban por su policromo atuendo de ropas holgadas, sus gorras de resplandecientes colores y el múltiple juego de collares de oro que llevaban al cuello. Pero, ante todo, descollaban por el color de su piel; una piel atezada, extranjera; latinoamericana. En contra de la razón, imágenes de bandas criminales comenzaron a perfilarse en mi mente, amén de un odio desconocido. Los miré de nuevo… y de nuevo sentí un desprecio tan intenso, tan ensordecedor, que fui incapaz de reconocerme a mí mismo. Los jóvenes, con sus deportivas ropas de tantas tallas, sus adornos de oro y plata y, sobre todo, por su aparente falta de urbanidad, me causaron náuseas.

Fue en ese preciso instante, cuando entraron en escena una pareja de ancianos. Ambos caminaban por el tortuoso vagón ayudándose de la reciedumbre de un bastón de madera. Los ojos que había en sus rostros estaban cansados, grises por la tristeza, insípidos por tantos años de calvario, sudor y desdicha. Sentí un estremecimiento de compasión al verlos tan débiles, tan solos, tan ausentes del mundo de los vivos y tan parejos a la senda de la muerte y el olvido. Pero nada más lejos que la realidad.

Entonces, antes de que me percatara, ocurrió. Ocurrió lo indecible. Ocurrió que, contra los insidiosos sentimiento de mi alma, el mayor de los jóvenes que se había adjudicado el último de los asientos del vagón, se incorporó con presteza y decisión, prestando su ayuda —en forma de mano— al primero de los dos ancianos. No escuché ni un ápice de las palabras que intercambiaron, pero pude entender el significado de las dos miradas —una joven, henchida de vigor; otra, anciana, víctima del desamparo— que conectaron a la perfección, como si fuesen hijas de los mismos ojos.

La sorpresa inicial que había asaltado a la anciana se desdibujó en un tenue gesto de agradecimiento. A raíz de esto, una tímida sonrisa se configuró en el rostro atezado del joven. Su compañero se levantó de igual modo del asiento y lo cedió en ayuda del otro anciano. La pareja, casi sin fuerzas, se acomodó en los asientos y cargaron sus fatigadas almas a lomos del moderno carruaje.

Los dos jóvenes de holgada vestimenta se alejaron del lugar y permanecieron de pie cerca de una de las ventanas del vagón. Sin molestar a nadie. Sin meterse con nadie. No sabían que un bandido los estaba mirando. Prosiguieron riendo y hablando, mientras la benignidad se reflejaba en sus rostros foráneos.

Yo, desde mi remoto cubil, no pude dejar de acecharlos. Por suerte para mí, ninguno de los dos chicos me miró. Si lo hubieran hecho, se me habría caído la cara de vergüenza.

Arrepentido, volví la atención hacia los ancianos que habían logrado sentarse tras una ardua búsqueda por todo el tren. No hablaban, en absoluto. Simplemente, escuchaban y miraban como fantasmas sin más meta ni destino que el morir.

Yo bajé la mirada, vilmente, y retomé la lectura del libro. Pero no pude concentrarme en ninguna de las frases escritas y sentí que sus palabras me agredían y me injuriaban. Desesperado, tuve que cerrar la novela.

A partir de aquel día, dudé de mis propios juicios, y las cosas las pensé dos veces.

Iraultza Askerria